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– Reacher al habla -dije.

Hubo una pausa.

– Pensaba que estabas en Panamá -dijo él.

– Recibí órdenes -expliqué.

– ¿Para ir de Panamá a Fort Bird? ¿Por qué?

– No me corresponde a mí preguntar.

– ¿Cuándo fue?

– Hace dos días.

– Vaya trastada, ¿no? -soltó.

– ¿Por qué lo dice?

– Seguramente Panamá era más emocionante.

– No estaba mal -dije.

– ¿Y ya te hacen trabajar en Nochevieja?

– Me ofrecí voluntario. Estoy intentando caer bien.

– Pierdes el tiempo -dijo.

– Una sargento acaba de traerme café.

Guardó silencio.

– ¿Te han llamado para informarte sobre un soldado muerto en un motel?

– Hace ocho minutos -precisé-. Me lo he quitado de encima y he dicho que llamaran al cuartel.

– Pues allí también se lo han quitado de encima y acaban de sacarme de una fiesta para contármelo todo.

– ¿Qué pasa?

– Que el soldado muerto en cuestión es un general de dos estrellas.

– No se me ocurrió preguntar -dije.

Un silencio.

– Los generales son mortales -añadí-. Como todo el mundo.

No hubo respuesta.

– No había nada sospechoso -aduje-. La ha palmado, eso es todo. Ataque cardíaco. Seguramente padecía de gota. No he visto ningún motivo de alarma.

– Es una cuestión de dignidad -dijo Garber-. No podemos cruzarnos de brazos y dejar a un dos estrellas ahí tirado en público. Hemos de hacer acto de presencia.

– ¿Y debo ir yo?

– Preferiría que fuera otro. Pero esta noche seguramente eres el PM de más alto rango que está sobrio. O sea que sí, debes ir tú.

– Tardaré una hora en llegar.

– No va a ir a ninguna parte. Está muerto. Y aún no han encontrado a un forense que esté lo bastante despejado.

– Muy bien -dije.

– Sé respetuoso -aconsejó.

– Muy bien -repetí.

– Y educado -añadió-. Fuera de nuestro terreno estamos en sus manos. Es jurisdicción civil.

– Estoy familiarizado con los civiles. En una ocasión conocí a uno.

– Pero controla la situación -señaló-. Bueno, si hace falta controlarla.

– Seguramente ha muerto en la cama -observé-. Como hace toda la gente.

– Si es preciso, llámame -dijo.

– ¿Está bien su fiesta?

– Estupenda. Mi hija está de visita.

Colgó. Acto seguido llamé al poli que me había dado la noticia y le pedí las señas del motel. Luego dejé el café en mi mesa, salí, se lo expliqué a la sargento y me dirigí al cuartel para cambiarme. Supuse que un acto de presencia requería un verde de clase A, no un uniforme de campaña.

Cogí un Humvee del parque de la PM y salí por la puerta principal. Llegué al motel en menos de cincuenta minutos. Se hallaba a casi cincuenta kilómetros al norte de Fort Bird, tras atravesar el oscuro y vulgar paisaje de Carolina del Norte, formado a partes iguales por centros comerciales, bosques cubiertos de maleza y lo que me pareció que eran campos de boniatos en barbecho. Todo me resultaba nuevo. Nunca antes había prestado servicio allí. Las carreteras estaban despejadas. Todo el mundo se encontraba aún de fiesta. Ojalá pudiera regresar a Bird antes de que todos cogieran sus vehículos y colapsasen las carreteras. Aunque en realidad confiaba en las posibilidades del Humvee en caso de colisión frontal con un vehículo civil.

