– Demasiado personal -dijo Summer-. No se puede hacer nada.
Asentí de nuevo.
– Lo mandaría todo a paseo si no fuera por la señora Kramer -añadió.
– Carbone es más importante. Debemos establecer prioridades.
– Es como si estuviéramos dándonos por vencidos.
Salimos del área de descanso en dirección norte y Summer realizó otra vez su maniobra a través de la mediana y puso rumbo sur. Para el camino de vuelta me instalé todo lo cómodo que uno se puede instalar en un vehículo militar. A mi izquierda se desplegaba la oscuridad. Al oeste, a mi derecha, había una vaga puesta de sol. La calzada parecía mojada. Por lo visto, a Summer no le preocupaba la posibilidad de que hubiera hielo.
Durante los primeros veinte minutos no hice nada. Después encendí la luz del techo y rebusqué concienzudamente en el maletín de Kramer. No esperaba encontrar nada, y así fue. El pasaporte era corriente, de siete años. Él tenía mejor aspecto en la foto que muerto en el motel, pero tampoco había tanta diferencia. El pasaporte tenía montones de sellos de entrada y salida de Alemania y Bélgica. El futuro campo de batalla y el cuartel general de la OTAN, respectivamente. No había estado en ninguna otra parte. Era un auténtico especialista. Durante al menos siete años se había concentrado exclusivamente en el mundillo de los más recientes y sofisticados carros de combate y su estructura de mando.
Los billetes de avión eran exactamente lo que Garber había predicho. De Francfort al aeropuerto internacional Dulles, y del Washington National a Los Ángeles, todos de ida y vuelta. Todos de clase turista y con descuento del gobierno, reservados tres días antes de la primera fecha de salida.
El itinerario se correspondía exactamente con las especificaciones de los billetes. Había asignaciones de asientos. Al parecer, Kramer prefería el pasillo. Quizá la edad le afectaba a la vejiga. Había una reserva de una habitación individual en el Cuartel de Oficiales de Visita de Fort Irwin, al que nunca llegó.
La cartera contenía treinta y siete dólares americanos y sesenta y siete marcos alemanes, todos en billetes pequeños mezclados. La tarjeta de crédito era el típico plástico verde y caducaba en el plazo de un año y medio. Según constaba, había tenido una desde 1964. Calculé que para un oficial del ejército eso era muy pronto. En aquella época, la mayoría funcionaba con dinero en metálico y vales militares. Desde el punto de vista económico, seguramente Kramer había sido un tipo con recursos.
Había también un carné de conducir de Virginia. Kramer había utilizado Green Valley como dirección habitual pese a que apenas pasaba tiempo allí. Vi una credencial militar estándar. Y tras un plástico, una foto de la señora Kramer en una versión mucho más joven de la mujer que yo había visto muerta en el pasillo de su casa. La foto tenía al menos veinte años. Había sido bonita. Con un largo cabello castaño pese a que con el tiempo la foto se había decolorado.
En la cartera no había nada más. Ni recetas, ni cuentas de restaurante, ni resguardos de la American Express, ni números de teléfono ni papelitos. No me extrañó. Los generales son a menudo gente ordenada y organizada. Han de tener talento para el combate pero también para la burocracia. Supuse que el despacho, la mesa y la residencia de Kramer serían igual que su cartera. Contendrían todo lo que necesitaba y nada que no necesitara.
El libro de tapa dura era una monografía académica de una universidad del Medio Oeste sobre la batalla de Kursk, en julio de 1943. Fue la última gran ofensiva de la Alemania nazi en la Segunda Guerra Mundial y su primera derrota importante en un enfrentamiento abierto. Acabó siendo la mayor batalla de tanques que se había visto, y se vería jamás, en la historia, a menos que con el tiempo tipos como el propio Kramer se vuelvan unos inconscientes. No me extrañó su elección de material de lectura. Seguramente una parte de él temía que lo más cerca que iba a estar nunca de una acción verdaderamente catastrófica sería leyendo sobre los centenares de Tigers, Panzers y T-34 girando y rugiendo a través del sofocante polvo estival tantos años atrás.
