Asentí.
– ¿Hora de la muerte? -inquirí.
– Es difícil precisarlo -dijo el médico-. Entre las nueve y las diez de la noche. Pero no pongo la mano en el fuego.
Volví a asentir. Eran horas razonables. Bastante después de oscurecer, varias horas antes de un posible descubrimiento. Tiempo de sobra para que el malo montase su tinglado y cuando sonaran las alarmas pudiera estar en cualquier otra parte.
– ¿Fue asesinado en la escena del crimen? -inquirí.
El forense asintió con un gesto.
– O muy cerca -puntualizó-. No hay indicios que indiquen otra cosa.
– Muy bien -dije. Miré alrededor. En un carrito estaba la rama de árbol. Al lado, un recipiente con un pene y dos testículos.
– ¿En la boca? -pregunté.
El forense asintió nuevamente. No dijo nada.
– ¿Qué clase de cuchillo?
– Seguramente uno de supervivencia de los marines -repuso.
– Fantástico -solté. En los últimos cincuenta años se habían fabricado decenas de millones de esos cuchillos. Eran tan corrientes como las medallas.
– El cuchillo lo utilizó una persona diestra -precisó el médico.
– ¿Y la palanca?
– También.
– De acuerdo -dije.
– El líquido era yogur -agregó el médico.
– ¿Fresa o frambuesa?
– No he realizado ningún test de sabor.
Junto a los recipientes de los órganos había un montoncito de fotos polaroid. Todas de la herida mortal. La primera era tal como había sido descubierta. El tipo tenía el cabello relativamente largo y sucio y apelmazado por la sangre, y no se distinguía bien. En la segunda foto ya no había sangre ni suciedad. En la tercera, el pelo había sido cortado con tijeras. En la cuarta, completamente afeitado con navaja.
– ¿Y una barra de hierro? -pregunté.
– Es posible -dijo el médico-. Quizás incluso mejor que una palanca para cambiar neumáticos. En todo caso, haré un molde en escayola. Si usted me trae el arma, yo le diré sí o no.
Me acerqué más y miré con mayor atención. El cadáver estaba muy limpio. Gris, blanco y rosa. Olía ligeramente a jabón así como a sangre y otros olores orgánicos intensos. La ingle era un revoltijo, como una carnicería. Las cuchilladas en brazos y hombros eran profundas y patentes. Músculo y hueso expuestos. Los bordes de las heridas estaban azulados, sin vida. La hoja había atravesado un tatuaje del brazo izquierdo: un águila sostenía en el pico un pergamino con la inscripción «Madre». En conjunto, el tío no ofrecía una imagen agradable. No obstante, su estado era mejor del que me temía.
– Creía que habría más hinchazones y magulladuras -dije.
El forense me echó una mirada.
– Ya se lo he dicho -apuntó-. Todo el numerito se montó después de muerto. Sin pulso, presión sanguínea y circulación no quedan contusiones ni hinchazones. Tampoco hay demasiada hemorragia, sólo la debida a la gravedad. Si lo hubieran apuñalado estando vivo, habría sangrado a borbotones.
Se volvió hacia la mesa, terminó su trabajo en el cerebro de aquel pobre tipo y colocó en su sitio la tapa del cráneo. Le dio un par de golpecitos para que se ajustara bien y limpió la irregular juntura con una esponja. A continuación puso otra vez la piel facial en su sitio. Toqueteó, apretó y alisó con los dedos, y cuando apartó las manos vi al sargento de las Fuerzas Especiales con el que había hablado en aquel local de striptease, la mirada vacía clavada en las brillantes luces de arriba.
Cogí un Humvee, pasé frente al edificio de Operaciones Psicológicas y llegué al de los Delta Force. El lugar era bastante independiente dentro de lo que tiempo atrás había sido una cárcel, antes de que el ejército reuniera a todas sus ovejas negras en Fort Leavenworth, Kansas. La vieja alambrada y las paredes iban bien a su uso actual. Al lado había un enorme hangar para aviones de la Segunda Guerra Mundial. Parecía como si lo hubieran traído a rastras de alguna base cercana y lo hubieran atornillado allí para albergar sus estantes de equipamiento, y sus camionetas y sus Humvee blindados y acaso un par de helicópteros de respuesta rápida.
