Se encogió de hombros.
– Creí que a lo mejor había fuego.
– ¿Fuego?
– En un lugar como éste la gente hace cosas así. Incendian la habitación y luego salen pitando, sólo por divertirse. Fui por algo. No sé. No me parecía normal.
– ¿Cómo sabías qué habitación era?
Se quedó muy callado. Summer lo apremió a que respondiera. Entonces intervine yo. Hicimos de poli bueno y poli malo. Al final el chico reconoció que era la única habitación que iba a estar ocupada toda la noche. Las demás se alquilaban por horas, y los clientes venían a pie desde el bar. Dijo que por eso estaba seguro de que no había ninguna puta en la habitación de Kramer. El se ocupaba de registrarlos, les cobraba y les daba la llave. Controlaba las llegadas y salidas. Por tanto, siempre sabía quién estaba y dónde. Era parte de su trabajo. Una parte sobre la que en principio debía mantener la boca cerrada.
– Me despedirán -dijo.
Parecía a punto de llorar y Summer tuvo que tranquilizarlo. Después nos explicó que había encontrado el cadáver de Kramer, llamado a la policía y hecho salir a todos los clientes por razones de seguridad. Stockton, el adjunto al jefe, había aparecido al cabo de unos quince minutos. Después llegué yo, y cuando me fui al rato, el muchacho reconoció los mismos sonidos del vehículo que había oído antes. El mismo ruido del motor, el mismo chirrido de los neumáticos. Resultaba convincente. Ya había admitido que las putas utilizaban el lugar continuamente, así que no tenía más motivos para mentir. Y los Humvee eran aún relativamente nuevos y raros. Y hacían un ruido característico. De modo que le creí. Le dejamos en su taburete y salimos al frío y al rojizo resplandor de la máquina de Coca-Cola.
– No era una puta -soltó Summer-, sino una mujer de la base.
– Una oficial -precisé-. Quizá de alto rango. Alguien con acceso permanente a su propio Humvee. Ella tiene el maletín. Seguro.
– Será fácil de localizar. Constará en el libro de control de la puerta; hora de salida, hora de entrada.
– Hasta puede que me cruzara con ella en la carretera. Si se marchó a las once y media no estaría de regreso en Bird antes de las doce y cuarto. Yo salía más o menos a esa hora.
– En caso de que volviera directamente a la base.
– Ya.
– ¿Vio usted otro Humvee? -preguntó.
– No.
– ¿Quién cree que es ella?
Me encogí de hombros.
– Ni idea. Alguien a quien él conoció en algún sitio. A lo mejor en Irwin, pero pudo ser en cualquier otra parte. -Fijé la mirada en la gasolinera, viendo pasar los coches por la carretera.
– Tal vez Vassell y Coomer la conocían -apuntó Summer-. Bueno, en caso de que lo suyo con Kramer ya llevara tiempo en danza.
– Sí, tal vez.
– ¿Dónde cree que están?
– No sé -dije-. Pero estoy seguro de que si los necesito los encontraré.
No los encontré yo a ellos sino ellos a mí. Cuando regresé, estaban esperándome en mi despacho prestado. Summer me dejó frente a la puerta y fue a aparcar el coche. Pasé frente a la mesa de fuera. Volvía a estar la sargento del turno de noche, la montañesa del niño pequeño y las preocupaciones con su paga. Hizo un gesto hacia la puerta para indicarme que había alguien dentro. Alguien con mucho más rango que cualquiera de nosotros.
– ¿Hay café? -pregunté.
– La cafetera está encendida -contestó.
Llevé una taza al despacho. Todavía llevaba la chaqueta desabrochada. Y el cabello revuelto. Era la viva imagen de un tío que ha estado peleándose en un aparcamiento. Fui directamente a la mesa y dejé encima el café. Había dos tipos sentados en las sillas para las visitas, mirándome. Ambos lucían uniforme de camuflaje para zonas boscosas. Uno llevaba en el cuello una estrella de general de brigada y el otro un águila de coronel. El general llevaba escrito «Vassell» en su distintivo; y el coronel, «Coomer». Vassell era calvo y Coomer llevaba gafas, y los dos eran lo bastante pomposos y lo bastante viejos y lo bastante bajitos y fláccidos y sonrosados para tener un aspecto vagamente ridículo con aquel uniforme. Parecían miembros del Rotary Club camino de un estrafalario baile de disfraces. La primera impresión fue ésa. No me cayeron muy bien.
