– ¿Y la habitación?
– Quince, probablemente.
Volví a poner el cadáver boca abajo. No fue fácil. Al menos pesaría noventa kilos.
– ¿Qué opina? -pregunté.
– ¿De qué?
– De que hagan la autopsia en el Walter Reed.
Hubo un silencio. Stockton miraba la pared.
– Tal vez sea aceptable -contestó.
Llamaron a la puerta abierta. Un poli de los coches.
– Acaba de llamar el forense -informó-. Tardará al menos otras dos horas en llegar. Es Nochevieja.
Sonreí. Aceptable estaba a punto de convertirse en muy deseable. Al cabo de dos horas Stockton tendría que estar en otra parte. Terminarían un montón de fiestas y las carreteras se convertirían en un caos. Al cabo de dos horas estaría suplicándome que me llevara al tipo a rastras. El policía regresó a su coche a esperar y Stockton cruzó la habitación y se quedó mirando la ventana con cortinas dando la espalda al cadáver. Cogí la percha con la chaqueta del uniforme, la saqué del armario y la colgué en la puerta del cuarto de baño para que le diera la luz de la entrada.
Mirar una chaqueta de clase A es como leer un libro o estar en la barra de un bar mientras un tío te cuenta su vida. Ésa era de la talla del cadáver que yacía en la cama y llevaba grabado el nombre «Kramer» en la chapa, lo que coincidía con las placas de identificación. Tenía un galón Corazón Púrpura con dos conjuntos de hojas de roble de bronce para indicar una segunda y una tercera concesión de la medalla, lo que se correspondía con las cicatrices. Había dos estrellas de plata en las charreteras, lo que confirmaba que era general de división. Las insignias de división en las solapas significaban Blindados y el parche del hombro era del XII Cuerpo. Aparte de eso había un montón de condecoraciones de unidad y una ensaladera completa de medallas que se remontaban a Vietnam y Corea, de las cuales algunas seguramente eran merecidas y otras no. Algunas eran distinciones extranjeras, cuya exhibición estaba autorizada pero no era obligatoria. La chaqueta, relativamente vieja, era una prenda estándar, no hecha a medida, pero estaba bien cuidada. En conjunto revelaba que Kramer había sido presumido en el ámbito profesional pero no en el personal.
Busqué en los bolsillos. Todos vacíos salvo por la llave del coche. Era de alquiler. Estaba prendida de un llavero de plástico transparente que contenía un trozo de papel con el nombre «Hertz» impreso en amarillo y un número de matrícula escrito a mano con bolígrafo negro.
No había cartera. Ni dinero suelto.
Devolví la chaqueta al armario y registré en los pantalones. En los bolsillos, nada. Inspeccioné los zapatos. No contenían nada excepto los calcetines. Examiné la gorra. No ocultaba nada dentro. Cogí el portatrajes y lo abrí en el suelo. Contenía un uniforme de campaña y una gorra M43. Un par de calcetines y camisetas y unas lustradas botas de combate de piel negra sin adornos. Había un compartimiento vacío que supuse era para el neceser Dopp. Nada más. Lo cerré y lo coloqué donde estaba. Me agaché y miré debajo de la cama. Nada.
– ¿Es algo que nos debiera preocupar? -preguntó Stockton.
Me puse en pie y negué con la cabeza.
– No -mentí.
– Pues entonces es todo suyo -dijo-. Pero recibiré una copia del informe.
– Conforme -dije.
– Feliz Año Nuevo -dijo.
Salió en dirección a su coche y yo me dirigí a mi Humvee. Pedí una ambulancia solicitada 10-5 y le dije a mi sargento que la acompañaran dos hombres que enumerarían y empaquetarían todos los efectos personales de Kramer y los llevarían a mi despacho. A continuación me quedé sentado en el asiento del conductor y aguardé a que todos los colegas de Stockton se hubieran marchado. Los vi alejarse en la niebla y luego volví a la habitación y cogí la llave del coche de la chaqueta de Kramer. Salí de nuevo y abrí el Ford.
