El cuartel de la 110 era básicamente una oficina y unas instalaciones de suministros. No había celdas ni espacios de detención seguros. Me encerraron en una sala de entrevistas. Tiraron mi bolsa sobre la mesa y cerraron la puerta dejándome solo. Era una habitación en la que yo había encerrado a otros antes. Así que sabía cómo funcionaba. Uno de los W3 estaría apostado en el pasillo. Quizá los dos. De modo que incliné hacia atrás la sencilla silla de madera, apoyé los talones en la mesa y esperé.
Esperé una hora. Estaba incómodo, y hambriento y deshidratado por el viaje. Supuse que si ellos lo hubieran sabido me habrían tenido aguardando dos horas. O más. El caso es que volvieron al cabo de sesenta minutos. El W4 me indicó con la barbilla que me levantara y lo siguiera. Los W3 se colocaron detrás. Me hicieron subir dos tramos de escaleras. Me hicieron doblar a la izquierda y a la derecha por sombríos corredores desnudos. Entonces no tuve dudas sobre el lugar al que nos dirigíamos. El despacho de Leon Garber. Pero no sabía el motivo.
Me hicieron parar delante de la puerta. Era de vidrio serigrafiado en el que ponía OM en letras doradas. Había estado allí muchas veces pero nunca detenido. El W4 llamó, esperó, abrió la puerta y dio un paso atrás para que yo entrase. Cerró la puerta a mi espalda y se quedó en el otro lado, en el pasillo con sus hombres.
Tras la mesa de Garber había un hombre que no conocía. Un coronel, en uniforme de campaña. En su identificación se leía «Willard, Ejército de EE.UU.». Tenía el cabello de un gris hierro y con raya estilo colegial. Necesitaba arreglárselo un poco. Llevaba gafas de montura metálica y mostraba una de esas caras tristes y con patas de gallo de los que ya parecen viejos a los veinte. Era de poca estatura y relativamente achaparrado y el modo en que sus hombros no lograban encajar bien en el uniforme revelaba que no se pasaba por el gimnasio. Le costaba estarse quieto. Se balanceaba hacia la izquierda y tiraba de sus pantalones donde lo apretaban, por encima de la rodilla derecha. No llevaba yo diez segundos en la habitación y él ya había cambiado de posición tres veces. Quizá padecía hemorroides, o estaba nervioso. Sus manos eran fláccidas, de uñas descuidadas. No llevaba anillo de boda. Divorciado, seguro. Tenía toda la pinta. Ninguna esposa le dejaría ir por ahí con ese pelo. Y ninguna esposa habría soportado tanto balanceo y tanto tic nervioso. Al menos no por mucho tiempo.
Yo debería haberme puesto firmes, saludar y anunciar: «Se presenta el comandante Reacher, señor.» Pero no pensaba hacerlo ni loco. Me limité a echar una mirada perezosa alrededor y me paré tranquilamente frente a la mesa.
– Quiero explicaciones -soltó el tal Willard, y se removió de nuevo en la silla.
– ¿Quién es usted? -pregunté.
– Puede leer quién soy.
– Puedo leer que es un coronel del ejército que se llama Willard. Pero no puedo explicarle nada antes de saber si está en mi cadena de mando.
– Yo soy su cadena de mando, hijo. ¿Qué pone en la puerta?
– Oficial al mando -contesté.
– ¿Y dónde estamos?
– En Rock Creek, Virginia -dije.
– Muy bien, pues está claro -soltó.
– Usted es nuevo -dije-. No nos conocemos.
– He asumido el mando hace cuarenta y ocho horas. Y nos conocemos ahora. Y ahora quiero explicaciones.
– ¿De qué?
– Para empezar, usted ha estado ASA -dijo.
– ¿Ausente Sin Autorización? ¿Cuándo?
– Las últimas setenta y dos horas.
– Incorrecto -repliqué.
– ¿Cómo?
– Mi ausencia estaba autorizada por el coronel Garber.
– No es cierto.
– Llamé a este despacho -precisé.
– ¿Cuándo?
– Antes de marcharme.
– ¿Recibió usted la autorización?
