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– Yo te conozco -dijo-. Te llamas Daniel.

– Sí.

– Eres el chico que descubrió un gran escape de gas en la plaza Rovira.

– Lo descubrió el capitán Blay.

– Y vives en la calle Cerdeña.

– Sí.

– Y no tienes padre -bajó el tono y añadió -: ¿Verdad?

En su voz anidaba una somnolencia que a ratos se enredaba en una flema adherida a sus cuerdas vocales; pensé que tendría mucha fiebre, y que su voz transmitía de algún modo esa fiebre y esa flema contaminada.

– ¿Verdad que no tienes? -volvió a decir.

– No lo sé.

– ¡¿No sabes si tienes padre o no?! ¡Pues chico, estás tú bien! ¿Eres tonto o qué?

Observé sus uñas cuidadas, pintadas con esmalte rojo cereza.

– Nunca volvió de la guerra -dije-. Pero no sabemos si lo mataron, nadie lo sabe. Podría estar vivo en alguna parte, con la memoria extraviada o malherida, quiero decir, sin acordarse de su familia ni de nada, y no saber volver a casa… Así que no puedo decir que no tengo padre.

Susana me miró con curiosidad y luego dijo:

– Pues como si no lo tuvieras. Lo mismo que yo. -Sacó su pañuelo de debajo de la almohada, lo empapó en agua de colonia del frasco que tenía a mano y se mojó las sienes y el cuello. El pañuelo era de una blancura impoluta. Ahora me miraba con recelo y añadió-: Tú eres un poco rarito, ¿verdad?

– ¿Yo? ¿Por qué? -me encogí de hombros.

Sin apartar sus ojos de mí, ella parecía reflexionar. Luego habló enfurruñada:

– ¿No te han dicho que estoy muy enferma y que no debes acercarte mucho, niño?

– Sí.

– ¿Y sabes lo que tengo?

Tardé un poco en responder:

– Tienes los pulmones enfermos.

– No señor. Los pulmones no. El pulmón. Sólo uno. ¿Y sabes cuál?

– No.

– El izquierdo.

Permaneció callada un rato y sin dejar de escrutar mi cara. Había en su mirada una rebuscada malicia y una voluntariosa crispación que se imponía al mandato de la fiebre y a los agobios de la sangre y que muchas veces, a lo largo de nuestra relación, llegaría a turbarme más que la idea misma del contagio. De pronto pareció muy fatigada, cerró los ojos y suspiró lenta y cuidadosamente, como si temiera hacerse daño. Entonces dije:

– Finito me dio esto para ti -y le entregué las horquillas y el almanaque de Rip Kirby, al que no dedicó ni una mirada. Escogió dos horquillas y mientras se las ponía, recogiendo el pelo sobre la nuca y las pálidas orejas, observé en la mesilla de noche la foto de su padre en un marco de plata: el Kim con un abrigo claro de solapas alzadas, de medio perfil, el ala del sombrero tapándole un ojo y la sonrisa ladeada. En sus ojos sombríos anidaba una luz socarrona, el chispazo de la aventura.

– ¿Es verdad que sabes dibujar? -dijo Susana.

– Un poco.

Abrí la carpeta y le enseñé los dibujos que había escogido, uno de un almendro en flor, una bruma rosada copiada del natural en el Baix Penedès, y dos del parque Güell que a mí me gustaban mucho por su colorido; uno del dragón de cerámica de la escalera y otro del banco ondulante de la plaza con la silueta de Barcelona al fondo. No le entusiasmaron, y le mostré una lámina que llevaba de reserva: Gene Tierney con un vestido verde muy ceñido y sentada sobre el mostrador de un casino, insinuante y despeinada, el humo del cigarrillo enroscado en su cara. La había copiado del programa de mano de una película y estaba regular el dibujo, no tenía mérito, ni siquiera se parecía mucho, pero fue el que más le gustó.

– Éste está muy bien. Qué guapa. -Me devolvió la carpeta, se quitó las horquillas y se soltó nuevamente el pelo, descruzó las rodillas y volvió a cruzarlas y añadió bajando la voz -: ¿Mamá sigue en el baño?

– No lo sé.

– Tenemos que darnos prisa. Si me ve fuera de la cama le da el ataque.

– Humedeció sus labios con la lengua, los mordisqueó, se pellizcó las

mejillas-. Ahora mírame. ¿Qué tal?

No supe qué contestar. De pronto parecía una pepona. Insistió:

– ¿Estoy bien así? -No te entiendo.

– Así como estoy, sentada en la cama. Quiero que me dibujes así, como si ya estuviera curada y a punto de salir a la calle, con colores en las mejillas y zapatos y un vestido verde que todavía no puedo ponerme pero que un día te enseñaré. Nada de camisón y toquilla de lana, nada de lo que ves. Debería tener algo en las manos… un espejo, o un bolso muy bonito que me regaló papá. ¿Qué te parece, sabrás hacerlo?

