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Reproché a los Chacón que hubiesen escogido aquella esquina de Camelias para espiar a Susana en la cama, y Finito dijo por quién me tomas, chaval, de eso nada, ¿no sabes que la pobre se va a morir pronto? Y que tampoco había elegido el sitio porque él y su hermano esperasen ver llegar algún día a su padre, al Kim, sino por algo menos emocionante pero más urgente: sencillamente por estar cerca del Mercadillo instalado en la misma calle, un poco más allá de la torre de Susana y en la acera opuesta, arrimado al largo muro del campo de fútbol del Europa. Había un colegio cerca y por lo tanto pasaban niños, y además los dos hermanos se turnaban para merodear de vez en cuando entre los puestos de frutas y verduras por si casualmente caía algún trabajito, acarrear cajas o limpiar la zona de desperdicios o llevar algún encargo. Y si no conseguían nada, Finito se tiraba al suelo sacudido por uno de sus formidables ataques epilépticos. Lo hacía de forma tan convincente que siempre, a pesar de conocerme el truco, la visión de sus revolcones y sus temblores y espasmos, con los ojos de ahogado y los espumarajos verdes en la boca, me causaban gran espanto. Había una churrería en la esquina de Cerdeña y casi nunca faltaba un alma caritativa que se compadecía del pobre cabileño y le compraba una bolsa de buñuelos, y alguna de las vendedoras del Mercadillo siempre le daba un par de manzanas o de plátanos.

Desde su tenderete junto a la verja, Juan y Finito habían establecido con la niña enferma una relación muda y afectiva, un código risueño de señales y referencias, y a menudo le prestaban tebeos y novelitas y la proveían de eucaliptos para la olla. La madre de Susana solía aparecer en el jardín para enviar a uno de ellos al Mercadillo a comprar fruta, o al carbonero o al panadero, y cuando por la tarde se iba al cine les pedía que vigilaran para que no entrara nadie en el jardín. Algunas veces me paré a hojear novelas en el tenderete y podía ver a Susana levantarse de la cama y saludar a sus guardianes desde el otro lado de los cristales con una sonrisa triste y agitando la mano.

Un atardecer inhóspito que pasé por la calle de las Camelias cuando los Chacón ya se habían ido, seguramente atosigados por el frío y la neblina que invadía la calle y desdibujaba el jardín y la torre, me pareció ver una mancha rosada girando como una peonza detrás de la vidriera, junto a la cama, y era la niña tísica que bailaba abrazada a su almohada. Fue sólo un momento, enseguida se dejó caer de espaldas sobre el lecho, luego se incorporó y vi con claridad su mano limpiando el vaho del cristal y seguidamente su cara pegada a él, pálida y remota, mirándome como si flotara en el interior de una burbuja. Pero creo que no me vio, porque agité mi mano y no respondió al saludo, y la cálida atmósfera de la galería no tardó en empañar nuevamente el cristal hasta emborronar su rostro.

CAPÍTULO SEGUNDO

1

Poco antes de volverse completamente loco, el capitán Blay me pidió que dibujara a Susana en su lecho de tísica con mis lápices de colores. El capitán necesitaba un dibujo de esa niña enferma para un asunto de suma importancia. Ya había hablado con su madre, la señora Anita, dijo, y estaba conforme.

– ¿Podrías dibujarla sin tener que ir a su casa? ¿Dibujarla de memoria?

– me preguntó el capitán.

– Yo no sé dibujar de memoria.

– Lo decía por si te da miedo contagiarte…

– ¡Pues claro que no! ¡Ningún miedo!

– Entonces debes ir cuanto antes. Creo que no tardará en morir.

Iba el capitán muy estirado ese día, con la cabeza vendada y la gabardina abierta dejando ver el pijama. Me llevó a una papelería de la calle Providencia, me compró seis hojas de papel de barba y me explicó para qué quería el dibujo. Había decidido poner todo su empeño en recoger firmas entre el vecindario para un documento que estaba redactando y que pensaba presentar al Ayuntamiento denunciando la criminal fuga de gas de la plaza Rovira que amenazaba con envenenarnos a todos, y que ya estaba matando a los enfermos del pecho como la pobre Susana… Pero eso no era todo, me dijo: además de esa tufarada tóxica, a la que la gente más aborregada y ciega parecía haberse acostumbrado, había otra no menos degradante y perniciosa: la chimenea de la fábrica de plexiglás y celuloide, en la esquina de la calle Cerdeña. Era una chimenea de ladrillo rojo cuya altura no alcanzaba el mínimo que marca la ley, según el capitán, y que soltaba día y noche un pestilente humo negro que no conseguía elevarse y que tiznaba el barrio entero. Se había cansado de enviar al director de la fábrica Dolç S. A. montones de cartas pidiendo que alargaran la chimenea, sin obtener nunca respuesta, así que ahora estaba decidido a pasar al ataque: recogería firmas de los ciudadanos no sólo para combatir el olor a gas, sino también contra la chimenea. Tenía que ser una carta de denuncia contundente y apabullante, dijo, avalada por quinientas firmas como mínimo. Ya tenía las de Susana y su madre. La firma de la niña era importantísima y un testimonio de primer orden, añadió el capitán, porque la infeliz tiene los pulmones deshechos y necesita aire puro, y ese humo irrespirable está agravando su estado.

