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– ¿Cómo estás, Joe? -dije.

– No puedo quejarme.

– ¿Muy ocupado?

– No te lo imaginas.

Asentí sin comentar nada. A decir verdad, yo no sabía exactamente cómo se ganaba la vida. Seguramente me lo había dicho. No era ningún secreto de estado ni nada de eso. Tenía que ver con el Departamento del Tesoro. Probablemente me había explicado todos los pormenores y yo no le había prestado atención. Ahora parecía tarde para preguntar.

– Estabas en Panamá -dijo-. Operación Causa Justa, ¿no?

– Operación Sólo Porque -dije-. Así la llamábamos nosotros.

– ¿Sólo porque qué?

– Sólo porque podíamos. Sólo porque debíamos tener algo que hacer. Sólo porque tenemos un nuevo comandante en jefe que quiere hacerse el duro.

– ¿La cosa va bien?

– Es como el ogro contra los pitufos. ¿Cómo podía ir de otro modo?

– ¿Ya habéis pillado a Noriega?

– Todavía no.

– Entonces ¿por qué te han destinado otra vez aquí?

– Llevamos veintisiete mil tíos -dije-. Sin mí también saldrán adelante.

Joe sonrió ligeramente y acto seguido puso esos ojos entrecerrados que yo recordaba de nuestra niñez. Ello significaba que estaba elaborando algún razonamiento pedante y enrevesado. Pero llegamos al mostrador antes de que él tuviera tiempo de hablar. Sacó la tarjeta de crédito y pagó los billetes. Quizás esperaba que yo le reembolsara el mío; o quizá no. No dejó clara ni una cosa ni la otra.

– Vamos a tomar un café -dijo.

Seguramente era la única persona del planeta a quien le gustaba el café tanto como a mí. Empezó a tomarlo a los seis años. Yo seguí sus pasos enseguida. Tenía cuatro. Desde entonces ninguno de los dos lo ha dejado. La necesidad que tienen los hermanos Reacher de la cafeína convierte la adicción a la heroína en una entretenida actividad banal de tómalo o déjalo.

Encontramos un sitio con un mostrador en forma de doble uve. Estaba vacío en sus tres cuartas partes. La luz de los fluorescentes era áspera y el vinilo de los taburetes estaba pegajoso. Nos sentamos y apoyamos los antebrazos en la barra, la postura universal que adoptan los viajeros de buena mañana en todas partes. Un tipo con delantal nos puso delante dos tazones sin preguntar. Acto seguido los llenó de café de un termo. Olía a recién hecho. El local estaba cambiando del servicio nocturno ininterrumpido a la carta de desayunos. Oía huevos friéndose.

– ¿Qué pasó en Panamá? -preguntó Joe.

– ¿A mí? -dije-. Nada.

– ¿Qué órdenes tenías allí?

– Supervisión.

– ¿De qué?

– Del proceso -contesté-. Se supone que el asunto de Noriega es judicial. Se supone que comparecerá ante un tribunal norteamericano. Por tanto, se suponía que debíamos echarle el guante con cierta formalidad. De una manera que resulte aceptable cuando lo llevemos ante un juez.

– ¿Ibais a leerle sus derechos según la ley Miranda?

– No exactamente. Pero eso habría sido mejor que ir en plan cowboy.

– ¿Metiste la pata?

– No creo.

– ¿Quién te sustituyó?

– Otro tío.

– ¿Rango?

– El mismo -contesté.

– ¿Una joven promesa?

Tomé un sorbo de café. Negué con la cabeza.

– No le conocía. Pero me pareció un poco gilipollas.

Joe asintió y cogió su tazón. No dijo nada.

– ¿Qué opinas? -pregunté.

– Bird no es una base pequeña -señaló-. Pero tampoco es del todo grande, ¿verdad? ¿En qué estás trabajando?

– ¿Ahora mismo? Murió un dos estrellas y no encuentro su maletín.

– ¿Homicidio?

– Ataque al corazón.

– ¿Cuándo?

– Anoche.

– ¿Después de llegar tú?

No respondí.

– ¿Seguro que no la cagaste en Panamá? -insistió Joe.

– No creo -repetí.

