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– Coincido con usted -dije.

– El ejército debería cambiar.

– El ejército detesta los cambios.

– Dicen que perjudica la cohesión de las unidades -dijo él-, pero tendrían que haber visto a nuestra unidad en acción. Con Carbone en primera línea.

– No puedo ocultarlo -advertí-. Si pudiera lo haría, pero la escena del crimen ha lanzado un mensaje inequívoco para todo el mundo.

– ¿Cómo? ¿Fue una especie de crimen sexual? Antes no lo ha mencionado.

– Intentaba mantenerlo en secreto -expliqué.

– Pero nadie lo sabía. Fuera de la unidad, al menos.

– Seguramente alguien sí -dije-. A menos que el asesino sea de su unidad.

– Imposible. De ninguna manera. Ni hablar.

– Ha de ser una cosa o la otra -observé-. ¿Se veía con alguien fuera?

– No, nunca.

– Entonces ¿fue célibe durante dieciséis años?

El sargento apretó los labios.

– En realidad lo ignoro -admitió.

– Alguien lo sabía -insistí-. Pero de hecho también creo que no guarda relación con su muerte. Me parece que alguien ha intentado que pareciera eso. Quizá podamos dejar claro esto, al menos.

El sargento negó con la cabeza.

– Será lo único que la gente recuerde de él -se lamentó.

– Lo siento -dije.

– Yo no soy gay -precisó él.

– Eso me tiene sin cuidado, la verdad.

– Tengo esposa y un niño pequeño.

Y se marchó dejándome esa información. Yo retomé la obediencia de las órdenes de Willard.

Pasé el rato pensando. En el escenario del crimen no se había encontrado arma alguna, ni pruebas significativas. Tampoco hilos de ropa enganchados en arbustos, ni pisadas en el suelo, ni restos de piel del agresor bajo las uñas de Carbone. Todo tenía su explicación. El arma se la habría llevado el atacante, quien seguramente llevaba uniforme de campaña, que, tal como especifica el Departamento de Defensa, no se deshará ni dejará hilachas por todas partes. En lo referente al desgaste de la sarga y la popelina de los uniformes militares, fábricas textiles de todo el país tienen que satisfacer estrictos requisitos de calidad. El suelo estaba helado y duro, con lo que no era posible dejar huellas. Carolina del Norte tiene un período fiable de heladas que dura aproximadamente un mes, y nos encontrábamos en él de lleno. Y había sido un ataque por sorpresa. Carbone no había tenido tiempo de volverse, parar el golpe y librarse de su agresor.

Así que no había información sobre el terreno. Sin embargo, habíamos hecho algunos avances. Teníamos una serie de posibles sospechosos. Era una base cerrada, y el ejército es bastante eficiente en saber quién está en cada lugar en todo momento. Podíamos empezar con metros de papel impreso y analizar cada nombre según un sistema binario, posible o no posible. A continuación podíamos reunir todos los posibles y trabajar con la santísima trinidad universal de los detectives: medios, móvil, oportunidad. Los medios y la oportunidad no revelarían gran cosa. Por definición, nadie estaría en la lista de los posibles a menos que se demostrase que tenía una oportunidad. Y en el ejército todo el mundo es físicamente capaz de estrellar una barra de hierro contra la cabeza de una víctima desprevenida. Sería un equivalente aproximado del requisito más básico para entrar.

O sea que vamos a parar al móvil, que a mi entender era donde empezaba todo. ¿Por qué?

Me quedé sentado otra hora. No fui a ninguna parte, no hice nada, no llamé a nadie. La sargento me trajo más café. Le dije que llamase a la teniente Summer de mi parte y le sugiriese que me hiciera una visita.

No habían pasado cinco minutos cuando apareció Summer. Yo tenía varias cosas que contarle, pero ella se había anticipado a todas. Había mandado hacer una lista de todo el personal de la base además de una copia del registro de la entrada para así poder añadir o quitar nombres si lo considerábamos conveniente. Había dispuesto que precintaran el alojamiento de Carbone hasta que se efectuara un registro. Había concertado una entrevista con el superior de Carbone para confeccionar una imagen más completa de su vida personal y profesional.