En el maletín no había nada más. Sólo unos trocitos sucios de papel atrapados en las juntas. Al parecer Kramer era de esos que vacían el maletín poniéndolo del revés y agitándolo cada vez que necesitan llenarlo antes de emprender un viaje. Lo coloqué otra vez todo dentro, abroché las pequeñas correas y lo dejé en el suelo, a mis pies.
– Hable con el tipo del comedor -dije-. Averigüe quién estaba en la mesa con Vassell y Coomer.
– De acuerdo -dijo Summer. Y siguió conduciendo.
Llegamos a Bird a tiempo para cenar. Comimos en el club de oficiales con un grupo de colegas de la PM. Si Willard tenía entre ellos algún espía, éste no vería nada salvo un par de oficiales agotados que no hacían nada especial. Pero entre plato y plato Summer se escabulló y regresó con noticias reflejadas en su semblante. Me tomé el postre y el café lo bastante despacio para que nadie sospechara que tenía nada urgente que hacer. Acto seguido, me puse en pie y salí como si tal cosa. Esperé en la acera. Al cabo de cinco minutos apareció Summer. Sonreí. Era como si tuviéramos una aventura secreta.
– Sólo una mujer cenó con Vassell y Coomer -anunció.
– ¿Quién? -pregunté.
– La teniente coronel Andrea Norton.
– ¿La de Operaciones Psicológicas?
– La misma.
– ¿No estaba en una fiesta?
Summer torció el gesto.
– Ya sabe cómo son esas fiestas de Nochevieja. Un bar de la ciudad, decenas de personas entrando y saliendo todo el rato, ruido, confusión, copas, gente desapareciendo de dos en dos. Pudo escurrirse.
– ¿Dónde queda el bar?
– A treinta minutos del motel.
– En ese caso tuvo que estar fuera al menos una hora.
– Es posible.
– ¿No estaba en el bar a medianoche? ¿Cogida de manos y cantando Auld Lang Syne? Quien estuviera a su lado podría confirmarlo.
– La gente dice que ella estaba allí. Pero en todo caso a esa hora ya podría haber vuelto. El chico del motel dijo que el Humvee se marchó a las once veinticinco. Regresó y le sobraron cinco minutos. Parecería todo normal. Todo el mundo sale de quién sabe dónde para la cuenta atrás de bienvenida al nuevo año. De alguna manera la fiesta vuelve a empezar.
No dije palabra.
– Ella habría cogido el maletín para hacer limpieza. Acaso dentro estuviera su número de teléfono, o el nombre o alguna foto. O un diario. No quería escándalos. Pero en cuanto hubo terminado ya no lo necesitaba para nada. Habría estado contenta de devolverlo si se lo hubieran pedido.
– ¿Cómo iban a saber Vassell y Coomer a quién pedírselo?
– Es difícil ocultar una aventura larga en esta pecera.
– No tiene lógica -repuse-. Si la gente sabía lo de Kramer y Norton, ¿por qué alguien fue a la casa de Virginia?
– Muy bien, tal vez no se sabía. Quizá sólo era una de tantas posibilidades. Puede que una al final de la lista. Tal vez pensaran que era algo acabado.
Asentí.
– ¿Qué puede contarnos ella?
– Puede confirmarnos que anoche Vassell y Coomer lo organizaron todo para hacerse con el maletín. Eso demostraría que lo estaban buscando, lo cual los delata con respecto a la señora Kramer.
– Desde el hotel no hicieron llamadas y no tuvieron tiempo de ir a Virginia. Así que no veo qué los iba a delatar. ¿Qué más?
– Podemos comprobar qué pasó con el orden del día. Y saber que Vassell y Coomer lo han devuelto. De este modo al menos el ejército podrá quedarse tranquilo porque sabremos con seguridad que ningún periodista va a airear ninguna mierda.
Asentí.
– Y quizá Norton lo vio -añadió Summer-. Y quizá lo leyó. A lo mejor podría contarnos de qué va todo esto.