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Me desperté a las siete en punto. Joe ya estaba levantado. Quizá no había dormido nada. Tal vez estaba acostumbrado a un estilo de vida más normal que yo. A lo mejor el jet lag le había fastidiado más. Me duché y saqué de la bolsa de lona unos pantalones de faena y una camiseta y me los puse. Encontré a Joe en la cocina. Estaba haciendo café.

– Mamá todavía duerme -dijo-. Seguramente es por la medicación.

– Iré por el desayuno -dije.

Me puse el abrigo y anduve una manzana hasta una pastelería que conocía en la Rue Saint Dominique. Compré cruasanes y pain au chocolat que me llevé a casa en una bolsa de papel encerado. Mi madre seguía en su dormitorio.

– Se está suicidando -dijo Joe-. No podemos dejar que lo haga.

No repliqué.

– ¿Qué? -me instó-. Si ella cogiera un arma y se la llevara a la sien, ¿no se lo impedirías?

Me encogí de hombros y repuse:

– Ya se la ha llevado a la sien. Y hace un año apretó el gatillo. Ahora es demasiado tarde. Ya se ha encargado ella de que así sea.

– ¿Por qué?

– Hemos de esperar que nos lo explique ella misma.

Lo hizo durante una conversación que duró casi todo el día. Transcurrió por partes. Comenzamos en el desayuno. Ella abandonó su habitación, duchada, vestida y con el mejor aspecto que puede tener un enfermo terminal de cáncer con una pierna rota y ayudándose de un andador de aluminio. Volvió a preparar café, colocó los cruasanes en una fuente de porcelana y nos sirvió en la mesa con bastante ceremonia. El modo en que se ocupaba de todo nos hizo retroceder en el tiempo. Volvimos a ser unos niños delgaduchos y ella se convirtió en la matriarca que había sido en otro tiempo. Las esposas y madres de militares no lo tienen fácil; unas llegan a dominar la situación y otras no. Ella siempre logró que el lugar donde viviéramos acabara siendo un hogar. Puso todo su empeño en que así fuera.

– Nací a trescientos metros de aquí -dijo-. En la Avenue Bosquet. Desde la ventana veía Les Invalides y la École Militaire. Cuando los alemanes llegaron a París tenía diez años y pensé que era el fin del mundo. Cuando se marcharon tenía catorce y pensé que era el principio de un mundo nuevo.

Joe y yo no dijimos nada.

– Desde entonces, cada día ha sido un dividendo adicional -prosiguió-. Conocí a vuestro padre, os tuve a vosotros, viajé por el mundo. No creo que haya un solo país en el que no haya estado.

Seguimos callados.

– Yo soy francesa -continuó-. Vosotros sois americanos. Hay una diferencia enorme. Si un americano cae enfermo, se siente agraviado. ¿Cómo puede pasarle esto a él? Hay que arreglar la avería enseguida, inmediatamente. Pero los franceses entendemos que primero uno vive y luego muere. No es ningún agravio, sino algo que viene sucediendo desde el origen de los tiempos. Si la gente no muriera, el mundo sería ahora mismo un lugar espantosamente abarrotado.

– Se trata de cuándo muere uno -señaló Joe.

Mi madre asintió.

– Así es -dijo-. Uno muere cuando le llega la hora.

– Eso es demasiado pasivo.

– No; es realista, Joe. Se trata de seleccionar las batallas. Claro, por supuesto que curamos las cosas pequeñas. Al que sufre un accidente le hacen un remiendo. Pero hay batallas que no se pueden ganar. Pensad que he reflexionado en todo esto muy en serio. He leído libros. He hablado con amigos. Una vez que han empezado a manifestarse los síntomas, los índices de curación son muy bajos. Una supervivencia de cinco años, el diez por ciento, el veinte, ¿para qué? Y esto después de tratamientos verdaderamente atroces.

«Se trata de cuándo muere uno.» Pasamos la mañana dando vueltas a esa frase de Joe. La analizamos partiendo de un enfoque y de otro. Pero la conclusión era siempre la misma: «Algunas batallas no se pueden ganar.» De todos modos era una cuestión discutible, pero debía haber tenido lugar un año antes. Ahora ya no venía al caso.

