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– Funciona como en los anuncios -expliqué.

– Muy ancho -opinó él-. No me gustaría conducirlo en la ciudad.

– Llevaría tanques delante -observé-. Le despejarían el camino.

La música del bar sonaba con fuerza. Stockton no dijo nada.

– Vamos a ver al muerto -le sugerí.

Stockton se encaminó hacia el interior. Encendió un interruptor y el pasillo quedó iluminado. Luego otro, y se hizo la luz en la habitación. Vi una distribución típica de motel. Una entrada de un metro de ancho con un armario a la izquierda y un cuarto de baño a la derecha. Luego un rectángulo de seis por cuatro con una encimera empotrada de la misma profundidad que el armario y una cama grande como el baño. Techo bajo. Una ancha ventana con cortinas, y un aparato de calefacción-aire acondicionado incrustado debajo. El mobiliario, marrón, estaba viejo y gastado. El lugar tenía un aspecto inhóspito, húmedo y lamentable.

En la cama había un cadáver.

Estaba desnudo, boca abajo. Blanco, quizá llegando a los sesenta, bastante alto. Tenía la figura de un deportista en decadencia. Como un entrenador. Aún exhibía buenos músculos. Pero estaba echando michelines como les pasa a todos los tíos mayores, por muy en forma que estén. Las piernas eran pálidas y sin vello. Se apreciaban viejas cicatrices. Tenía el pelo gris revuelto y pegado al cuero cabelludo, y la piel agrietada y erosionada en la nuca. Respondía al perfil típico. Si lo hubieran visto cien personas, las cien habrían dicho que era oficial del ejército, sin duda.

– ¿Lo han encontrado así? -inquirí.

– Sí.

Segunda pregunta: ¿cómo? Si un tío coge una habitación para pasar la noche, espera intimidad al menos hasta que la camarera aparezca por la mañana.

– ¿Cómo? -pregunté.

– Cómo ¿qué?

– ¿Cómo lo han encontrado? ¿El mismo llamó al 911?

– No.

– Entonces ¿cómo?

– Ya lo verá.

Hice una pausa. Aún no veía nada.

– ¿Le han dado la vuelta? -pregunté.

– Sí. Y luego lo hemos dejado otra vez así.

– ¿Le importa si echo un vistazo?

– Como si estuviera en su casa.

Me acerqué a la cama, deslicé la mano izquierda bajo la axila del muerto y le di la vuelta. Estaba frío y un poco rígido. El rigor mortis ya había empezado. Lo puse de espaldas y vi cuatro cosas. Primero, su piel tenía la palidez grisácea característica. Segundo, en su cara habían quedado grabados el dolor y la conmoción. Tercero, se había agarrado el brazo izquierdo con la mano derecha, a la altura del bíceps. Y cuarto, llevaba puesto un condón. La presión sanguínea había caído en picado hacía rato, la erección había desaparecido y el preservativo había quedado colgando, en su mayor parte vacío, como un pingajo traslúcido de piel pálida. Había muerto antes de llegar al orgasmo. Eso estaba claro.

– Ataque al corazón -dijo Stockton, a mi espalda.

Hice un gesto de asentimiento. La piel grisácea era un buen indicador. Y también la evidencia de sobresalto, sorpresa y dolor repentino en su brazo izquierdo.

– Masivo -precisé.

– ¿Pero antes o después de la penetración? -preguntó Stockton con una sonrisa.

Miré la zona de las almohadas. La cama estaba aún por deshacer. El tipo se encontraba encima de la colcha, y ésta seguía ajustada sobre las almohadas. Pero había una marca con forma de cabeza, y se apreciaban arrugas donde los codos y los talones habían empujado hacia abajo.

– Cuando ocurrió ella estaba debajo -dije-. Seguro. Tuvo que forcejear para salir.

– Vaya jodida forma de morir para un hombre.

Me volví.

– Conozco otras peores.

Stockton se limitó a sonreír.

– ¿Qué? -solté.

No respondió.

– ¿Alguna noticia de la mujer? -pregunté.

– No le hemos visto el pelo. Se dio a la fuga.

– ¿El tío de recepción la vio?

Stockton volvió a sonreír.

