De regreso al Humvee me encontré cara a cara con el joven sargento bronceado y con barba. Íbamos por el mismo camino y él no iba a apartarse.
– Usted me engañó -me espetó.
– ¿Ah sí?
– Sobre lo de Carbone. Al dejarme hablar como lo hice. Acaban de enseñarnos unos papeles interesantes.
– ¿Y?
– Estamos pensando en ello.
– No se cansen mucho -dije.
– ¿Cree que será divertido? ¿Cree que lo será si averiguamos que fue usted?
– No fui yo.
– Eso dice usted.
Asentí.
– Exacto. Ahora apártese.
– ¿Si no, qué?
– Si no le daré una patada en el culo.
Se acercó más.
– ¿Cree que puede darme una patada en el culo?
No me moví.
– Usted se está preguntando si le di una patada en el culo a Carbone. Y él seguramente era el doble de soldado que usted.
– Ni siquiera verá cómo le cae -espetó.
No respondí.
– Créame -dijo.
Aparté la vista. Le creí. Si los delta me señalaban con el dedo, ni siquiera vería cómo me caía. Sin lugar a dudas. Pasarían semanas, meses o quizás años a partir de ese momento, hasta que un día me metería en un callejón oscuro y aparecería una sombra y un cuchillo de supervivencia penetraría entre mis costillas, o mi cuello se partiría con un sonoro crujido que resonaría en los muros; y entonces habría acabado todo.
– Dispone de una semana -dijo el tipo.
– ¿Para hacer qué?
– Para demostrarnos que no fue usted.
No respondí.
– Usted decide -añadió-. O nos lo demuestra o empiece a hacer la cuenta atrás. Asegúrese de conseguir todas las ambiciones de su vida, pero no empiece a escribir un libro largo.
11
Regresé a mi despacho. Aparqué el Humvee justo delante de la puerta. La sargento del niño pequeño se había ido. Ocupaba su sitio el cabo que yo creía de Luisiana. La cafetera estaba fría y vacía. En mi mesa había dos notas con mensajes. El primero ponía: «Ha llamado el comandante Franz. Por favor, llámele.» El segundo decía: «Le ha llamado el detective Clark.» Telefoneé primero a California.
– ¿Reacher? He preguntado por el orden del día de la reunión de Blindados.
– ¿Y?
– No había ninguno. Es lo que dicen. Y se atienen a eso.
– ¿Pero?
– Pero todos sabemos que siempre hay un orden del día.
– Entonces ¿has llegado a alguna conclusión?
– De hecho no -contestó-. Pero me consta la llegada de un fax de seguridad desde Alemania a última hora del treinta de diciembre y una significativa actividad de la fotocopiadora el treinta y uno por la tarde. Y después, tras saberse las noticias sobre Kramer, el día de Año Nuevo hubo destrucción y quema de papeles. He hablado con el tío de la incineradora. Una bolsa llena de trozos de papel quemado, quizás el equivalente a sesenta hojas.
– ¿Cómo es de segura la línea del fax de seguridad?
– ¿Cómo de segura quieres que sea?
– Segurísima. Porque todo esto sólo tiene sentido si el orden del día era de veras secreto. Quiero decir «de veras». Y para empezar, si era realmente secreto, ¿lo habrían puesto por escrito?
– Son el XII Cuerpo, Reacher. Han estado cuarenta años viviendo en primera línea. No tienen más que secretos.
– ¿Cuánta gente estaba previsto que asistiera a la reunión?
– He hablado con el comedor. Había reservadas quince fiambreras.
– Sesenta hojas, quince personas. Entonces el orden del día era de cuatro hojas.
– Eso parece. Pero se convirtieron en humo.
– No el original enviado por fax desde Alemania -observé.
– Lo habrán quemado allí.
– No; mi hipótesis es que Kramer lo llevaba encima cuando murió.
– Entonces ¿ahora dónde está?
– Nadie lo sabe. Desapareció.
– ¿Vale la pena tratar de localizarlo?