El centinela de la puerta interior me dejó pasar y fui directamente a la oficina del encargado de tareas administrativas. Eran las siete y media de la mañana y ya estaban las luces encendidas y había mucho movimiento, lo que me reveló algo. El tipo estaba en su escritorio. Era capitán. En el mundo al revés de Delta Force, los sargentos son las estrellas y los oficiales se quedan en casa y se dedican a sus quehaceres domésticos.
– ¿Le falta alguien? -pregunté.
Apartó la vista, lo que me reveló algo más.
– Supongo que sabe que sí -dijo-. Si no, no habría venido.
– ¿Puede darme un nombre?
– ¿Un nombre? Supongo que lo ha detenido por algo.
– No tiene nada que ver con una detención -señalé.
– Entonces ¿con qué?
– ¿A este soldado lo detienen mucho?
– No. Es un soldado excelente.
– ¿Cómo se llama?
El capitán no respondió. Sólo se inclinó, abrió un cajón y sacó un expediente. Me lo dio. Como todos los expedientes de Delta que yo había visto, estaba purgado a fondo para el consumo público. Sólo contenía dos hojas. En la primera había un nombre, un rango, un número de identificación y un resumen de lo estrictamente esencial de la carrera de un tal Christopher Carbone, un veterano soltero que llevaba dieciséis años de servicio, cuatro en una división de Infantería, cuatro en una división aerotransportada, cuatro en una compañía de Rangers y otros cuatro en las Fuerzas Especiales. Tenía cinco años más que yo. Era sargento primero. No había pormenores efectistas ni mención alguna de medallas o condecoraciones.
La segunda hoja contenía diez huellas dactilares de tinta y una fotografía en color del sargento con el que yo había hablado en el bar y que acababa de dejar en la mesa de autopsias del depósito de cadáveres.
– ¿Dónde está? -preguntó el capitán-. ¿Qué ha pasado?
– Muerto -repuse.
– ¿Cómo?
– Homicidio -dije.
– ¿Cuándo?
– Anoche. Entre las nueve y las diez.
– ¿Dónde?
– En la linde del bosque.
– ¿Qué bosque?
– Nuestro bosque. Aquí.
– Dios santo. ¿Por qué?
Cerré el expediente y me lo puse bajo el brazo.
– No lo sé -dije-. Todavía.
– Dios santo -repitió él-. ¿Quién lo hizo?
– No lo sé -repetí-. Todavía.
– Dios santo -repitió por tercera vez.
– ¿Parientes más cercanos? -pregunté.
Hizo una pausa y exhaló un suspiro.
– Creo que tiene una madre por alguna parte -contestó-. Ya se lo haré saber.
– No me lo haga saber -señalé-. Comunique la noticia usted mismo.
No respondió.
– ¿Tenía Carbone enemigos aquí? -inquirí.
– No que yo supiera.
– ¿Algún roce?
– ¿De qué clase?
– ¿Alguna cuestión sobre su estilo de vida?
Me miró fijamente.
– ¿De qué está hablando?
– ¿Era gay?
– ¿Qué? Desde luego que no.
Guardé silencio.
– ¿Está diciendo que Carbone era maricón? -preguntó el capitán con un susurro de incredulidad.
Visualicé a Carbone delante del escenario del local de striptease, a dos metros de una chica que en ese momento se arrastraba sobre codos y rodillas con el culo al aire y los pezones rozando el suelo, exhibiendo una ancha sonrisa en la cara. Para un gay parecía un modo extraño de pasar el tiempo libre. De repente recordé la indiferencia en sus ojos y el gesto de fastidio con que se había quitado de encima a aquella puta.
– No sé qué era Carbone -dije.
– Entonces mantenga cerrada la maldita boca -espetó el capitán-. Señor.
Me llevé el expediente, recogí a Summer en el depósito de cadáveres y la llevé a desayunar al club de oficiales. Nos sentamos en un rincón, lejos de todos. Yo comí huevos, beicon y tostadas. Summer, copos de avena y fruta mientras echaba un vistazo al expediente. Yo tomé café; Summer, té.