Summer estuvo en la radio en menos de cinco minutos.
– Un tipo muerto en el bosque -le dije-. Busque a la mujer de Operaciones Psicológicas de la que estuvimos hablando.
– ¿La teniente coronel Norton?
– Quiero que la traiga aquí.
– Willard dijo que usted no puede trabajar conmigo.
– Dijo que no podía implicarla en asuntos de la unidad especial. Esto es competencia de la policía regular.
– ¿Para qué quiere a Norton?
– Quiero conocerla.
Summer desconectó y yo salí del vehículo. Me reuní con los médicos y forenses. Esperamos de pie en la noche fría. Dejamos los motores en marcha para mantener los calefactores funcionando. Nubes de humo diesel se movían en el aire y se concentraban formando estratos horizontales, como si fuera niebla. Dije a los de escenarios del crimen que empezaran a hacer una lista de las prendas de ropa del suelo. Que no tocaran nada y que no se alejaran del camino.
Esperamos. No había luna. Ni estrellas. Ni luces ni sonidos fuera de los faros y los motores diesel al ralentí. Pensé en Leon Garber. Corea era uno de los destinos más importantes que el ejército podía ofrecer. No el más atractivo, pero seguramente sí el más activo y desde luego el más difícil. El mando de la PM de allí era un triunfo personal. Significaba que Garber probablemente se retiraría con dos estrellas, lo que era mucho más de lo que jamás hubiera esperado. Si mi hermano tenía razón y se iban a reducir los efectivos, Leon ya había quedado en el lado bueno del corte. Me alegré por él. Durante unos diez minutos. Luego comencé a considerar su situación con un enfoque distinto. Me preocupé otros diez minutos y no llegué a ninguna conclusión.
Antes de terminar mis reflexiones apareció Summer. Conducía un Humvee y a su lado, en el asiento del acompañante, venía una mujer rubia con la cabeza descubierta, en uniforme de campaña. Summer detuvo el vehículo en mitad del camino con los faros dándonos de lleno y se quedó dentro. La rubia bajó, recorrió a los presentes con la mirada y se encaminó directamente hacia mí. La saludé por cortesía y comprobé el nombre de su distintivo: «Norton.» Llevaba hojas de roble de teniente coronel cosidas a las solapas. Parecía un poco mayor que yo, pero no mucho. Era alta y delgada y tenía un rostro que le habría permitido ser actriz o modelo.
– ¿En qué puedo ayudarle, comandante? -dijo. Sonaba como si viniera de Boston y no estuviera muy contenta de que la hubieran hecho salir en plena noche.
– Necesito que vea algo -dije.
– ¿Por qué?
– Quizá tenga usted una opinión profesional.
– ¿Por qué yo?
– Porque usted está aquí, en Carolina del Norte. Habría tardado horas en encontrar a alguien en otro sitio.
– ¿Qué clase de «alguien» necesita?
– Alguien que haga su mismo trabajo.
– Soy consciente de que trabajo en una aula -repuso-. No hace falta que me lo recuerden continuamente.
– ¿Cómo?
– Aquí esto es una afición muy extendida, recordarle a Andrea Norton que sólo es una profesora enteradilla mientras los demás andan por ahí ocupados en las cosas de verdad.
– No lo sabía. Soy nuevo aquí. Sólo quiero unas primeras impresiones de alguien de su especialidad, eso es todo.
– ¿Trata de averiguar algo en particular?
– Sólo trato de conseguir ayuda.
Torció el gesto.
– Muy bien.
Le tendí mi linterna.
– Siga el rastro de ropa hasta el final. Por favor, no toque nada. Sólo fije mentalmente sus primeras impresiones. Después me gustaría hablar con usted sobre ello.
