Esbocé una sonrisa y dije:
– O sea, quiere que nos presentemos allí y digamos: eh, ¿estáis seguros de que la noche pasada vuestro médico veía tres en un burro? ¿Seguro que no iba demasiado borracho para distinguir entre un ataque cardíaco y un homicidio?
– Hemos de comprobarlo -dijo ella-. No me gustan las coincidencias.
– ¿Qué cree que pasó ahí dentro?
– Un intruso -respondió-. La señora Kramer se despertó al oír ruidos en la puerta, se levantó de la cama, cogió una escopeta que tenía a mano, bajó y se dirigió a la cocina. Era una mujer valiente.
Asentí. Las esposas de los generales, duras como ellas mismas.
– Pero lenta -prosiguió Summer-. El intruso ya había llegado al despacho y consiguió golpearla con la barra que había utilizado en la puerta, cuando ella pasaba por delante. Él era más alto, unos treinta centímetros, y seguramente diestro.
Guardé silencio.
– Entonces ¿vamos al Walter Reed?
– Sí -dije-. Saldremos en cuanto hayamos terminado aquí.
Usamos el teléfono de pared de la cocina para llamar a la policía de Green Valley. Después le dimos la noticia a Garber. Dijo que se reuniría con nosotros en el hospital. Luego esperamos. Summer vigilaba la parte delantera de la casa y yo la de atrás. No pasó nada. Al cabo de siete minutos llegaron los polis. Formaban un pequeño convoy, dos coches patrulla, uno de detectives sin distintivo y una ambulancia. Con las luces y las sirenas funcionando. Los oímos cuando aún estaban casi a un kilómetro. Aullaron por el camino de entrada y luego se apagaron. Summer y yo retrocedimos mientras todos pasaban por delante en tropel. Ya no teníamos nada que hacer allí. La esposa de un general es un civil, y la casa caía dentro de una jurisdicción civil. No suelo dejar que estas menudencias entorpezcan mi labor, pero el lugar ya me había dicho lo que yo necesitaba saber. Así que estaba dispuesto a quedarme quietecito y apuntarme unos tantos a favor ateniéndome a las normas. Esos tantos podrían ser útiles en el futuro.
Un policía nos acompañó durante veinte largos minutos mientras los otros husmeaban dentro. Luego salió un detective de traje para hacernos preguntas. Le explicamos lo del ataque cardíaco de Kramer, el viaje a la casa de la viuda, la puerta forzada. Se llamaba Clark y no tuvo ningún problema con nada de lo que le dijimos. Su problema era el mismo que el de Summer. Los dos Kramer habían muerto la misma noche estando separados por un montón de kilómetros, lo que era una coincidencia, y a Clark las coincidencias le gustaban tan poco como a Summer. Empecé a lamentarlo por Rick Stockton, el adjunto al jefe de Carolina del Norte. Bajo esta nueva luz, su decisión de dejar que me llevara el cadáver de Kramer acabaría pareciendo equivocada, ya que la mitad del rompecabezas quedaba en manos militares. Esto iba a generar algún conflicto.
Dimos a Clark un número de teléfono para localizarnos en Bird y a continuación volvimos al coche. Calculé que hasta D.C. había unos ciento diez kilómetros. Otra hora y diez. Tal como conducía Summer, quizá menos. La teniente arrancó, tomó otra vez la autopista y pisó el acelerador hasta que el Chevy empezó a vibrar como a punto de desmontarse.
– Vi el maletín en las fotografías -dijo ella-. ¿Usted también?
– Sí.
– ¿Le afecta ver gente muerta?
– No -contesté.
– ¿Cómo es eso?
– No lo sé. ¿Y a usted?
– Sí me afecta un poco.
No dije nada.
– ¿Cree que fue una coincidencia? -inquirió Summer.
– No. No creo en las coincidencias.
– Entonces cree que en la autopsia pasaron algo por alto.
– No -dije-. Creo que seguramente la autopsia fue correcta.
– Entonces ¿por qué vamos a D.C.?
– Porque tengo que pedir perdón al forense. Lo metí en esto al mandarle el cadáver de Kramer. Ahora va a tener a los civiles fastidiándole un mes entero. Eso le cabreará un montón.