Dentro no había nada salvo el mal olor del limpiador de tapicerías y una copia del contrato de alquiler. Kramer había recogido el coche aquella tarde a las 13.32 en el aeropuerto internacional Dulles, de Washington D.C. Había pagado con una American Express particular y le habían aplicado un tipo de descuento. Inicialmente el cuentakilómetros marcaba 21.144, ahora 21.620, lo que significaba que había conducido 476 kilómetros, es decir, había hecho prácticamente un desplazamiento en línea recta de allí hasta el motel.
Me guardé el contrato en el bolsillo y cerré el coche. Miré en el maletero. Vacío.
Metí la llave en un bolsillo y crucé en dirección al bar. A cada paso que daba la música se oía más fuerte. A diez metros olí tufo de cerveza y tabaco procedentes de los extractores. Sorteé los vehículos aparcados y llegué a la puerta. Era de madera resistente y estaba cerrada. La abrí de golpe y me asaltó una masa de sonido y un aire denso y caliente. El local estaba abarrotado. Vi cientos de personas y paredes pintadas de negro y focos púrpura y esferas de espejos. En un escenario al fondo había una bailarina en torno a un mástil. Iba a gatas y por todo vestuario llevaba un sombrero blanco de cowboy. Se arrastraba de un lado a otro, cogiendo billetes de un dólar.
Tras una caja registradora había un grandullón con una camiseta negra, el rostro entre las sombras. Gracias al débil rayo de un foco supe que tenía el pecho del tamaño de un bidón de gasolina. La música era ensordecedora y la multitud se apiñaba de pared a pared, hombro con hombro. Retrocedí y dejé que la puerta se cerrara. Me quedé un instante en el aire frío y acto seguido me alejé, crucé la calle y me encaminé a la oficina del motel.
Un espacio deprimente, iluminado con fluorescentes que daban un tono verdoso y rojizo debido a la máquina de Coca-Cola situada junto a la puerta. Tenía en la pared un teléfono público, el suelo de linóleo gastado y un mostrador que le llegaba a uno a la cintura, encastrado en una especie de revestimiento de madera falsa. El recepcionista estaba sentado detrás, en un taburete alto. Blanco, de unos veinte años, el cabello largo y sucio y mentón poco pronunciado.
– Feliz Año Nuevo -dije.
No respondió.
– ¿Has sacado algo de la habitación del muerto? -pregunté.
Negó con la cabeza.
– Dímelo otra vez.
– No he sacado nada.
Asentí. Le creí.
– Muy bien -dije-. ¿Cuándo se registró?
– No lo sé. Yo llegué a las diez. El ya estaba aquí.
Asentí de nuevo. Kramer se encontraba en el aparcamiento de coches de alquiler en Dulles a la una y media y había conducido casi los kilómetros justos para venir directamente hasta aquí, en cuyo caso se habría inscrito en torno a las siete y media. Quizá las ocho y media si se paró en algún sitio a comer algo. Tal vez las nueve si era un conductor excepcionalmente precavido.
– ¿Llegó a utilizar el teléfono público?
– Está estropeado.
– Entonces ¿cómo conseguisteis la puta?
– ¿Qué puta?
– La que él se estaba cepillando cuando murió.
– Aquí no vienen putas.
– ¿Acaso él la conoció en el bar?
– Su habitación está al final de la hilera. Qué demonios voy a saber.
– ¿Tienes permiso de conducir?
El tío me miró con recelo.
– ¿Por qué?
– Es sólo una pregunta -dije-. O tienes o no tienes.
– Sí tengo -repuso.
– Enséñamelo -ordené.
Yo era más grande que la máquina de Coca-Cola e iba todo cubierto de insignias y medallas, y él hizo lo que se le mandaba, como hacen la mayoría de los veinteañeros flacuchos cuando utilizo ese tono. Levantó el culo del taburete y sacó una cartera del bolsillo trasero del pantalón. La abrió de golpe. Su carnet de conducir se hallaba tras un plástico. Tenía la foto, y su nombre y dirección.
– Bien -dije-. Ahora sé dónde vives. Volveré más tarde a hacerte algunas preguntas. Si no te encuentro aquí, iré a tu casa.