Me incorporé y esperé a ver en qué paraba aquel truculento guirigay de gritos y aspavientos, aunque ya me lo figuraba. Asistido por Juan, que le apretaba la cabeza con ambas manos como para impedir que reventara, Finito se fue calmando y se arrastró de culo sobre la acera consiguiendo con grande y aparente esfuerzo recostar la espalda en la pared. Una de las vecinas, mientras le limpiaba la baba con un pañuelo, comentó que estos ataques de nervios se debían a la debilidad, al estómago vacío. «No comemos hace cinco días, señora», dijo Juan. Una abuela que vivía enfrente salió de casa con un bote de leche condensada y se lo dio a los famélicos cabileños. Cuando Finito se incorporaba trabajosamente, la vendedora de legumbres cocidas salió de la tienda con un cucurucho lleno de garbanzos humeantes, lo menos había dos kilos, se lo dio a Juan y dijo hala, iros a casa a comer. Juan solicitó mi ayuda y entre los dos sujetamos a Finito y nos largamos de allí en medio de los comentarios lastimeros de las vecinas.
Nada más doblar la esquina, Finito se enderezó sonriendo y me dio un coscorrón: «Eres un panoli», dijo. En este momento le odiaba y secretamente le envidiaba; en los tres meses que llevábamos sin vernos, él había aprendido artimañas para matar el hambre traficando con tebeos usados y fabricando espumarajos verdes con la boca, y en cambio yo no había aprendido nada salvo a jugar al billar. Sentados en un banco de la plaza del Norte, los Chacón dieron buena cuenta de los garbanzos calentitos, que yo rechacé, y con la punta de un cortaplumas hicieron dos agujeros en el bote de leche. Y mientras chupaban del bote, me explicaron el truco: antes de dejarse caer al suelo, Finito masticaba una pastilla verde de acuarela y se metía en la boca un puñado de sidral. El resto era la jeta que le echaba al asunto y sus dotes incipientes de embaucador. Me sentí idiota y engañado, rabioso por haberme dejado conmover por semejante patraña ideada por dos charnegos analfabetos y piojosos, y al verles allí riéndose de mí con la boca llena de garbanzos y de leche condensada, me largué sin decirles ni adiós, ignoraba entonces que otras mascaradas y patrañas, no tan inofensivas y mucho menos alimenticias, me aguardaban a la vuelta de la primavera y no lejos de allí, en la calle de las Camelias y en compañía del capitán Blay.
4
Mi madre trabajaba en las cocinas del Hospital de Sant Pau y no comía en casa. Se iba antes de que yo me levantara dejándome la comida hecha, arroz hervido casi siempre o judías con bacalao, a veces sobras que se traía del hospital, y por la noche regresaba tan agotada que se acostaba enseguida. Vivíamos en un tercer piso muy pequeño en lo alto de la calle Cerdeña, tocando la plaza Sanllehy. Cuando yo volvía a casa más tarde que ella, pues algunas noches me demoraba en los billares del bar Juventud, abría un poco la puerta de su dormitorio y miraba dentro, sin ver nada porque todo estaba oscuro, pero me quedaba allí junto a la puerta esperando oír algo: su respiración, su cuerpo moviéndose entre las sábanas, un crujido de la cama o una tos, una señal cualquiera que me indicara que mi madre ya estaba en casa y descansaba.
Fue precisamente pocos días antes de la llegada de Nandu Forcat y del asunto de la zanja cuando se me encomendó la delicada tarea de vigilar al testarudo y estrambótico capitán Blay. Nuestra vecina doña Conxa, la mujer del capitán, había sugerido a mi madre que mientras yo no tuviera nada mejor que hacer podía dedicar las mañanas a acompañar al viejo soplagaitas en sus correrías por el barrio.
– Irás con él y cuidarás que no le pase nada -me ordenó mi madre-. Mucho ojo con los tranvías y los coches, y con esa pandilla de trinxes que le hacen burla en la calle. Que no vaya muy lejos, no bajéis más allá de la Travesera de Gracia. ¡Y no le dejes quemar periódicos, por Dios, qué animalada es ésa!
La señora Conxa le daba al capitán algún dinero para sus vinitos, pero me advirtió que no le dejara entrar en todas las tabernas, sólo en las que le conocían, ni meterse en líos ni en discusiones de borrachos y sobre todo que no hablara de política con desconocidos, no fuera a soltar alguna impertinencia de las suyas y tuviéramos que ir a buscarle a la comisaría… Respondí a ambas, a la señora Conxa y a mi madre, que bueno, que haría lo que pudiera, pero pensaba: ¿quién es capaz de cerrarle la boca al viejo pirado, o de llevarle por donde él no quiera ir?
