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– No, para ellos él es sólo un problema táctico. En su nivel, en este asunto no caben sentimentalismos. Estaban amarrados a Kramer, y ahora que ha muerto les preocupa cómo quedan ellos.

– En mejores condiciones para un ascenso, a lo mejor.

– A lo mejor -asentí-. Pero si lo de Kramer se acaba sabiendo, el escándalo puede llevárselos también por delante.

– Deberían estar tranquilos. Usted les ha prometido encubrir el asunto. -En su voz se apreciaba una fría formalidad, como indicando que yo no debía haber prometido tal cosa.

– Protegemos al ejército, Summer -precisé-. Como a la familia. Este es nuestro cometido. -Hice una pausa-. Pero ¿se ha dado cuenta de que después de eso no se han callado? Debían haberse dado por satisfechos. Encubrimiento solicitado, encubrimiento prometido. Pregunta y respuesta, misión cumplida.

– Querían saber dónde estaban las cosas de Kramer.

– Así es. ¿Y sabe qué significa? Que también están buscando el maletín. Por el orden del día. La copia de Kramer es la única que ha escapado a su control. Han venido a comprobar si la tenía yo.

Summer miró en la dirección que había tomado el Mercury. Yo aún alcanzaba a oler los gases del tubo de escape. Un tufo ácido del catalizador.

– ¿Cómo funcionan los médicos civiles? -le pregunté-. Supongamos que usted es mi esposa y yo sufro un ataque cardíaco. ¿Qué hace?

– Llamar al 911.

– ¿Y después?

– Viene la ambulancia y le lleva a urgencias.

– Pongamos que ingreso cadáver. ¿Dónde estará usted?

– Le habré acompañado al hospital.

– ¿Y dónde estará mi maletín?

– En casa. Donde lo haya dejado. -Se quedó callada un instante-. ¿Qué? ¿Cree que anoche alguien fue a la casa de la señora Kramer en busca del maletín?

– Es una secuencia de hechos verosímil -señalé-. Alguien se entera de que Kramer ha muerto de un infarto. Supone que ha ocurrido en la ambulancia o la sala de urgencias, y supone que quienquiera que estuviera con él le ha acompañado. Entonces va a la casa esperando encontrarla vacía y recuperar el maletín.

– Pero él no estuvo en su casa.

– Era una primera tentativa razonable.

– ¿Cree que fueron Vassell y Coomer?

No contesté.

– Es una locura -soltó Summer-. No tienen la pinta.

– No se deje engañar por las pintas. Son del Cuerpo de Blindados. Se han preparado toda su vida para aplastar cualquier cosa que se interponga en su camino. De todos modos, les salva la cuestión horaria. Pongamos que Garber llamó al XII Cuerpo en Alemania a las doce y cuarto como muy pronto. Supongamos también que los del XII Cuerpo llamaron al hotel de aquí a las doce y media, tan pronto les fue posible. Green Valley se halla a setenta minutos de D.C. y la señora Kramer murió a las dos. Eso les habría dado todo lo más un margen de veinte minutos para reaccionar. Acababan de llegar del aeropuerto, de modo que no tenían coche y para conseguir uno habrían tardado un rato. Y desde luego no llevaban encima ninguna barra de hierro. Nadie viaja con una barra de hierro en la maleta por si acaso. Y dudo mucho que en Nochevieja, después de las doce, estuviera abierto el Home Depot.

– O sea que por ahí anda alguien más buscando.

– Hemos de encontrar ese orden del día -dije-. Y clavarlo en el tablón.

Mandé a Summer a hacer tres cosas: primero, una lista del personal femenino de Fort Bird con acceso a un Humvee; segundo, una lista de todos los que pudieran haber conocido a Kramer en Fort Irwin, California; y tercero, ponerse en contacto con el hotel Jefferson de D.C. y averiguar las horas exactas de registro y salida de Vassell y Coomer, así como datos de todas sus llamadas telefónicas, recibidas y efectuadas. Regresé a mi despacho, archivé la nota de Garber, desdoblé la de mi hermano sobre el cartapacio y marqué el número. Joe cogió el auricular tras el primer tono.

