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Por aquel entonces, cuando se fue definitivamente de casa para vivir con su amante, Susana tenía apenas dieciocho años, uno más que yo. A su madre se la veía yendo o viniendo de casa al cine o a la taberna, cada vez más frágil y desmejorada, a menudo bastante borracha y hablando sola, y parecía un milagro que aún conservara su empleo, el cutis tan fino y el oro de su melena rubia. Decía, a quien quisiera oírla, que Susana había ido a buscar a su padre y que pronto volverían a casa juntos. En el verano enfermó y la viuda del capitán Blay, doña Conxa, iba todos los días a la torre y la cuidaba. Y entonces, una noche que nadie supo precisar, ni siquiera doña Conxa, y de la misma silenciosa manera que había hecho mutis, reapareció Forcat y se instaló otra vez en la torre y en la vida de la señora Anita para salvarla de sus desvaríos y del alcohol. Susana llevaba más de seis meses fuera de casa.

A partir de ahora sólo dispongo de comentarios y chismes de vecindario, pero puedo afirmar que no merecen menos crédito que mi testimonio. Dos semanas después de su regreso, a Forcat le vieron apearse de un taxi frente a la verja de la torre y ayudar a bajar a Susana, que parecía no tener fuerzas y llevaba una pequeña maleta y un abrigo de pieles baratas doblado en su brazo; le vieron muy solícito cargar con la maleta y coger del brazo a la muchacha para entrar juntos en la torre. Era la mañana de un sábado del mes de julio y había mucho trajín en el Mercadillo. No podía saberse, en un principio, si Susana volvía a casa para quedarse o solamente con intención de cuidar a su madre durante unos días, pero lo que sí parecía cierto es que Forcat se encargó personalmente de ir en su busca y convencerla para que viniera; también se dijo que la iniciativa del regreso podía haberla tomado la muchacha al no soportar la mala vida que llevaba y el trato que debía darle aquel chulo: no había más que verla cuando llegó, tan consumida y avergonzada, aunque en honor a la verdad había que admitir que, incluso mirándola con malos ojos y sin olvidar que era hija de quien era, no parecía una fulana, no iba pintarrajeada ni vestía como ellas ni enseñaba nada, no se le notaba; más bien parecía haber sufrido una recaída en la tisis y salir de un hospital, amedrentada y ojerosa y con algunos moretones en la cara… En cualquier caso, el segundo día de su vuelta al hogar, a última hora de la tarde de un lunes 7 de julio, el Denis se presentó en la torre.