Joe y yo almorzamos. Mi madre no. Esperé que mi hermano formulara la siguiente pregunta obvia, que flotaba sin más en el aire. Al final la hizo. Joe Reacher, treinta y dos años, metro noventa y cinco, cien kilos, graduado en West Point, un pez gordo del Departamento del Tesoro, colocó las palmas en la mesa y miró a mi madre a los ojos.

– ¿No nos echarás de menos, mamá? -dijo.

– Pregunta incorrecta -replicó-. Estaré muerta. No echaré en falta nada. Sois vosotros quienes me extrañaréis a mí. Como extrañáis a vuestro padre. Igual que le echo de menos yo, o como echo de menos a mi padre, a mi madre y a mis abuelos. Forma parte de la vida echar en falta a los muertos.

No dijimos nada.

– En realidad me estás haciendo otra pregunta -prosiguió ella-. Me estás preguntando: ¿Cómo puedes abandonarnos? Me estás preguntando: ¿Ya no te preocupan nuestras cosas? ¿No quieres saber cómo nos va la vida? ¿Ya no tienes interés en nosotros?

Seguimos callados.

– Lo entiendo -continuó-. De veras, lo entiendo. Yo me hacía las mismas preguntas. Es como salir del cine. Que te hagan salir del cine donde estás viendo una película que te gusta mucho. Eso es lo que me molestaba. Ya nunca sabría cómo terminaba. Nunca sabría qué os pasaba al final a vosotros, chicos, cómo os iba en la vida. Esto no lo soportaba. Pero luego reparé en que evidentemente tarde o temprano saldría del cine. Quiero decir que nadie vive para siempre. Jamás sabré qué os pasa a vosotros al final. Nunca sabré qué es de vuestra vida. El final, nunca. Ni en las mejores circunstancias. Lo comprendí. Entonces no pareció importar demasiado cuándo llegase el día. Será siempre una fecha arbitraria. Siempre me quedaré deseando más.

Hubo un largo silencio.

– ¿Cuánto? -preguntó Joe.

– No mucho -contestó ella.

Otro silencio.

– Ya no me necesitáis -añadió mi madre-. Ya sois mayores. He hecho mi trabajo. Es natural, y está bien así. Es la vida. Así que dejadme ir en paz.

A las seis de la tarde ya habíamos agotado el asunto. Hacía una hora que ya nadie hablaba. De pronto mi madre se irguió en la silla.

– Salgamos a cenar -dijo-. Vamos a Polidor, en la Rue Monsieur le Prince.

Llamamos un taxi que nos llevó al Odéon. Luego caminamos. Así lo quiso mi madre. Iba enfundada en un abrigo, nos agarraba del brazo y se movía despacio y con torpeza, pero creo que el aire fresco le sentó bien. La Rue Monsieur le Prince divide la esquina que forman el Boulevard Saint Germain y el Boulevard Saint Michel, en el Sixième Arrondisement. Acaso sea la calle más parisina de toda la ciudad. Estrecha, llena de contrastes, ligeramente sórdida, flanqueada por altas fachadas revocadas, muy animada. Polidor es un viejo y célebre restaurante. Uno se siente como si allí hubiera comido toda clase de gente: gourmets, espías, pintores, fugitivos, policías, ladrones.

Pedimos los mismos platos. Chèvre chaud, porc aux pruneaux, dames blanches. También un excelente vino tinto. Pero mi madre no comió ni bebió nada. Se dedicó a observarnos. Su rostro reflejaba dolor. Joe y yo comimos, cohibidos. Ella hablaba exclusivamente del pasado, pero sin tristeza. Revivía buenos tiempos. Se reía. Pasó el dedo por la cicatriz de la frente de Joe y a mí me regañó por habérsela hecho años atrás, como era su costumbre. Yo me subí la manga como solía hacer y le enseñé dónde me había golpeado él con un cincel para vengarse, y entonces ella regañó también a Joe. Habló de cosas que habíamos hecho en la escuela. De fiestas de cumpleaños que habíamos organizado, de siniestras y remotas bases militares en tierras calurosas o frías. Habló de nuestro padre, de cómo le conoció en Corea, de cuando se casó con él en Holanda, de su estilo poco atento, de los dos ramos de flores que le había comprado en los treinta y tres años que habían pasado juntos, uno cuando nació Joe y otro cuando nací yo.