– Vámonos a casa a sacar punta a los lápices -propuso-. ¡Rápido!
– ¿No quería usted ir al bar?
– Y otra cosa: mañana, cuando vayas a la torre, llévale a Susana alguno de tus dibujos para que vea que eres un artista. ¡Andando, hay mucho que hacer!
Aquella noche no dormí pensando en la muchacha tísica y toda clase de temores y aprensiones me asaltaron. Oía su tos cavernosa podrida de microbios y la veía escupiendo furtivamente una saliva rosada en el pañuelo, un precioso pañuelo de batista que enseguida escondía debajo de la almohada. Imaginé también, ya de madrugada y flotando en una especie de duermevela, y con una intensidad y una precisión que nunca antes había gozado en mis delirios eróticos, sus pechos blancos como la nieve entre sábanas blancas y sus febriles muslos de leche cubiertos de una fina película de sudor y agitándose inquietos en el sueño.
2
Al día siguiente por la mañana me encaminé a la calle de las Camelias con mi carpeta de dibujos bajo el brazo. De sólo pensar en la niña tuberculosa me sentía abatido y febril y como si me faltara aire, ya vagamente contagiado. Más allá y por encima de la torre de Susana, el humo de la chimenea que tanto odiaba Blay no subía recto al cielo, sino que se derramaba como una baba negra alrededor de su boca y quedaba suspendido un buen rato en una ebullición repulsiva para luego ir desflecándose y caer sobre los tejados y los jardines próximos.
Encontré a los Chacón exponiendo su sobada mercancía sobre la acera, junto a la verja del jardín de Susana, y me entretuve un rato hojeando novelas de Edgar Wallace de la Colección Misterio. Había tres niños revolviendo el montón de maltrechos tebeos. El Mercadillo estaba a menos de cincuenta metros y algunas mujeres que venían a la compra con sus pequeños dejaban a éstos en el tenderete entretenidos en curiosear. A través del jardín vi a Susana detrás de los cristales de la galería, recostada en la cama con una toquilla azul sobre los hombros. Tenía los ojos cerrados y la cabeza echada hacia atrás, pero no dormía ni parecía sufrir porque movía acompasadamente el brazo derecho, como si siguiera el ritmo de una música, sin duda de la radio.
Anuncié a Finito y a Juan que iba a hacerle un retrato a Susana por encargo del capitán, y primero no querían creerme y luego se sintieron recelosos y casi dolidos. Comprendí hasta qué punto los dos hermanos se consideraban guardianes exclusivos de la niña enferma y responsables de todo lo que pudiera pasar en torno al jardín y la torre.
– Está bien. Pero mucho cuidado, chaval -me previno Finito-. Si ves que se cansa, o que de golpe se queda triste, así como en babia, pensando en Dios sabe qué, debes irte enseguida -y sacó del bolsillo media docena de horquillas para el pelo-. Dale esto de mi parte. Y este almanaque de Rip Kirby que parece nuevo de trinca.
– ¿La has visto de cerca, has estado con ella? -le pregunté.
– A veces. Cuando está sola.
Cada tarde, incluidos domingos y festivos, me explicó Finito, la madre de Susana salía de casa a las tres y media para acudir al trabajo y no regresaba hasta las ocho por lo menos; siempre les pedía por favor que si venía alguien cogieran el recado. La señora Anita quería que su hija se levantara de la cama lo menos posible. La primera vez que Susana les abrió la puerta de la galería que daba al jardín fue porque ella misma los llamó; se había apagado la estufa, había que traer carbón del cobertizo y ellos lo hicieron. A veces iban porque les pedía algo para leer o eucaliptos para la olla que hervía sobre la estufa, porque la mareaban las flores de un jarrón o simplemente porque se aburría de estar sola.
– Así que pórtate bien con Susanita o lo pagarás caro -concluyó Finito abriendo la verja y franqueándome el paso-. Ya puedes entrar, capullo.
Mientras me adentraba por el pequeño y descuidado jardín, donde las matas de adelfas languidecían a la sombra del sauce y las húmedas rinconadas de lirios se pudrían faltas de sol, me pregunté cómo estos dos charnegos muertos de hambre habían podido adquirir aquella extraña autoridad al hablar de la tísica. Y una vez más me dije que, aunque apenas habían transcurrido cuatro meses desde los días infectados de gas en que solíamos juntarnos en el bar Comulada y en los billares del Juventud, era como si hubiesen pasado años.
3
La señora Anita me recibió con una bata de seda malva ribeteada de marabú ya sin lustre ni vigor, una toalla al hombro y un vaso de vino en la mano. Era de un pueblo de Almería cuyo nombre oí pronunciar por vez primera en boca del capitán Blay: Cuevas de Almanzora. Mantuvo la puerta abierta y me miró con un leve extravío en sus bonitos ojos de cielo velados por una tristeza. Tenía unos treinta y ocho años, el pelo rubio rizado y revuelto, un cuerpo menudo y vivaz y las pupilas más azules que yo jamás había visto. Su rostro fatigado, con los párpados grávidos y la boca despintada, reflejaba una dulzura inerme y agraviada.