No dijo nada. Se limitó a tomar la linterna y se puso en marcha. Durante los primeros seis metros, la iluminaron por detrás los faros del Humvee del joven PM, que seguía orientado hacia el bosque. La sombra de ella bailaba por delante de sus pasos. De pronto se salió del alcance de los faros y vi el haz de la linterna moverse hacia delante, meneándose y atravesando la negrura. Después lo perdí de vista. Sólo era visible un tenue reflejo de las ramas inferiores, a lo lejos, colgado en el aire.
Pasaron diez minutos. De repente advertí el haz de la linterna barriendo hacia nosotros. Norton volvía sobre sus pasos. Se me acercó directamente, pálida. Apagó la linterna y me la devolvió.
– En mi despacho -dijo-. Dentro de una hora.
Regresó al Humvee de Summer, que dio marcha atrás, giró y se alejó a toda prisa.
– Muy bien, chicos, a trabajar -dije.
Me senté en el coche y observé el humo moviéndose en el aire y los haces de las linternas troceando el terreno; brillantes flashes azules congelaban el movimiento a mi alrededor. Hablé de nuevo por radio con mi sargento y le dije que tuviera abierto el depósito de cadáveres de la base. Y que a primera hora de la mañana hubiera allí un patólogo esperando. Al cabo de treinta minutos, la ambulancia retrocedió hasta el linde del sendero y los muchachos metieron dentro un bulto cubierto con una sábana. Cerraron las puertas y el vehículo arrancó. Se estaban recogiendo las pruebas y etiquetando en bolsas de plástico. Se tendió cinta especial entre los árboles, un rectángulo de unos cuarenta metros por cincuenta.
Dejé que terminaran su trabajo y conduje de nuevo hasta los edificios de la base. Pregunté a un centinela por las instalaciones de Operaciones Psicológicas. Era un edificio bajo de ladrillo, con ventanas y puertas verdes, con aspecto de haber albergado las oficinas de Intendencia. Estaba situado a cierta distancia de las oficinas principales de la base, aproximadamente a mitad de camino del alojamiento de las Fuerzas Especiales. Alrededor todo era oscuridad y silencio, si bien había luz en el vestíbulo central y en una ventana de un despacho. Aparqué el vehículo y entré. Recorrí lúgubres pasillos hasta llegar a una puerta con una ventana de cristal grueso. Se leía Ten/Cor. A. Norton en letras estampadas con plantilla en el cristal, a través del cual se veía luz dentro. Llamé y entré. Vi un despacho pequeño y ordenado. Estaba limpio y olía a femenino. No volví a saludar. Supuse que ya no hacía falta.
Norton se hallaba tras un escritorio grande y de madera de roble, lleno de libros abiertos, tantos que había puesto el teléfono en el suelo. Delante tenía un bloc de notas manuscritas, bañado por la luz de la lámpara, cuyo color se le reflejaba en el pelo.
– Hola -dijo.
Me senté en la silla de las visitas.
– ¿Quién era? -preguntó.
– No lo sé -repuse-. No creo que logremos una identificación visual. Lo golpearon demasiado. Tendremos que mirar las huellas dactilares. O los dientes, si le queda alguno.
– ¿Por qué ha querido que lo examinase?
– Ya se lo he dicho. Quería su opinión.
– Pero ¿por qué pensaba que yo tendría una opinión?
– Me ha parecido que ahí había elementos que usted comprendería.
– No me dedico a hacer perfiles de criminales.
– No quiero que haga eso. Sólo quiero alguna aportación rápida. Saber si estoy en la dirección adecuada.
Ella asintió. Se apartó el pelo de la cara.
– La conclusión obvia es que era homosexual -dijo-. Seguramente lo han matado por eso. O si no, con plena conciencia de ello por parte de los agresores.
Asentí.
– Hubo amputación genital -añadió.
– ¿Lo ha comprobado?
– Lo moví un poco -precisó-. Lo siento. Ya sé que me avisó de que no lo hiciera.
La miré. No llevaba guantes. Era una mujer dura. Quizá su fama de intelectualilla fuera inmerecida.
– No se preocupe -dije.