– Llame a otras bases más -dije-. Sólo las grandes. Empiece con Fort Benning y luego prosiga por orden alfabético. Averigüe los nombres de los oficiales al mando de PM y desde cuándo están ahí.
La sargento asintió y volvió a salir. Me llamó el suboficial del comedor. Le pregunté por Vassell y Coomer. Corroboró que habían cenado allí. Vassell había tomado lenguado y Coomer filete.
– ¿Cenaron solos? -pregunté.
– No, señor. Estaban acompañados por varios oficiales de alto rango.
– ¿Celebraban algo especial?
– No, señor. Tuvimos la impresión de que era improvisado. Era un grupo curioso. Creo que se conocieron en el bar, tomando aperitivos. Desde luego no habían hecho ninguna reserva.
– ¿Cuánto tiempo estuvieron ahí?
– Se sentaron antes de las siete y media y se levantaron justo antes de las diez.
– ¿Nadie salió y regresó?
– No, señor. Los estuvimos viendo todo el rato.
– ¿Todo el rato?
– Les prestamos mucha atención, señor. Por el rango del general.
Colgué. Acto seguido llamé a la puerta principal. Pregunté quién había visto con sus propios ojos entrar y salir a Vassell y Coomer. Me dieron el nombre de un sargento. Les dije que lo encontraran y que me llamara.
Esperé.
El tío de la puerta fue el primero en telefonear. Confirmó que había estado de servicio toda la noche anterior y que había visto personalmente llegar a Vassell y Coomer a las 18.45 y marcharse a las 22.00.
– ¿En qué coche? -inquirí.
– Un sedán grande y negro. Del Estado Mayor del Pentágono.
– ¿Grand Marquis?
– Casi seguro, señor.
– ¿Llevaban conductor?
– Conducía el coronel -precisó el tipo-. El coronel Coomer, eso es. El general Vassell iba en el asiento del acompañante.
– ¿Sólo iban los dos en el coche?
– En efecto, señor.
– ¿Está seguro?
– Absolutamente, señor. No hay duda sobre eso. Por la noche utilizamos linternas. Un sedán negro, placas del Departamento de Defensa, dos oficiales delante que mostraron debidamente su identificación, el asiento de atrás vacío.
– Muy bien, gracias -dije, y colgué.
El teléfono volvió a sonar casi de inmediato. Era Calvin Franz, desde California.
– ¿Reacher? -dijo-. ¿Qué demonios estás haciendo ahí?
– Podría hacerte la misma pregunta.
Hubo un silencio.
– No tengo ni idea de qué narices estoy haciendo aquí -soltó-. Irwin es un remanso de paz. Me dijeron que suele ser así. Pero hace buen tiempo.
– ¿Comprobaste las órdenes?
– Claro -contestó-. ¿Tú no? No me había divertido tanto desde lo de Granada y resulta que ahora estoy mirando las playas del Mojave. Parece que fue idea de Garber. Pensé que quizá se había disgustado conmigo. Ahora no estoy tan seguro de lo que está pasando. Y no es probable que se disgustara con los dos.
– ¿Cuáles eran tus órdenes exactamente?
– Interino al mando y adscrito al jefe de la PM.
– ¿Está ahí ahora?
– De hecho no. Le mandaron a un destacamento interinamente el mismo día que llegué yo.
– Así que estás actuando como oficial al mando.
– Eso parece -dijo.
– Yo también.
– ¿Qué está pasando?
– Ni idea -repuse-. Ya te lo diré si llego a averiguarlo. Pero primero he de hacerte una pregunta. Por aquí me tropecé con un coronel y un general de una estrella que al parecer se dirigían a Fort Irwin para asistir a una reunión de blindados el día de Año Nuevo. Vassell y Coomer. ¿Llegaron a aparecer?
– Esa reunión se canceló -explicó Franz-. Nos enteramos de que su dos estrellas la palmó por ahí. Un tipo llamado Kramer. Por lo visto pensaban que no tenía sentido celebrarla sin él. Quizá no son capaces siquiera de pensar sin ese Kramer. O tal vez están demasiado ocupados peleándose por ver quién asume ahora el mando.
