Выбрать главу

– Delta Force cuida de los suyos -dijo Willard-. Ya lo sabemos. Supongo que forma parte de su mística. Así pues, ¿qué van a hacer ahora? Porque resulta que apalean a uno de los suyos hasta la muerte después de que éste presente una denuncia contra un comandante sabihondo de la PM, y el comandante sabihondo de la PM ha de salvar su carrera y no tiene coartada razonable para el lapso en que sucedió todo.

No respondí.

– El oficial al mando de Delta tiene su propia copia -dijo Willard-. El procedimiento habitual con las denuncias disciplinarias. Múltiples copias por todas partes. Así la noticia se propagará enseguida. Después ellos harán preguntas. ¿Y yo qué les digo? Podría decirles que desde luego usted no es ningún sospechoso. O sugerirles que sí es sospechoso pero que debido a cierto detalle técnico no puedo tocarle. Puedo imaginarme cómo el sentido del bien y del mal de esta gente reacciona ante esa suerte de injusticia.

Seguí callado.

– Es la única denuncia presentada por Carbone a lo largo de una carrera de dieciséis años -prosiguió-. También he comprobado esto. Y es lógico. Un hombre como él tiene que mantener la cabeza baja. Pero Delta como cuerpo verá en ello cierta trascendencia. Si Carbone enseña las uñas por primera vez en su vida van a pensar que ustedes dos tenían alguna historia. Y supondrán que fue ana venganza. Y esto no mejorará su imagen ante ellos.

No abrí la boca.

– Por tanto ¿qué debería hacer? -se preguntó Willard-. ¿Voy y dejo caer algunas insinuaciones sobre molestos tecnicismos legales? ¿O negociamos? Yo le quito a Delta de encima y usted acata la disciplina.

Seguí en silencio.

– No creo realmente que le matara -añadió-. Ni siquiera usted llegaría tan lejos. Pero si lo hubiera hecho, no me habría importado. Habría que acabar con todos los maricones del ejército. Están aquí de manera fraudulenta. Habría elegido usted el móvil equivocado, eso es todo.

– Es una amenaza vana -dije-. Usted nunca me dijo que él hubiera presentado la denuncia. Ayer no me la enseñó. Jamás mencionó ningún nombre.

– Esos sargentos no se lo tragarán ni por un instante. Usted es un investigador de una unidad especial. Se gana la vida con esto. Le resultaría muy fácil eliminar un nombre del papeleo que ellos creen que nos traemos por aquí.

No respondí.

– Despierte, comandante. Siga el programa. Garber ya no está. Ahora haremos las cosas a mi modo.

– Al convertirme en su enemigo está cometiendo un error -dije.

Willard meneó la cabeza.

– Discrepo. No estoy cometiendo ningún error. Y tampoco estoy convirtiéndole en mi enemigo, sino metiendo a esta unidad en vereda, nada más. Más adelante me lo agradecerán. Todos. El mundo está cambiando. Puedo imaginarme la nueva situación.

No dije nada.

– Ayude al ejército -agregó-. Y a la vez ayúdese a sí mismo.

Continué callado.

– ¿Estamos de acuerdo? -preguntó.

No respondí. Me guiñó el ojo.

– Entiendo que estamos de acuerdo -dijo-. No es usted tan estúpido.

Se puso en pie, salió del despacho y cerró la puerta a su espalda. Me quedé sentado y observé cómo el rígido asiento de vinilo de la silla de visitas recuperaba la forma. Sucedió despacio, con un discreto siseo a medida que el aire presionaba de nuevo.

10

«El mundo está cambiando», pensé. Yo siempre había sido un solitario pero en ese momento empecé a sentirme solo. Y siempre había sido un escéptico, pero en ese momento empecé a sentirme desesperadamente ingenuo. Mis dos familias estaban desapareciendo, una debido a la simple e implacable cronología, y la otra porque sus viejos y solventes valores parecían estar evaporándose. Me sentí como un hombre que despierta solo en una isla desierta y descubre que el resto del mundo se ha escabullido por la noche en unos botes. Me sentí como si estuviera en la orilla, contemplando en el horizonte pequeñas formas alejándose. Y como si hubiera estado hablando mi lengua de siempre y ahora me diera cuenta de que los demás habían utilizado una lengua completamente distinta. El mundo estaba cambiando. Y yo no quería eso.