Mucho tiempo después de esa noche en que reapareció el Denis, cuando la bebida y la mala conciencia ya habían devastado su memoria, la señora Anita insistía machaconamente en aclarar ciertos pormenores: que no fue ella quien le abrió la puerta, que ella nunca le había recibido de buen grado en su casa porque ya sabía que era un baranda y un pistolero, aunque le daba pena verle siempre tan amargado y obsesionado, incapaz de perdonar y de olvidar a su mujer, y que desde luego jamás podía haberse imaginado el desvarío de su niña con ese depravado y tampoco la mala entraña del tío, su voluntad de perderla. El maldito cabrón podía haberse ensañado conmigo, decía, me han hecho tantas y tan gordas en esta vida que una putada más qué hubiese importado, tengo ya la piel muy dura, pero no, él sabía muy bien que esta criatura enferma era lo que más quería el Kim en este mundo… Que esa noche, ella, la señora Anita, se había acostado muy temprano y con mucha fiebre y sudaba como un pollito, así que Forcat fue quien abrió, pensando seguramente que era doña Conxa volviendo de la taberna con hielo picado; Susana acababa de ducharse y estaba en albornoz, y mientras se secaba el pelo con la toalla subió al cuarto de Forcat en busca de aspirinas, y entonces ocurrió. Que no lo percibió con los ojos, sino con el corazón: el Denis irrumpiendo furioso y llamando a gritos a la niña por todo el corredor y la galería, como un loco, y Forcat tratando de calmarle, tratando primero de razonar y luego discutiendo violentamente con él, echándole en cara su resentimiento y su odio sin fondo y su cobardía, hasta que el Denis se impuso y lo llamó farsante y parásito y lo amenazó con echarle otra vez a la calle y con matarle si se interponía entre él y Susana. Voy a llevármela, dijo, y ni Dios lo va a impedir. Que en ese momento oyó angustiada a su hija bajar las escaleras muy deprisa, y decidió levantarse y se puso la bata y salió al corredor, pero ya no pudo alcanzarla, y entonces escuchó los dos disparos que atronaron por toda la casa; llegó a la galería a tiempo de ver a Susana con la toalla liada a la cabeza y la espalda contra la pared, paralizada y con los ojos fijos en el revólver que Forcat empuñaba probablemente por vez primera en su vida, y al Denis tambaleándose mientras se dirigía a abrir la puerta para salir al jardín, donde dio tres pasos y cayó de bruces; y que entonces Forcat salió tras él y allí mismo, con un pie en el escalón más bajo, despacio y ladeando la cabeza, con una reflexiva precisión en la mano que empuñaba el revólver y en la mirada estrábica, vació el cargador sobre el cuerpo inmóvil tendido en la grava. Luego él mismo llamó a la policía, entregó el revólver y se dejó esposar, y cuando se lo llevaron miró a la niña pero no pronunció una sola palabra, no es verdad que le dijera ahora ya no tienes nada que temer, o cuídame a tu madre y pórtate bien, eso lo inventó la gente o tal vez yo misma, quién sabe si lo soñé, decía la señora Anita, estuve tan confusa y trastornada, todavía hoy esos horribles disparos me despiertan por la noche, los oiré hasta que me muera; y tampoco se despidió de mí con un beso ni dijo volveremos a vernos ni nada de eso, sabía muy bien lo que le esperaba, y además de qué le iba a servir al pobre, si aunque hubiese querido ya no podía volver a engatusarme con buenas palabras, como había hecho tantas veces… Que Forcat no apartó un solo instante su ojo desquiciado de la espalda acribillada del muerto, dijo, y que no volvió a abrir la boca, ni siquiera para responder a las preguntas de los policías o para quejarse del mal trato que le daban…

Lo contaba así, desde el sedimento limoso de una memoria estancada y pugnando por desprenderse de conjeturas ajenas y propias, como si también ella estuviera poseída por emociones y prejuicios que empañaban la verdad, que no pertenecían a esa fatídica noche y tenían poco que ver con la realidad de los hechos. El puñetero destino, solía lamentarse, ha jugado con mi niña como si fuera una muñeca, tal como si fuera mismamente uno de esos capullitos del rosal enfermo de mi jardín que, sin tiempo de abrir, se agostan y se pudren. Ha sido nuestra mala estrella, la suerte perra de los pobres, la condenada tuberculosis y también las patrañas del zángano de Forcat, ese muerto de hambre, más falso que un duro sevillano; y lo peor de todo, la mala sangre de un chulo putas. ¡Señor, Señor ¿por qué tenías que engatusarla con esta quimera de su padre si después ibas a quitársela?! ¿Por qué todo este rosario interminable de anhelos y sufrimientos?, se preguntaba, ¿por qué cultiva Dios en el corazón de los hombres tantas ilusiones para luego troncharlas o dejar que se mustien?