– Excelente -dije.

– ¿Qué es eso de Willard? -preguntó.

– Seguramente un concurso para ver quién mea más lejos. Ante un caso importante como éste quiere venir y dirigirlo todo personalmente. Para recordarme que estoy bajo sospecha.

Pero me equivocaba.

Al cabo de exactamente cuatro horas por fin apareció Willard. Oí su voz fuera. Seguro que la sargento no le estaba ofreciendo café. Tenía buen olfato. Se abrió la puerta y entró Willard. No me miró. Simplemente cerró, se volvió y se sentó en la silla de las visitas. Enseguida comenzó a revolverse. Acometía la tarea con ahínco, tirando de las rodillas de sus pantalones como si le quemaran la piel.

– Quiero una relación completa de sus movimientos ayer -dijo-. Quiero oírlo de su propia boca.

– ¿Ha venido a hacerme preguntas?

– Sí -repuso.

Me encogí de hombros.

– Estuve en un avión hasta las dos -expliqué-. Luego con usted hasta las cinco.

– ¿Y después?

– Estuve aquí de vuelta a las once.

– ¿Seis horas? Yo lo he hecho en cuatro.

– Seguramente ha venido en coche. Yo cogí dos autobuses e hice autostop.

– ¿Después de eso?

– Hablé con mi hermano por teléfono.

– Recuerdo a su hermano -señaló Willard-. Trabajé con él.

Asentí y dije:

– Me habló de usted.

– Prosiga.

– Hablé con la teniente Summer -contesté-. Una charla informal.

– ¿Y después?

– Hacia medianoche fue descubierto el cadáver de Carbone.

Cabeceó, se rascó y se removió; parecía incómodo.

– ¿Guardó los billetes de autobús? -preguntó.

– Me parece que no.

Willard sonrió.

– ¿Recuerda quién le trajo hasta la base?

– Me parece que no. ¿Por qué?

– Porque quizá me convendría saberlo. Para demostrar que no cometí ningún error.

No dije nada.

– Usted sí ha cometido errores -soltó.

– ¿Ah, sí?

Asintió.

– No estoy seguro de si es usted idiota o está haciendo esto adrede.

– ¿Haciendo qué?

– ¿Pretende poner al ejército en un aprieto?

– ¿Qué?

– ¿Cuál es la situación actual, comandante? -preguntó.

– Dígamelo usted, coronel.

– La guerra fría está tocando a su fin. Se avecinan grandes cambios. El statu quo no será una opción válida. Por tanto, ahora todos los militares están intentando mantenerse firmes y hacer los recortes. ¿Pero sabe una cosa?

– ¿Qué?

– El ejército está siempre en el fondo del tarro. La Fuerza Aérea ha conseguido esos sofisticados aviones. La Armada tiene submarinos y portaaviones. Los marines son intocables. Y nosotros estamos literalmente atascados en el barro. En el fondo del tarro, como le he dicho. El ejército es aburrido, Reacher. Así nos ven en Washington.

– ¿Y?

– Ese Carbone era homosexual. Un maldito mariconazo, por el amor de Dios. ¡Una unidad de elite con pervertidos en su seno! ¿Y según usted el ejército necesita que esto se sepa? ¿En un momento como éste? En su informe debería haber puesto que fue un accidente durante unas maniobras.

– Eso no habría sido verdad.

– ¿Y a quién le importa?

– No lo asesinaron por su orientación sexual.

– Pues claro que sí.

– Me gano la vida con esto -dije-. Y yo digo que no.

Me fulminó con la mirada y guardó silencio unos instantes.

– Muy bien -dijo-. Volvamos a eso. ¿Quién más vio el cadáver aparte de usted?

– Mis hombres. Además de una coronel de Operaciones Psicológicas de quien recabé opinión. Y también la forense.