Pero no era el forense sino la forense, y tenía un carácter tan alegre que dudé de que le duraran mucho los cabreos. Nos encontramos con ella en la sala de espera del Centro Médico del Ejército Walter Reed a las cuatro de la tarde del día de Año Nuevo. Aquello era como el vestíbulo de cualquier hospital. Del techo colgaban adornos festivos que ya presentaban un aspecto deslucido. Garber había llegado antes que nosotros. Se hallaba sentado en una silla de plástico. Era un hombre menudo y no parecía sentirse incómodo. Estaba tranquilo. No se presentó a Summer. Ella se quedó a su lado. Yo me quedé apoyado contra la pared. La doctora estaba delante de nosotros con un fajo de notas en la mano, como si estuviera dando clase a un reducido grupo de alumnos aplicados. En su bolsillo ponía «Sarah McGowan». Era joven y morena, llena de vida, extrovertida.
– El general Kramer murió por causas naturales -explicó-. Ataque cardíaco, anoche, entre las once y la medianoche. No caben dudas. Si quieren verificarlo, encantada, pero será una pérdida de tiempo. La toxicología es inequívoca. Las pruebas de fibrilación ventricular son indiscutibles, y la placa arterial era enorme. Así que, desde el punto de vista forense, la única duda de ustedes podría ser si, por casualidad, alguien estimuló eléctricamente la fibrilación en un hombre que, en cualquier caso, iba a padecerla casi con toda seguridad en el plazo de minutos u horas, o quizá días, o semanas.
– ¿Cómo se haría eso? -preguntó Summer.
McGowan se encogió de hombros.
– Una zona amplia de piel tendría que estar húmeda. En dos palabras, el tipo debería estar en una bañera. Entonces, si se aplica corriente eléctrica al agua, puede conseguirse fibrilación sin señales de quemaduras. Pero el tío no estaba en ninguna bañera, y no hay indicios de que hubiera estado.
– ¿Y si la piel no estuviera mojada?
– En ese caso quedan quemaduras. Y no las vi, y eso que le examiné la piel centímetro a centímetro con una lupa. No había quemaduras ni marcas hipodérmicas, nada.
– ¿Y qué hay del shock, la sorpresa o el miedo?
La doctora volvió a encogerse de hombros.
– Es posible, pero sabemos lo que estaba haciendo, ¿no? Esa clase de excitación sexual repentina es un determinante típico.
Nadie hizo comentarios.
– Causas naturales, amigos -prosiguió McGowan-. Tan sólo un fulminante ataque al corazón. Cualquier forense del mundo dictaminaría lo mismo. Lo garantizo plenamente.
– De acuerdo -dijo Garber-. Gracias, doctora.
– He de disculparme -dije yo-. Durante un par de semanas, tendrá usted que repetir cada día todo esto a unas dos docenas de policías civiles.
Ella sonrió.
– Imprimiré un comunicado oficial.
A continuación nos miró a todos, uno tras otro, por si había más preguntas. No las hubo, y ella sonrió nuevamente y se alejó cruzando una puerta con paso despreocupado. Yo la miré embobado, y los adornos del techo se agitaron y se calmaron y toda la sala de espera quedó en silencio.
Permanecimos en silencio unos instantes.
– Muy bien -soltó Garber-. Asunto concluido. Ninguna discusión respecto al propio Kramer, y lo de su esposa es un crimen civil. Está fuera de nuestro alcance.
– ¿Conocía usted a Kramer? -le pregunté.
Garber negó con la cabeza.
– Sólo su fama.
– ¿De qué tenía fama?
– De arrogante. Era de Blindados. El tanque Abrams es el mejor juguete del ejército. Esos tíos controlan el mundo, y lo saben.
– ¿Sabe algo de la mujer?
Garber torció el gesto.
– He oído que pasaba bastante tiempo en su casa de Virginia. Era rica, pertenecía a una familia de abolengo. Vamos a ver, cumplía con su obligación. Pasaba temporadas junto a su esposo en Alemania, pero poco tiempo, sólo cuando estaba justificado. Se ha visto ahora. En el XII Cuerpo me dijeron que estaba en su casa de vacaciones, lo que parece normal, aunque en realidad había venido a pasar la festividad de Acción de Gracias y no la esperaban allí hasta la primavera. O sea que, a decir de todos, los Kramer no estaban demasiado unidos. Ni hijos ni intereses compartidos.