Me senté y vi dos papelitos en el centro mismo del cartapacio. El primero era una nota que ponía: «Su hermano ha vuelto a llamar. Urgente.» Esta vez había también un número de teléfono, con el prefijo 202. Washington D.C.
– ¿No saluda a sus superiores? -dijo Vassell desde su silla.
La segunda nota ponía: «Ha llamado el coronel Garber. La policía de Green Valley calcula que la señora K murió aproximadamente a las 2.00.» Doblé ambas notas por separado y las coloqué una junto a la otra debajo del teléfono, de tal forma que podía ver exactamente la mitad de cada una. Alcé la vista a tiempo de advertir la mirada hostil de Vassell.
– Lo siento -dije-. ¿Cuál era la pregunta?
– ¿No saluda usted a sus superiores cuando entra en algún sitio?
– Si están en mi cadena de mando, sí -respondí-. Pero no es el caso.
– No acepto eso como respuesta -replicó.
– Consúltenlo -solté-. Pertenezco a la 110 Unidad Especial. Vamos por nuestra cuenta. Desde un punto de vista estructural, funcionamos en paralelo respecto al resto del ejército. Y si lo piensan bien, así es como ha de ser. Si estuviéramos en su misma cadena de mando no podríamos supervisarles.
– No estoy aquí para que me supervisen, hijo.
– Entonces ¿para qué? Es un poco tarde para una visita de cortesía.
– Estoy aquí para formular preguntas -dijo.
– Pregunte lo que quiera -repuse-. Luego preguntaré yo. ¿Pero sabe cuál será la diferencia?
Vassell no contestó.
– Yo responderé por educación -añadí-, pero usted responderá porque así se lo exige el Código de Justicia Militar.
Siguió callado, mirándome desafiante. Luego miró a Coomer, que le miró a su vez y luego se volvió hacia mí.
– Estamos aquí para hablar del general Kramer -explicó-. Los tres formábamos parte del Estado Mayor.
– Sé quiénes son ustedes.
– Háblenos del general.
– Está muerto -informé.
– Eso ya lo sabemos. Nos gustaría conocer los detalles.
– Sufrió un ataque al corazón.
– ¿Dónde?
– En la cavidad torácica.
Vassell me fulminó con la mirada.
– ¿Dónde murió? -terció Coomer.
– No puedo revelarlo. Guarda relación con una investigación en curso.
– ¿En qué sentido? -inquirió Vassell.
– En un sentido confidencial.
– Fue por aquí cerca -dijo-. Lo sabe todo el mundo.
– Pues eso es lo que hay -solté-. Vamos a ver, ¿sobre qué va la reunión de Fort Irwin?
– ¿Cómo?
– La reunión de Fort Irwin -repetí-. Adonde se dirigían ustedes.
– ¿A qué viene esto?
– He de saber qué asuntos se iban a tratar.
Vassell miró a Coomer, y éste abrió la boca para decir algo cuando sonó el teléfono. Era la sargento de la mesa de fuera. Summer estaba allí y no sabía si dejarla entrar. Le dije que adelante. Así que se oyó un golpecito en la puerta y entró Summer. La presenté y ella acercó una silla a mi escritorio y se sentó a mi lado, frente a ellos. Dos contra dos. Saqué la segunda nota de debajo del teléfono y se la pasé. «La policía de Green Valley calcula que la señora K murió aproximadamente a las 2.00.» La leyó, la dobló de nuevo y me la devolvió. Volví a meterla bajo el teléfono. A continuación pregunté nuevamente a Vassell y Coomer por el orden del día de la reunión, y advertí que su actitud cambiaba. Dejaron de mostrarse reticentes. Fue más un movimiento lateral que un avance. Pero dado que ahora había una mujer en la estancia, sustituyeron la hostilidad manifiesta por una cortesía petulante y condescendiente. Pertenecían a ese ambiente y a esa generación. Odiaban a los PM y seguro que también a las mujeres oficiales, si bien de repente consideraron que debían mostrarse educados.