– Entonces, ¿Vassell y Coomer no fueron a California?
– No vinieron a Irwin -precisó Franz-. Eso seguro. Del resto de California no sé nada. Es un estado muy grande.
– ¿Quién más tenía que asistir?
– El círculo interno de los blindados. Algunos tienen aquí su base. Otros llegaron y se fueron. Y otros no se presentaron.
– ¿Oíste algo sobre el orden del día?
– No tenía por qué. ¿Era importante?
– No lo sé. Vassell y Coomer decían que no había ninguno.
– Ya.
– Es lo que yo suponía.
– Estaré al tanto.
– Feliz Año Nuevo -dije.
Colgué y me quedé inmóvil, devanándome los sesos. Calvin Franz era un buen tío. De hecho, uno de los mejores. Duro, íntegro, competente como él solo. Nada le apartaba de su camino. Me fui de Panamá contento de saber que él se quedaba. Pero ya no estaba. Ni él ni yo. Entonces ¿quién diablos había?
Me acabé el café, llevé el tazón fuera y lo dejé junto a la máquina. La sargento estaba al teléfono. Garabateaba notas en una hoja. Levantó un dedo como si tuviera que darme una gran noticia. Luego continuó escribiendo. Regresé a mi mesa. Al cabo de cinco minutos entró ella con su hoja de anotaciones. Trece líneas, tres columnas. La tercera columna eran números. Seguramente fechas.
– He llegado hasta Fort Rucker -dijo-. Luego ya me he parado, porque el patrón es muy evidente.
– Cuénteme.
Recitó trece bases de un tirón por orden alfabético. Después pronunció los nombres de los oficiales al mando de sus PM. Yo conocía los trece nombres, entre ellos el de Franz y el mío. A continuación dijo las fechas en que habían sido trasladados. Siempre la misma: 29 de diciembre. Hacía ocho días.
– Recite otra vez los nombres -le dije.
Volvió a leerlos. Asentí. En el pequeño mundo secreto de los PM, si alguien hubiera querido formar un equipo de estrellas y hubiera cavilado largo y tendido sobre ellos toda la noche, habrían salido esos trece nombres. Sin duda. Habrían formado un equipo insuperable. En la selección habría otros diez tíos, pero segurísimo que un par de ellos estarían allí mismo, en los puestos que siguieran en el orden alfabético, y que los otros ocho se hallarían en destinos importantes. Y yo estaba convencido de que todos habían llegado a su destino hacía exactamente ocho días. La fuerza de choque. Prefiero no decir en qué nivel individual del escalafón estaría yo, pero en el plano colectivo, sobre el terreno éramos los mejores policías militares, no cabía ninguna duda.
– Extraño -dije. Y lo era. Cambiar de sitio a tantos individuos concretos el mismo día exigía voluntad y planificación, y hacerlo durante la operación Causa Justa revelaba un motivo urgente. La estancia pareció quedarse en silencio, como si yo estuviera aguzando el oído para escuchar el siguiente paso-. Voy donde los de Delta -dije.
Fui en un Humvee porque no me apetecía andar. No sabía si el gilipollas de Willard había abandonado el puesto y no quería volver a cruzarme en su camino. El centinela me dejó pasar a la vieja cárcel y fui directamente a la oficina del ayudante. Estaba sentado frente a su mesa, con un aspecto más cansado que cuando lo había visto a primera hora de la mañana.
– Fue un accidente durante unas maniobras -dije.
Asintió.
– Eso he oído.
– ¿Qué clase de maniobras estaba haciendo? -pregunté.
– Maniobras nocturnas.
– ¿Solo?
– Pues entonces deserción.
– ¿Sin salir de la base?
– Muy bien, estaba haciendo footing. Quemando las calorías de las vacaciones. Lo que sea.
– Necesito que suene creíble -señalé-. Mi nombre saldrá en el informe.
El capitán asintió.
– Pues deje lo del footing. No creo que a Carbone le gustara correr. Era más bien una rata de gimnasio. Hay muchos así.
– ¿Muchos qué?
Me clavó la mirada.
– Tíos delta -dijo.
– ¿Tenía Carbone alguna especialidad?