Los primeros días pasé mucho miedo. Durante casi tres años, el capitán no había caminado cien metros seguidos en línea recta ni había salido de su casa para nada, escondido a ratos en un pequeño cuarto de baño inutilizado al que accedía a través de un armario ropero sin fondo que ocultaba la puerta. Cuando por fin se decidió a salir a la calle había perdido treinta kilos de peso, una guerra y dos hijos, el respeto de su mujer y, según todas las apariencias, buena parte del poco seso que siempre tuvo. Nadie entre el vecindario le reconoció al principio, pues su miedo era tal que salía camuflado bajo un aparatoso disfraz de «peatón atropellado por un tranvía», según le gustaba presentarse a sí mismo en las tabernas: un convaleciente anónimo del vecino Hospital de Colonias Extranjeras de la calle de las Camelias que ha salido un rato a estirar las piernas y a beber un vinito, naturalmente con permiso del médico y la enfermera; y mostraba a los borrachines matutinos y pugnaces que le escuchaban estupefactos su pijama a rayas bajo la amplia gabardina, sus zapatillas de fieltro y la altiva y enfebrecida cabeza completamente vendada, un gran huevo de gasas y deshilachadas madejas de algodón rematado con un penacho de alborotados cabellos canosos. Las gafas negras dejó de usarlas poco después, cuando ya era popular en el barrio y yo empezaba a acompañarle en sus paseos. Me dijo el capitán que durante su largo encierro había soñado que al salir vería edificios en ruinas bajo una lluvia de ceniza, y también un tráfago de muebles y enseres y ataúdes, el expolio tras la derrota y en medio de una gran tormenta: rayos y truenos y puertas y ventanas abriéndose violentamente y el huracán estrellando gotas de sangre contra el empapelado de humildes dormitorios que podían verse desde la calle a través de los boquetes en la fachadas… Tenía la impresión de haber vuelto a una ciudad despoblada, abandonada a la peste o a los bombardeos, eso me dijo el primer día desde lo alto del Guinardó, plantado en la puerta de una bodega con la vista perdida al frente y la memoria arrasada. Mi talante timorato, aprensivo y crédulo hizo que al principio me tragara todas las paridas del capitán, todas sus manías y extravagancias, pero poco a poco fui aprendiendo a lidiar al estrafalario personaje. Ahora, a cambio de estos servicios como guía y custodio, o tal vez porque doña Conxa se apiadó de mi madre al verla tan atrafagada, yo comía en casa del capitán tres días a la semana. Doña Conxa era una mujer rechoncha y pizpireta, de labios regordetes y largas pestañas untadas de rímel, mucho más joven que el capitán y de buen corazón. Los hermanos Chacón la llamaban la Betibú. Vivía con el viejo tarumba en el cuarto primera, encima de nuestro piso, pero durante mucho tiempo yo creí que vivía sola y del capitán Blay sólo conocía el nombre; aparentemente, la Betibú era viuda y no tenía otros medios de vida que las faenas de limpieza que hacía en algunas casas y sus primorosos encajes de bolillos, muy apreciados por las beatas de Las Ánimas y las señoras ricas de la barriada. También zurcía medias y cosía. Por alguna razón de antigua amistad y remoto parentesco que yo entonces ignoraba, mi madre le tenía mucho afecto, y cuando volvía de sus visitas al pueblo de los abuelos en el Penedés, con patatas y aceite y otras vituallas, siempre disponía una cestita para doña Conxa y me mandaba con ella a su piso: berenjenas, tomates y pimientos, alcachofas y nueces y a veces una butifarra. Y un día, hurgando en la cesta que le subía a la Betibú , al intentar coger una nuez, mi mano tropezó con dos caliqueños envueltos en un trozo de diario. ¡Ondia!, ¿es que la Betibú fuma caliqueños a escondidas?, le pregunté a mi madre, ¿o es que esos apestosos petardos son para alguno de los queridos que dicen que tiene, el sereno, el basurero…? Mi madre me miró severamente y meditó la respuesta: lo que llevas en esa cesta no es cosa que deba importarte, la señora Conxa es una buena mujer y desde que perdió al capitán y a sus dos hijos se encuentra muy sola… Merece respeto y ayuda, y los caliqueños son para ella, sí, todos tenemos algún pequeño vicio.