Hice una pausa.
– Dejé un mensaje. ¿Me está diciendo que él denegó la autorización?
– No se encontraba aquí. Unas horas antes había recibido órdenes de trasladarse a Corea.
– ¿Corea?
– Le han dado el mando de la PM.
– Ese es un puesto para un general de brigada.
– Está actuando como tal. El ascenso se confirmará en otoño.
No repliqué.
– Garber se ha ido -dijo Willard-. Y ahora estoy yo. El tiovivo militar continúa. Acostúmbrese a esto.
Hubo un silencio. Willard me sonrió. No era una sonrisa agradable, más bien burlona. Me habían quitado la alfombra de debajo de los pies y él observaba cómo iba a caerme al suelo.
– Fue buena idea la de explicar sus planes de viaje -señaló-. Así lo de hoy ha sido más fácil.
– ¿Cree que una ASA justifica una detención? -pregunté.
– ¿Usted no?
– Fue un simple fallo en la comunicación.
– Usted dejó su puesto sin autorización, comandante. Los hechos son éstos. Y no cambia nada el que usted tuviera una vaga expectativa de que la autorización le sería concedida. Esto es el ejército. No actuamos adelantándonos a las órdenes o los permisos. Esperamos a recibirlas y confirmarlas como es debido. Lo contrario conduciría a la anarquía y el caos.
Permanecí callado.
– ¿Adónde ha ido?
Me imaginé a mi madre, apoyada en el andador de aluminio. Y el rostro de mi hermano mientras me miraba hacer el equipaje.
– Me tomé unas cortas vacaciones -expliqué-. Fui a la playa.
– La detención no es por la ASA -puntualizó Willard-. Sino porque la tarde del día de Año Nuevo vestía clase A.
– ¿Eso ahora es delito?
– Y llevaba el nombre en la placa.
No respondí.
– Mandó a dos civiles al hospital llevando su nombre en la placa.
Lo miré fijamente. Me devané los sesos. No creía que cara de mapa y aquel granjero se fueran a complicar la vida por mí. Imposible. Eran tontos pero no tanto. Sabían que yo sabría dónde encontrarlos.
– ¿Quién lo dice?
– En el aparcamiento tuvo usted mucho público.
– ¿Uno de los nuestros?
Willard asintió.
– ¿Quién? -inquirí.
– No tiene por qué saberlo.
Guardé silencio.
– ¿Tiene algo que declarar? -preguntó Willard.
Pensé: «El chivato no testificará en el consejo de guerra. Seguro, maldita sea. Eso es lo que tengo que declarar.»
– No tengo nada que declarar -repuse.
– ¿Qué cree que debería hacer con usted?
No contesté.
– ¿Qué cree que debería hacer? -insistió.
«Entender la diferencia entre un subnormal profundo y un simple gilipollas, camarada. Eso deberías hacer.»
– La elección es suya -dije-. Usted decide.
Asintió.
– También tengo informes del general Vassell y del coronel Coomer.
– ¿Y qué dicen?
– Dicen que usted se dirigió a ellos de manera irrespetuosa.
– En este caso, los informes son incorrectos.
– ¿Como la ASA?
No repliqué.
– Póngase firmes -dijo Willard.
Lo miré. Conté mil. Dos mil. Tres mil. Luego me puse firmes.
– Muy lento -soltó.
– No pretendo ganar una competición de instrucción -repliqué.
– ¿Qué interés tenía usted en Vassell y Coomer?
– Se ha extraviado un orden del día de la reunión de la División de Blindados. Necesito saber si contenía información confidencial.
– No había tal orden del día -dijo Willard-. Vassell y Coomer lo han dejado muy claro. A mí y a usted. Preguntar es lícito. Desde un punto de vista técnico usted tiene derecho a hacerlo. Pero no creer la respuesta directa de un superior es una falta de respeto. Es casi hostigamiento.
– Señor, me gano la vida con esto. Creo que había un orden del día.
Ahora Willard no dijo nada.
– ¿Puedo preguntarle cuál era su anterior unidad? -dije.
Se removió en la silla.
– Servicio de información -respondió.