Tres minutos después apareció Summer. Supuse que había estado oculta tras la esquina, aguardando a que Willard se fuera. Llevaba bajo el brazo unos papeles y grandes noticias en los ojos.

– Vassell y Coomer estuvieron aquí anoche -anunció-. Figuran en el registro de la entrada.

– Siéntese -dije.

Sorprendida, vaciló, pero acto seguido se sentó en la silla donde antes había estado Willard.

– Soy tóxico -dije-. Debería usted alejarse de mí ahora mismo.

– ¿Qué quiere decir?

– Estábamos en lo cierto. Fort Bird es un lugar donde se producen situaciones muy embarazosas. Primero Kramer, luego Carbone. Willard quiere dar carpetazo a los dos casos, para ahorrarle sofocos al ejército.

– No puede cerrar el caso Carbone.

– Accidente durante unas maniobras -expliqué-. Tropezó y se golpeó la cabeza.

– ¿Cómo?

– Lo está utilizando como una prueba para mí. Estoy con la nueva situación o no estoy.

– ¿Y lo está?

No contesté.

– Son órdenes ilegales -dijo Summer-. Han de serlo.

– ¿Está usted dispuesta a desafiarlas?

No contestó. La única manera práctica de desafiar órdenes ilegales es desobedecerlas y después correr el riesgo de un consejo de guerra, el cual se convertirá inevitablemente en un mano a mano con un tipo situado más arriba en el escalafón, frente a un juez muy consciente de que el ejército prefiere que las órdenes no se pongan jamás en entredicho.

– Así que no ha pasado nada -solté-. Llévese sus papeles de aquí y piense que nunca ha oído hablar de mí, de Kramer ni de Carbone.

Summer guardó silencio.

– Y hable con los que estuvieron allí anoche. Dígales que olviden lo que vieron.

La teniente bajó los ojos.

– Luego vaya al club de oficiales y espere su próxima tarea.

Alzó la vista y me miró.

– ¿Habla en serio? -dijo.

– Completamente. Le estoy dando una orden directa.

Me miró fijamente.

– No es usted el hombre que yo creía.

Asentí.

– Coincido con usted -dije-. No lo soy.

Summer salió, le concedí un minuto para que se marchara del todo y luego cogí los papeles que se había dejado. Había un montón. Encontré el que buscaba y lo leí con atención.

Porque no me gustan las coincidencias.

Vassell y Coomer habían entrado en Fort Bird por la puerta principal a las 18.45 del día de la muerte de Carbone. Habían vuelto a salir a las diez. Tres horas y cuarto, período que incluía la hora del crimen.

O la de cenar.

Cogí el teléfono y llamé al comedor del club de oficiales. Un sargento me dijo que el suboficial al cargo me llamaría. Después telefoneé a la sargento y le pedí que averiguara quién era mi homólogo en Fort Irwin y que me pusiera con él. Entró al cabo de cuatro minutos con un tazón de café para mí.

– Ahora está ocupado -dijo-. Tardará una media hora. Se llama Franz.

– No puede ser -señalé-. Franz está en Panamá. Hablé allí con él en persona.

– El comandante Calvin Franz -aclaró ella-. Es lo que me han dicho.

– Vuelva a llamar -sugerí-. Verifíquelo.

Dejó el café en mi mesa y volvió a su teléfono. Entró de nuevo al cabo de otros cuatro minutos y confirmó que la anterior información era correcta.

– El comandante Calvin Franz -repitió-. Está ahí desde el 29 de diciembre.

Miré el calendario: 5 de enero.

– Y usted está aquí desde el 29 de diciembre -indicó ella.

La miré fijamente.