– Eh, Joe -dije.

– ¿Jack?

– ¿Qué hay?

– He recibido una llamada.

– ¿De quién?

– Del médico de mamá.

– ¿Sobre qué?

– Se está muriendo.

5

Tras hablar con Joe colgué y llamé al despacho de Garber. No estaba. Así que dejé un mensaje detallando mis planes de viaje y diciendo que estaría setenta y dos horas ausente. No alegué ningún motivo. Volví a colgar y me senté frente al escritorio, petrificado. Al cabo de cinco minutos entró Summer. Traía un fajo de papeles del parque móvil. Supongo que planeaba confeccionar su lista de Humvee inmediatamente, delante de mí.

– He de ir a París -dije.

– ¿París, Tejas? -preguntó-. ¿París, Kentucky? ¿París, Tennessee?

– París, Francia -respondí.

– ¿Por qué?

– Mi madre está enferma.

– ¿Su madre vive en Francia?

– En París -precisé.

– ¿Por qué?

– Porque es francesa.

– ¿Es grave?

– ¿Ser francés?

– No, la enfermedad que tiene.

Me encogí de hombros.

– En realidad no lo sé. Pero creo que sí.

– Lo siento mucho.

– Necesito un coche -dije-. He de ir a Dulles ahora mismo.

– Le llevaré yo -se ofreció-. Me gusta conducir.

Dejó los papeles en la mesa y fue nuevamente en busca del Chevrolet que habíamos utilizado antes. Yo me dirigí al cuartel y en una bolsa de lona del ejército metí una cosa de cada del armario. Luego me puse mi abrigo largo. Hacía frío, y no pensaba que en Europa el tiempo fuera más caluroso. Al menos no a principios de enero. Summer trajo el coche hasta la puerta. Lo mantuvo a cincuenta hasta que estuvimos fuera del perímetro militar. A continuación lo lanzó como si fuera un cohete y puso rumbo norte. Estuvo callada un rato. Pensando. Movía los párpados.

– Si creemos que la señora Kramer fue asesinada por causa del maletín -señaló-, deberíamos decírselo a los polis de Green Valley.

Meneé la cabeza.

– Eso no le devolverá la vida. Y si murió por causa del maletín, nosotros encontraremos a quien lo hizo siguiendo nuestro método.

– ¿Qué quiere que haga mientras usted esté fuera?

– Confeccione las listas -dije-. Examine el registro de la entrada. Encuentre a la mujer, encuentre el maletín, guarde el orden del día en un lugar seguro. Después averigüe a quién llamaron Vassell y Coomer desde el hotel. Quizá mandaron a un chico de los recados en plena noche.

– ¿Cree que eso es posible?

– Cualquier cosa es posible.

– Pero ellos no sabían dónde estaba Kramer.

– Por eso se equivocaron de sitio.

– ¿A quién habrían enviado?

– Seguramente a alguien que compartía plenamente sus intereses.

– Muy bien -dijo.

– Indague también quién era el que los trajo hasta aquí.

– Muy bien.

No volvimos a hablar en todo el trayecto hasta el aeropuerto Dulles.

Me encontré con Joe en la cola del mostrador de Air France. Él había reservado dos plazas para el primer vuelo de la mañana. Ahora estaba en la fila para pagar. Hacía más de tres años que no le veía. La última vez que estuvimos juntos fue en el funeral de nuestro padre. Desde entonces cada uno había ido por su lado.

– Buenos días, hermanito -dije.

Él llevaba abrigo, traje y corbata, y le sentaba todo muy bien. Era dos años mayor que yo. Siempre lo había sido y siempre lo sería. De niño, yo me fijaba en él y pensaba: así seré yo cuando crezca. Ahora me sorprendí pensándolo de nuevo. Desde cierta distancia habrían podido tomarnos a uno por otro. Si nos colocábamos juntos, resultaba evidente que él era dos o tres centímetros más alto y un poco más delgado. Pero sobre todo quedaba claro que era algo mayor. Parecía como si hubiéramos empezado juntos, pero también que él había visto el futuro antes, y que eso le había hecho envejecer y lo había marchitado.