– ¿Cuál es el trato? -le pregunté.
Ella sonrió tímidamente, como si nunca le hubieran hecho una pregunta así. Luego me dijo que podía verla actuar a cambio de propinas de dólar, o podía gastarme diez para un pase privado en un cuarto trasero. Explicó que en el pase privado podía estar incluido tocar, y para asegurarse de que la entendía me pasó la mano por el interior del muslo.
Entendí cómo un hombre podía caer en la tentación. La chica era mona. Tendría unos veinte años, salvo por los ojos, que parecían de una mujer de cincuenta.
– ¿Y por qué no algo más? -sugerí-. ¿Hay algún sitio donde podamos ir?
– Podemos hablarlo durante el pase privado.
Me cogió de la mano y me condujo por delante de la puerta del camerino y a través de una cortina de terciopelo hasta una habitación oscura que había tras el escenario. No era pequeña, de unos nueve por seis. Un banco tapizado recorría todo el perímetro. Tampoco era tan privada. Había allí unos seis tíos, cada uno con una mujer desnuda en el regazo. La rubia me guió hasta el banco y me hizo sentar. Esperó a que yo sacara la cartera y le diera los diez pavos. Acto seguido se me puso encima arrimándose con fuerza. Por el modo en que se sentaba me resultó imposible no ponerle la mano en el muslo. Su piel era cálida y suave.
– Así pues, ¿dónde podríamos ir? -inquirí.
– Tienes prisa, ¿eh? -soltó. Cambió de posición y se levantó la falda por encima de las caderas. No llevaba nada debajo.
– ¿De dónde eres? -le pregunté.
– Atlanta.
– ¿Cómo te llamas?
– Sin -dijo.
«Pecado.» Debía de ser su nombre de guerra.
– ¿Y tú? -preguntó ella.
– Reacher. -No tenía sentido que me cambiase el nombre. Acababa de llegar de mi visita a la viuda, luciendo aún el clase A, con mi apellido grande y claro en el bolsillo derecho de la chaqueta.
– Un bonito nombre -dijo mecánicamente. Casi seguro que se lo decía a todo el mundo. «Quasimodo, Hitler, Stalin, Pol Pot, un bonito nombre.» Movió la mano. Comenzó por el botón de arriba de mi chaqueta, que desabrochó toda. Me pasó los dedos por el pecho, bajo la corbata, hasta el cuello de la camisa.
– Al otro lado de la calle hay un motel -dije.
Ella asintió contra mi hombro.
– Ya lo sé -dijo.
– Estoy buscando a la que fue anoche allí con un soldado.
– ¿Estás de broma?
– No.
Se apartó dándome un empujón.
– ¿Estás aquí para pasarlo bien o para hacer preguntas?
– Preguntas -dije.
Se quedó callada.
– Estoy buscando a la que fue anoche al motel con un soldado.
– No seas ingenuo -replicó-. Todas vamos al motel con soldados. En la calzada prácticamente hay un surco marcado. Fíjate y lo verás.
– Estoy buscando a alguien que regresó quizás un poco antes de lo habitual.
No respondió.
– Tal vez estaba algo asustada -añadí.
Siguió callada.
– A lo mejor conoció al tipo aquí -dije-. Quizá recibió una llamada a primera hora.
Levantó el culo de mis rodillas y se bajó la falda todo lo que pudo, que no era mucho. Después pasó los dedos por el distintivo de mi solapa.
– Nosotras no respondemos preguntas -dijo.
– ¿Por qué no?
Echó un vistazo a la cortina de terciopelo, como si mirara a través de ella y de la sala hasta la caja registradora de la barra.
– ¿Él? -solté-. Te aseguro que no es ningún problema.
– No le gusta que hablemos con polis.
– Esto es importante. El tipo era un soldado importante.
– Todos os creéis importantes.
– ¿Hay aquí alguna chica de California?
– Unas cinco o seis.
– ¿Alguna había trabajado en Fort Irwin?
– No lo sé.
– Bien, pues el trato es el siguiente -dije-. Voy a ir a la barra. Pediré otra cerveza. Estaré diez minutos tomándola. Tú me traes la chica que tuvo el problema anoche. O me dices dónde puedo encontrarla. Dile que en realidad no hay ningún problema. Dile que nadie la va a meter en ningún lío. Ya verás como lo entiende.