En cierta ocasión, comentando en el mostrador del bar Viadé la curación definitiva de su hija y su reciente salida de la residencia de monjas donde había estado recluida casi un año, sufrió un desvanecimiento y cuando se hubo repuesto ayudada por el dueño y un par de clientes, con aire reflexivo y un poco alelada, como si prosiguiera otra conversación iniciada tal vez en sueños, dijo que no señor, que no era cierto lo que decían de su niña, eso de que ya estaba curada de la tuberculosis cuando sucumbió al amor vengativo y furioso del Denis, y, sin venir a cuento, añadió que tampoco era cierto que Susana se hubiese defendido de aquel degenerado con un cuchillo de cocina, sino que lo hizo con un revólver a pesar de no haber manejado ninguno en su vida, y que precisamente ella estaba tan cerca cuando ocurrió que los disparos la dejaron sorda… Eso dio pie a nuevas y disparatadas variantes del suceso, una de las cuales pretendía que los dos primeros disparos, que la señora Anita siempre dijo haber oído desde el corredor, habrían sido efectuados por su hija, y que esas dos balas habrían bastado para acabar con el Denis; y que acto seguido, Forcat le habría arrebatado a la muchacha el revólver todavía humeante para disparar las cuatro balas restantes sobre la espalda del muerto.

Me gusta ese desvarío, me gustó desde el primer día que lo escuché, y en el transcurso de los años lo he cultivado secretamente en mi corazón. Bien pensado, ¿quién sino Susana podía hacerse con el revólver de Forcat, puesto que estaba en la habitación de éste cuando llegó su amante con gritos y amenazas? No parecía normal que Forcat llevara el arma encima cuando abrió la puerta…

Pero más que una hipótesis, era un sentimiento. Porque así, rematando el cadáver caído en el jardín para exculpar a la niña, el estrábico embustero culminaba su impostura.

5

Mi madre se casó con el callista Braulio y él nos llevó a vivir a su casa, un piso grande y soleado en la plaza Lesseps que compartía con una hermana soltera. Tenía cuatro habitaciones, baño, cocina y terraza posterior en el último piso de un bloque de viviendas recién construido. Quedaba un poco lejos de Cerdeña-Camelias, pero no del taller, al que ahora iba en bicicleta, regalo de Braulio. El callista era un narizotas robusto y optimista, cariñoso con mi madre y hasta divertido, tenía un loro al que llamaba Clark Gable y le gustaba cocinar y cantaba en la ducha, y todo eso alegró la vida de mi madre; pero se consideró obligado a ejercer de padre y yo no le dejé. No podía tomarme en serio aquel hombretón con brazos de Popeye y sonrisa bondadosa, era un plasta contando sus cosas y nunca conseguí mantener con él una conversación que no fuera trivial; tenía el don de hacer que todo pareciera insustancial y tonto, yo el primero: nos poníamos a hablar y a los cinco minutos me sorprendía a mí mismo diciendo necedades. Con el tiempo, su trato llano y sincero y su balsámica influencia habían de limar mi petulancia juvenil y aprendería a quererle, pero por aquel entonces el recuerdo de mi padre volvía a obsesionarme, aunque ya no pensaba en su muerte solitaria con angustia como cuando era niño; sabía que nunca regresaría y que tampoco cabía esperar noticia alguna de su paradero, pero su cuerpo abatido en la trinchera y la copiosa nevada que lo iba cubriendo seguían allí, en el rincón que yo creía más infalible y protegido de la memoria, hasta que un día ocurrió algo y la imagen se me quedó inesperadamente desprovista de emoción, revelando su origen artificioso: ocurrió que ese día mi madre, mirándome con afectuoso recelo, me preguntó de dónde puñeta había sacado yo esa trinchera y esa gran nevada, esa idea que tenía desde muy pequeño y que ella nunca se atrevió a desmentir, porque para un niño sin recuerdos de su padre era mejor eso que nada, pero que ella jamás me habló de tal cosa ya que en su día no había conseguido averiguar ni siquiera si tu padre murió en el frente, dijo, y mucho menos en qué forma y si llovía o nevaba o hacía sol cuando ocurrió, de modo que ya ves, todo eso no son más que figuraciones tuyas… Menos mal que el tiempo lo borra todo, hijo, añadió con una sonrisa ambigua, no sé si de alivio o de tristeza.