– Entonces ¿por qué te echaron? ¿Hoy estás supervisando el proceso de Noriega y mañana estás en Carolina del Norte sin nada que hacer? Y si ese general no hubiera muerto, seguirías sin tener nada que hacer.

– Recibí órdenes -dije-. Ya sabes cómo es eso. Has de dar por supuesto que saben lo que se hacen.

– ¿Quién firmó las órdenes?

– No lo sé.

– Deberías averiguarlo. Deberías enterarte de quién deseaba tanto que estuvieras en Bird hasta el punto de echarte de Panamá y reemplazarte por un gilipollas. Y deberías descubrir por qué.

El tipo del delantal volvió a llenarnos los tazones. Y nos colocó delante sendos menús plastificados.

– Huevos -pidió Joe-. Bien hechos; beicon y tostadas.

– Tortitas -pedí yo-. Un huevo en lo alto, beicon al lado y mucho almíbar.

El tío recogió los menús y se alejó. Joe se volvió en el taburete y se reclinó en la barra con las piernas estiradas hacia el pasillo.

– ¿Qué dijo el médico exactamente? -pregunté.

Se encogió de hombros.

– No demasiado. No dio datos, ni diagnóstico. Ninguna información real. A los médicos europeos no se les da muy bien comunicar malas noticias. Siempre contestan con evasivas. Además de la cuestión de la confidencialidad, claro.

– Pero nos dirigimos allí por algún motivo.

Joe asintió.

– Sugirió que acaso deberíamos ir. Y luego insinuó que mejor pronto que tarde.

– ¿Qué dice ella?

– Que no es más que una tormenta en un vaso de agua. Pero que siempre seremos bienvenidos.

Terminamos el desayuno y pagué. Después Joe me dio el billete, como si se tratara de una transacción. Yo estaba seguro de que él ganaba más que yo, pero no lo suficiente para que un billete de avión fuera equivalente a un plato de huevos con beicon y tostadas. Pero acepté el trato. Abandonamos los taburetes, nos orientamos y nos encaminamos al mostrador de facturación de equipajes.

– Quítate el abrigo -me dijo.

– ¿Por qué?

– Quiero que el empleado vea tus medallas -explicó-. Misión militar en el extranjero; quizá consigamos alguna ventaja.

– Es Air France -advertí-. Francia ni siquiera forma parte del comité militar de la OTAN.

– El del mostrador de facturación será americano -dijo-. Probemos.

Me quité el abrigo. Lo doblé sobre el brazo y avancé de lado para que se me viera mejor el lado izquierdo del pecho.

– ¿Voy bien? -pregunté.

– Perfecto -dijo él, y sonrió.

Le devolví la sonrisa. En la fila superior, de izquierda a derecha, llevaba la Estrella de Plata, la Medalla del Servicio Superior de la Defensa y la Legión del Mérito. En la segunda fila, la Medalla del Soldado, la Estrella de Bronce y mi Corazón Púrpura. Las condecoraciones de las dos hileras de abajo son pura chatarra. Me las concedieron todas por casualidad y ninguna significa mucho para mí. En todo caso, para lo que sí servirían sería para lograr algún favor del empleado de la compañía aérea. Pero a Joe le gustaban las hileras de arriba. Había prestado servicio cinco años en el servicio de información militar y la chatarra no le entusiasmaba.

Llegamos a la cabeza de la cola y Joe dejó su pasaporte y su billete sobre el mostrador junto con una credencial del Departamento del Tesoro. Acto seguido se colocó tras mi hombro. Dejé en el mostrador el pasaporte y el billete. Mi hermano me dio un golpecito en la espalda. Me volví un poco de lado y miré al empleado.

– ¿Podríamos tener algo más de espacio para las piernas? -le pregunté.

Era un hombre bajito, de mediana edad y aspecto cansado. Alzó la vista hacia nosotros. Entre los dos medíamos casi cuatro metros y pesábamos unos doscientos kilos. El empleado examinó la credencial del Tesoro, miró mi uniforme, tecleó en el ordenador y esbozó una sonrisa forzada.

– Caballeros, les acomodaremos en la parte delantera -dijo.

Joe me dio otro golpecito en la espalda y supe que estaba sonriendo.