– ¿Si no, qué?
– Si no, sacaré a todo el mundo de aquí a patadas y pegaré fuego al local. Tendrás que buscarte clientes en otro sitio.
La chica volvió a mirar la cortina.
– No te preocupes por el gordo -dije-. Si se cabrea o se queja de algo, le rompo otra vez la nariz.
Permaneció inmóvil, sin decidirse.
– Es un asunto importante -insistí-. Si lo arreglamos ahora, nadie se verá en apuros. Si no, alguien acabará fastidiado de veras.
– No sé -dijo, aún indecisa.
– Corre la voz -dije-. Diez minutos.
La alcé de mi regazo, le di una palmada en el trasero y la vi desaparecer por la cortina. Un minuto después salí yo y me abrí paso hasta la barra. Llevaba la chaqueta desabrochada. Se notaría que no estaba de servicio. No quería dar la noche a nadie.
Pasé doce minutos bebiendo otra cerveza nacional carísima. Observé trabajar a las camareras y las putas. Vi al grandullón de la cara de mapa moverse a través de la gente apiñada, mirando aquí y allá, comprobando cosas. Esperé. Mi nueva amiga rubia no aparecía. Y no la veía por ninguna parte. El local estaba abarrotado y oscuro. La música sonaba atronadora. Había luces estroboscópicas y ultravioletas, y toda la escena revelaba una gran confusión. Los ventiladores zumbaban, pero el aire se notaba caliente y viciado. Estaba cansado y empezaba a dolerme la cabeza. Abandoné el taburete y traté de recorrer el lugar. La rubia se había esfumado. Di otra vuelta. Nada. El sargento de las Fuerzas Especiales me detuvo en mitad de mi tercer recorrido.
– ¿Está buscando a su novia? -dijo.
Asentí. Él señaló la puerta del camerino.
– Creo que la ha metido en un lío.
– ¿Qué clase de lío?
Sólo levantó la palma izquierda y le propinó un golpe con el puño derecho.
– ¿Y usted no ha hecho nada? -solté.
Se encogió de hombros.
– El poli es usted, no yo -replicó.
La puerta del camerino era un simple rectángulo de contrachapado pintado de negro. No llamé. Supuse que las mujeres que lo utilizaban no eran recatadas. Sólo empujé y entré. Bombillas encendidas y montones de prendas de vestir y la peste del perfume. Había tocadores con espejos de luces. Sin estaba sentada en un viejo sofá de terciopelo rojo. Llorando. En su mejilla izquierda se distinguía el contorno de una mano. El ojo derecho, cerrado por la hinchazón. Imaginé que había sido un bofetón doble, primero un derechazo y luego de revés. Dos golpes contundentes. La habían sacudido bien. Había perdido el zapato izquierdo. Advertí señales de agujas entre los dedos del pie. Los adictos que se dedican al negocio del porno a menudo se inyectan ahí para que las marcas no se vean. Modelos, putas, actrices.
No le pregunté si se encontraba bien. Habría sido una pregunta estúpida. Sobreviviría, pero no iba a trabajar durante una semana. No hasta que el ojo pasara del negro al amarillo y el maquillaje pudiese disimularlo. Me quedé allí de plantón hasta que me vio con el ojo bueno.
– Largo de aquí -espetó. Apartó la vista-. Cabrón -soltó.
– ¿Aún no has encontrado a la chica?
Me fulminó con la mirada.
– No había ninguna chica -dijo-. He preguntado por ahí a todo el mundo. Y anoche nadie tuvo ningún problema. Nadie.
Hice una breve pausa.
– ¿Hoy falta alguien que debería estar?
– Estamos todas -contestó-. Todas tenemos deudas de la Navidad.
Guardé silencio.
– Has hecho que me pegaran por nada -soltó.
– Lo lamento -dije-. De verdad.
– Largo de aquí -repitió sin mirarme.
– De acuerdo -dije.
– Cabrón.
La dejé allí sentada y me abrí paso a duras penas entre la multitud apiñada en torno al escenario, entre la multitud que había en la barra, a través del atasco de la entrada hasta llegar a la puerta. Cara de mapa se hallaba ahí, de nuevo en las sombras, tras la caja registradora. Calculé dónde estaba su cabeza en la negrura y con la mano derecha le abofeteé en la oreja, lo bastante fuerte para desequilibrarlo.