– Vengo de parte del capitán Blay -dije-. Por el dibujo…
Me miró un rato como si no entendiera. Luego sonrió:
– Ah, sí. Pasa. Pero me parece que Susana aún no se ha decidido. Esta hija mía es un poco lunática, ¿sabes?
– Si quiere vuelvo otro día.
– No, no, pasa. -Tiró de mi brazo y cerró la puerta-. No se lo digas al pobre Blay, pero la verdad es que me parece una solemne tontería lo que se propone… Pero bueno, será un entretenimiento para la niña, tendrá compañía por las tardes, cuando yo no estoy. ¿Cómo te llamas, guapo?,
– Daniel.
– Daniel. Qué nombre más bonito. Mi Susana se habría llamado igual de haber sido un chico… ¡Daniel y los leones! Siempre me gustó. Bueno, sigue por este pasillo hasta el comedor, a la izquierda está la galería. -Alzando la voz y dirigiéndola al fondo del pasillo añadió -: ¡Cariño, es el chico del dibujo!
No hubo respuesta y yo no me moví. La música de la radio cesó.
– Anda, ven. -La señora Anita se colgó de mi brazo y me llevó-. Y no le hagas mucho caso si te pone mala cara. En realidad te estaba esperando.
Me acompañó un trecho, hasta el umbral de un dormitorio que supuse era el suyo, y me animó con una sonrisa a seguir yo solo hasta la galería. Por dentro, la torre no era tan grande como parecía vista desde fuera. Pero ya en esta primera visita, el corredor en penumbra me confundió: parecía interminable, tan largo que me produjo la extraña sensación, mientras avanzaba por él, de estar rebasando los límites de la torre y de adentrarme en otro ámbito. Caminaba bajo un techo alto de estucados roídos por una lepra y había en las paredes cuadros antiguos en artísticos marcos, espejos modernistas con nubes ciegas y por doquier figuras de mármol y de porcelana en pedestales, algunas descalabradas y acumulando polvo; capté el olor rancio de los muebles y recordé que los padres de Susana habían sido ricos. Los pesados muebles de caoba tenían un aire de armatostes inamovibles, rencorosos y de algún modo peligrosos; parecían los mudos testigos de un drama que hubiese tenido lugar aquí años atrás, y del cual ni Susana ni su madre se hubiesen aún repuesto. Me llegó también, según me acercaba a la galería, el aroma a eucalipto y la humedad cálida y enfermiza del ambiente: una densidad del aire y un olor que no había respirado en ninguna casa y que me produjo una mezcla de excitación y de aprensión. Decidí mantenerme a prudente distancia de la cama de la enferma. Cruzando el comedor vi una garrafa de vino destapada sobre la mesa, y enseguida, al asomar la cabeza a la galería, oí su voz:
– Pasa. ¡Deprisa, hombre, antes de que venga mamá!
La olla humeaba sobre la estufa y el sol pálido penetraba en la galería como en un acuario, bañando la pequeña cama de cabecera metálica arrimada a la pared y la mesilla de noche con un aparato de radio que era una reliquia. En el otro extremo había una mesa camilla, dos sillas y una mecedora blanca. En una de las sillas, de pie y apoyado contra la pared, un cojín con encaje de bolillos a medio hacer. Me sorprendió encontrar a la niña tísica sentada al borde de la cama con la espalda muy erguida, las piernas cruzadas y el camisón subido hasta las rodillas, descalza y con una margarita de trapo en el pelo, los brazos en jarras y la toquilla sobre los hombros. Mantenía la postura con algún esfuerzo y me miraba con ojos confiados y desafiantes, como exigiendo mi aprobación. Yo no podía entonces adivinar que esa rebuscada postura y ese encanto improvisado era el resultado de horas de meditación y de ensayos frente al espejo: se mostraba así porque había decidido que yo la dibujara así, y esa aura de ansiedad que irradiaba su expresión, esas desesperadas ganas de gustar, la pulsión animal que flotaba en los aledaños de sus labios pálidos y secos y en las finas aletas de su nariz era tan intensa y directa que me pareció la muchacha más hermosa que había visto nunca. Su pelo negro enmarcaba una frente translúcida, brillante de sudor, y sus mejillas lucían pequeños rosetones a fuerza de pellizcos, como no tardaría en saber. Tenía el labio superior muy dibujado y grueso y un poco replegado hacia la nariz, por lo que parecía más ancho y carnoso que el inferior y le daba a su boca un aire enfurruñado, infantil y turbador a la vez. No mostraba ojeras ni las mejillas chupadas ni el pecho hundido, no estaba excesivamente pálida ni respiraba con la boca abierta ni nada de eso; no se parecía en absoluto a la muchacha tísica que había imaginado y que nada más verla, sólo con respirar a su lado, podía contagiarme sus humores envenenados y su febril ensoñación en torno a la muerte. Junto a ella, sobre el lecho, había fotos recortadas de revistas y diarios, unas tijeras, un frasco de agua de colonia, una baraja y un gato negro de felpa con ojos verdes de vidrio, sobre cuya cabeza la enferma apoyaba la mano.