El motel formaba parte de un conjunto de estructuras comerciales cercanas a un enorme nudo de autopistas. En el centro había una parada de carretera, con una freiduría barata que abría los días de fiesta, y al lado una gasolinera lo bastante grande para atender camiones de dieciocho ruedas. También había un bar sin nombre con mucho neón y sin ventanas, con un letrero luminoso de BAILARINAS EXÓTICAS en color rosa y un aparcamiento del tamaño de un campo de fútbol. Olía a gasoil y había charcos irisados. Se oía una música fuerte procedente del bar, alrededor del cual había coches aparcados en triple fila. Toda la zona brillaba con el amarillo sulfuroso de las altas farolas. El aire nocturno era frío y la niebla se desplazaba en capas. El motel estaba justo al otro lado de la gasolinera. Era una construcción decrépita y de estructura inclinada, con unas veinte habitaciones en toda su longitud. En el extremo de la izquierda se distinguía una oficina con un simbólico porche para vehículos y una máquina de Coca-Cola que zumbaba.

Primera pregunta: ¿por qué un general de dos estrellas iría a un lugar como ése? Casi seguro que si se hubiera alojado en un Holiday Inn no habría habido una investigación del Departamento de Defensa.

Frente a la penúltima habitación había dos coches patrulla estacionados de cualquier manera. Entre ambos se apreciaba un pequeño sedán sin distintivos. Era un Ford sencillo, rojo, de cuatro cilindros, con neumáticos estrechos y tapacubos de plástico. De alquiler, sin duda. Dejé el Humvee al lado de un coche patrulla y salí al fresco. La música del bar se oía más fuerte. Las luces de la penúltima habitación estaban apagadas y la puerta abierta. Supuse que los polis procuraban mantener baja la temperatura interior. Para que el fiambre no oliera demasiado. Tenía ganas de echarle un vistazo. Estaba seguro de que nunca había visto un general muerto.

Tres polis se quedaron en los coches y uno salió a recibirme. Llevaba pantalones de uniforme marrón y una cazadora corta de piel con la cremallera subida hasta el mentón. Sin sombrero. Los distintivos de su cazadora me revelaron que se llamaba Stockton y su rango era adjunto al jefe. De unos cincuenta años, tenía aspecto abatido. Era de estatura mediana y algo fláccido y pesado, pero por el modo en que descifró las insignias de mi chaqueta deduje que era un veterano; como montones de polis.

– Comandante -dijo a modo de saludo.

Asentí. Un veterano, desde luego. Un comandante luce unas pequeñas hojas doradas de roble en la charretera, de unos tres centímetros de ancho, una a cada lado. Aquel tipo las estaba mirando desde abajo y de soslayo, lo cual no era el mejor ángulo de visión. Pero sabía qué eran. Así que estaba familiarizado con los distintivos de rango. Y yo le reconocí la voz. Era el que me había llamado, cuando pasaban cinco segundos de la medianoche.

– Soy Rick Stockton -dijo-, adjunto al jefe.

El hombre estaba tranquilo. Ya había visto montones de ataques cardíacos.

– Soy Jack Reacher. Oficial PM de servicio esta noche.

Él también me reconoció la voz. Sonrió.

– Así pues, ha decidido venir -señaló.

– No me ha dicho que el fallecido era un dos estrellas.

– Pues sí, lo es.

– Sentí curiosidad porque nunca he visto un general muerto -dije.

– Mucha gente tampoco -repuso, y el modo en que lo dijo me indicó que había sido soldado.

– ¿Ejército? -pregunté.

– Marines -contestó-. Sargento primero.

– Mi viejo era marine -dije. Cuando hablaba con marines siempre lo mencionaba. Le da a uno una especie de legitimidad genética. Hace que ellos no te consideren un simple sabueso militar. Pero lo digo de forma vaga. No les digo que mi viejo había sido capitán. Los soldados y los oficiales no ven las cosas con los mismos ojos.

– Humvee -dijo. Miraba mi vehículo-. ¿Le gusta? -preguntó.

Asentí. «Humvee» era la mejor transcripción fonética de HMMWV, o sea Vehículo de Ruedas Multiuso de Alta Movilidad, que lo dice prácticamente todo. Como generalmente en el ejército, donde uno es lo que le ordenan hacer.