Yo conocía muy bien la chimenea y el patio trasero de la fábrica Dolç, con Finito y su hermano habíamos saltado muchas veces la tapia del almacén para coger del suelo trozos de cinturón de plexiglás que parecían serpientes de colores, peces y patitos de celuloide y pelotas de ping-pong con algún defecto de fabricación. Pero ya hacía de eso tres o cuatro años.

– Y además de la denuncia por escrito -insistió el capitán-, quiero presentar a estos mamones del Ayuntamiento algo más, y ahí es donde tú puedes ayudar. Tu madre me ha dicho que dibujas muy bien… Como sabes, la chimenea se alza detrás del jardín de esta pobre chica enferma, y todas las mañanas, al despertarse, un penacho de mierda negra le da los buenos días. He pensado que, junto con las firmas, para darle más fuerza a la cosa, un buen dibujo de Susanita agonizando en la cama y con la chimenea cerca echándole ese humo emponzoñado valdría más que todas las palabras…

– ¡Hala, capitán! ¿Quién está agonizando aquí?

– A ver si me entiendes, artista. ¡Hay que actuar con astucia! Tú me pintas a la niña tísica muy pálida y demacrada, muy triste, con esa frente suya que parece de porcelana, estirada en la cama y con los ojitos cerrados y la mano en el pecho, respirando con dificultad, así, mira…

– ¿Usted la ha visto? -le dije.

– Ayer le hice una visita con mi mujer.

– ¿Todavía vomita sangre?

– Delante de mí, no.

– Doña Conxa dice que la está curando con la flor del saúco, con friegas en el pecho y en la espalda.

– Mentira podrida. La flor del saúco cocida en agua solamente cura las almorranas de obispos y maricones, es cosa sabida. Y no me interrumpas, que el encargo que te hago es muy importante -gruñó el capitán cruzando la calle Martí-. Recuerda: tiene que ser un dibujo conmovedor, de hacer llorar. Y se tiene que ver el humo amenazador flotando sobre la enferma en su lecho de muerte, como una nube negra y fatal, y la chimenea roja como un peligro descomunal y monstruoso, como una maldición…

– ¿Y Susana se dejará dibujar?

– Su madre me dijo que la tenía casi convencida. -El capitán sacó del bolsillo de la gabardina un caliqueño retorcido-. Mañana por la mañana irás a su casa de parte mía y podrás empezar enseguida. Si necesitas más papel me lo dices. Lápices de colores ya tienes, supongo.

– ¿Lo quiere en color?

– Claro. ¿Cuándo lo tendrás terminado?

– Huy, no sé. Soy muy lento, me cuesta mucho.

– Con tal que el dibujo sea bueno… ¡Venga, chico, anímate! ¡A ver si te luces! ¡Vamos a joder a estos oligarcas del humo venenoso y del gas mortífero!

En la plaza se sentó un momento en un banco de piedra y partió el caliqueño en dos con un cortaplumas. Se guardó la mitad y encendió la otra mitad con una cerilla, protegiendo la llama con las manos sarmentosas y de espaldas a la acera del escape de gas. «Por si acaso», masculló. Las vendas ribeteadas de un hilo rojo que envolvían su cabeza estaban sucias; lo menos hacía dos semanas que no se las cambiaba, tal vez dormía con ellas. Los guantes de piel color tabaco con pespunte blanco, que hoy llevaba sujetos al cinturón de la gabardina, lucían en cambio impecables. De pronto el capitán se levantó del banco con aire despistado. Tanto tiempo camuflado de anónimo peatón arrollado por un tranvía, se me ocurrió que podría estar olvidando los rasgos de su propia cara. Gingiol