– Nadie lo sabe -repetí-. Salvo el tío que lo redactó, pero está muerto. Y Vassell y Coomer. Seguramente lo vieron y colaboraron en todo.
– Vassell y Coomer han regresado a Alemania. Esta mañana. En el primer avión que salía de Dulles. Los del Estado Mayor de aquí estaban hablando de eso.
– ¿Conoces a ese Willard, el nuevo? -le pregunté.
– No.
– No lo intentes. Es un capullo.
– Gracias por el aviso. ¿Qué hemos hecho para merecerle?
– Ni idea. -Colgué y llamé al número de Virginia y pregunté por el detective Clark. Me quedé a la espera. Acto seguido oí un chasquido, unos breves sonidos de comisaría y una voz al otro lado.
– Clark -dijo.
– Reacher -dije-. Ejército de Estados Unidos, en Fort Bird. ¿Me quería para algo?
– Por lo que recuerdo, me quería usted a mí -corrigió Clark-. Quería un informe sobre la marcha de la investigación. Pero no hay todavía ningún avance. Aquí estamos frente a una pared de ladrillos. De hecho, necesitamos ayuda.
– No hay nada que yo pueda hacer. Es su caso.
– Ojalá no lo fuera -señaló.
– ¿Qué ha averiguado?
– Muchas cosas insignificantes. El asesino entró y salió sin tocar casi nada. Guantes, evidentemente. En el suelo había una ligera escarcha. Del camino de entrada y del sendero hemos conseguido un poco de arenilla, pero nada que se parezca a una huella de pisada.
– ¿Los vecinos vieron algo?
– La mayoría estaban fuera o borrachos. Era Nochevieja. He mandado a algunos hombres calle arriba y abajo a sondear, pero de momento no hay nada que me llame la atención. Había algunos coches, pero en Nochevieja los habría habido igualmente, con gente yendo de una fiesta a otra.
– ¿Y huellas de neumático en el camino de entrada?
– Nada significativo.
Me quedé callado.
– La víctima fue golpeada con una barra de hierro -dijo Clark-. Seguramente la misma herramienta utilizada para abrir la puerta.
– Me lo figuraba.
– Después de la agresión, el autor la limpió en la alfombra y a continuación la aclaró en el fregadero de la cocina. Hemos encontrado restos en la tubería. Pero ninguna huella en el grifo. Guantes otra vez.
No respondí.
– No tenemos mucho más -señaló Clark-. No es añadir mucho que su general jamás vivió realmente ahí.
– ¿Cómo?
– Desde un punto de vista forense nos esforzamos al máximo. Sacamos huellas de toda la casa, recogimos cabellos y fibras de todas partes, incluido el fregadero, la ducha y los grifos, como le he dicho. Todo pertenecía a la víctima excepto un par de marcas perdidas. Bingo, pensamos, pero según la base de datos eran de su marido. Y la proporción entre las de uno y otro da a entender que él apenas pisó la casa durante los últimos cinco años o así. ¿Es normal?
– Se quedaría mucho tiempo en su puesto -comenté-. Aunque debería haber ido a casa de vacaciones cada año. Pero ese matrimonio no iba muy bien.
– En casos así, la gente va y se divorcia -observó Clark-. Quiero decir, no hay ningún impedimento ni siquiera para un general, ¿verdad?
– No que yo sepa. Ya no.
Entonces Clark guardó silencio unos instantes. Pensando.
– ¿Tan malo era el matrimonio? -preguntó-. ¿Hasta el punto de que debamos pensar en el marido como sospechoso?
– Las horas no cuadran -precisé-. Cuando sucedió, él estaba muerto.
– ¿Había dinero de por medio?
– Es una casa bonita -dije-. Seguramente de ella.
– ¿Y un sicario? Pudo haberse preparado todo de antemano.
Ahora Clark estaba realmente agarrándose a un clavo ardiendo.
– Lo habría preparado todo cuando estaba en Alemania.
Clark no replicó.
– ¿Quién le ha llamado preguntándole por el informe sobre la marcha del asunto? -inquirí.
– Usted -contestó-. Hace una hora.