Le dije que eso no era lo convenido con el capitán Blay y que yo tenía instrucciones de dibujarla postrada en la cama, muy pálida y respirando el humo tóxico de la chimenea de la fábrica…

– ¡Y con grandes ojeras y la cara chupada y hecha una birria, vamos! -me cortó otra vez enfurruñada-. Una pobre tísica a punto de diñarla. ¡Pues no!

– Tampoco es eso -dije para animarla-: Se te ve casi curada. Vaya, estupendamente. Pero el capitán quiere que en el dibujo se te vea de otra manera…

– ¡Sé muy bien lo que quiere el viejo locatis!

Estaba muy contrariada y descompuso la estudiada postura, creyó oír los pasos de su madre y se metió apresuradamente en la cama, la espalda apoyada en los almohadones y estirando las sábanas y el edredón celeste hasta su pecho. Pero su madre no apareció.

– Pues así no quiero que me dibujes -añadió sin mirarme-. Metida en la cama y tosiendo como una pánfila, no.

– Bueno, podrías estar echada encima, como si descansaras… No te sacaré muy pálida, vaya, lo menos posible. Y puedes llevar una flor en el pelo, si quieres. Si el dibujo fuera para ti, lo haría a tu gusto.

Susana movió la cabeza despacio y me miró con curiosidad.

– Es que no lo quiero para mí -reflexionó unos segundos y volvió a animarse-. Está bien, haremos una cosa. Dejaré que me dibujes para el capitán así, como una niña tótila rodeada de medicinas; pero con una condición: me harás otro dibujo en la postura que yo te diré, vestida y peinada como yo te diré, en colores y de lo más bonito. El retrato de una chica más alegre y más guapa, un retrato en el que se me ha de ver tal como seré dentro de muy poco, de unos meses…

– El dibujo para el capitán también será bonito, ya verás.

– Ése no me importa. -Cogió el gato de felpa y lo apretó contra su

pecho-. Puedes dibujarme fea y esmirriada y con la cara blanca como la cera y los ojos colorados de fiebre, y hasta escupiendo sangre, me da igual. Pero el otro sí me importa, porque es para mandárselo a mi padre y no quiero que me vea enferma y birriosa. ¿Entiendes?

– Sí.

– Será un regalo sorpresa para él, ¿entiendes?

– Que sí, que sí.

– Entonces, ¿lo harás?

– Espero que me salga bien…

– ¡Pues claro! ¡Te quedará precioso!

– ¿Y de fondo ponemos también la chimenea y el humo que te envenena, como en el dibujo para el capitán Blay?

Se encogió de hombros.

– Me da igual. No tiene nada que ver conmigo ni puede afectarme, ni ese asqueroso humo ni el olor a gas ni nada de nada de lo que pasa por ahí… Nada.

– ¿Por qué lo dices?

Sus ojos brillantes me miraban fijamente, pero no parecían verme.

– Porque muy pronto me iré lejos de aquí -dijo con una sonrisa maliciosa-. Por eso, niño.

4

El dibujo que había de ser tendenciosamente conmovedor y que había de salvar milagrosamente a la niña tuberculosa y al barrio entero de una muerte lenta y segura, lo empecé muy ilusionado un lunes por la tarde, y ese día nada me salió bien. Ni un solo trazo, machacado una y mil veces, estaba en su sitio. Miraba mucho a la enferma entornando los ojos para medir y apresar la desfallecida armonía de su cuerpo frágil y aviesamente postrado entre cojines y vapores de eucalipto -burlándose de mi artificiosa puesta en escena, ella se contorsionaba y exageraba la postura estilo dama de las camelias muriéndose derrengada con medio cuerpo y una pierna colgando fuera de la cama-, pero lo que salía del lápiz era de pena. Por no malgastar papel de barba, torturaba esbozos en un cuaderno escolar. Renuncié momentáneamente a la figura para dedicarme a la vidriera de la galería, a la estufa y a la fatídica chimenea, que en realidad no veía desde donde yo estaba, y el resultado fue el mismo. Había un problema de perspectiva que no era capaz de resolver.

– Ya te dije que si me sacabas así de pánfila y carcomida, con el pecho hundido y ojos de besugo, te saldría una birria de dibujo -dijo Susana cogiendo la baraja de la mesilla-. ¿Por qué no empiezas el otro?

– Primero éste. El capitán me lo pidió antes que tú.

– Déjalo ya, anda. -Desplegó la baraja ante su cara como si fuera un abanico y dejó asomar los ojos risueños-. ¿Jugamos al siete y medio?