Lo miré. Entonces comprendí. «Un tugurio barato cerca de un cruce de autopistas con una parada de camiones y un bar de striptease, a cincuenta kilómetros al norte de una base militar.»

– Era una puta -señalé-. Por eso lo han encontrado. El de recepción la conocía. La vio salir demasiado pronto, sintió curiosidad por saber el motivo y vino a echar una ojeada.

Stockton asintió.

– Nos llamó enseguida, pero la dama en cuestión ya se había esfumado, naturalmente. Por lo demás, él niega haberla visto jamás. El tipo pretende que éste no es un sitio de esa clase.

– ¿Su departamento ha tenido otros casos por aquí?

– Alguna vez. Es un sitio de esa clase, créame.

«Controla la situación», había dicho Garber.

– Ataque cardíaco, ¿de acuerdo? -dije-. Nada más.

– Seguramente. Pero para estar seguros hace falta la autopsia.

La habitación estaba tranquila. No se oía nada salvo la radio de los coches patrulla y la música del bar al otro lado de la calle. Volví a fijarme en la cama. Observé la cara del muerto. No le conocía. Miré sus manos. En la derecha llevaba un anillo de West Point y en la izquierda una alianza de matrimonio, ancha, vieja, seguramente de nueve quilates. Le miré el pecho. Tenía las placas de identificación ocultas bajo el brazo derecho, por donde había extendido éste para asirse el izquierdo. Levanté el brazo a duras penas y las saqué. Las alcé hasta que la cadena quedó tirante alrededor del cuello. Se llamaba Kramer, católico, grupo sanguíneo O.

– Podemos ocuparnos de la autopsia -sugerí-. En el Centro Médico del Ejército Walter Reed.

– ¿Fuera del estado?

– Es un general.

– Quiere echar tierra sobre el asunto.

– Así es. ¿No haría usted lo mismo?

– Seguramente -dijo.

Solté las placas de identificación, me aparté de la cama y examiné las mesillas de noche y la encimera empotrada. Nada. En la habitación no había teléfono. Supuse que en un lugar como ése habría un teléfono público en la oficina. Miré en el cuarto de baño. Junto al lavabo había un neceser Dopp de cuero negro, cerrado con cremallera. Llevaba grabadas las iniciales KRK. Lo abrí y encontré un cepillo de dientes, una navaja de afeitar, tubos de pasta dentífrica para viajes y jabón de afeitar. Nada más. Ni medicamentos, ni recetas para el corazón ni paquete de condones.

Registré el armario. Había un uniforme de clase A, pulcramente dispuesto en tres colgadores, los pantalones plegados en la barra del primero, la chaqueta en el de al lado, y en el tercero la camisa. La corbata estaba aún en el cuello de la camisa. En un estante encima de los colgadores había una gorra de oficial. Llena de galones dorados. A un lado se veía una camiseta blanca doblada, y al otro unos calzoncillos blancos.

En el suelo del armario había un par de zapatos junto a un portatrajes de lona de un verde apagado, cuidadosamente apoyado contra el fondo. Los zapatos eran de charol, y dentro tenían calcetines enrollados. El portatrajes tenía estropeados los refuerzos de cuero en los puntos de presión. No estaba muy lleno.

– Les enviaremos los resultados -dije-. Nuestro forense les hará llegar una copia sin añadidos ni supresiones. Si hay algo que no les gusta, les devolveremos la pelota; sin preguntas.

Stockton no dijo nada, pero no percibí hostilidad alguna. Algunos polis civiles se enrollan bien. Una base grande como Bird provoca muchas reacciones en el mundo civil circundante. Por tanto, los PM pasamos mucho tiempo con nuestros homólogos civiles, y a veces esto es un coñazo y a veces no. Tenía la sensación de que Stockton no iba a dar problemas. Parecía un tipo tranquilo. O sea, un tanto perezoso, y a la gente perezosa siempre le encanta pasar sus responsabilidades a otros.

– ¿Cuánto? -dije.

– Cuánto ¿qué?

– ¿Cuánto cuesta aquí una puta?

– Veinte pavos bastarían -respondió-. Por estos pagos no abundan las cosas exóticas.