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– ¿Por dónde se fue? -pregunté.

– Por el noreste -contestó Summer. Parecía muy segura de ello.

– ¿Por qué?

Se subió al capó y se sentó a mi lado.

– Tenía un vehículo -explicó.

– ¿Por qué?

– Porque no creo que llegaran andando.

– ¿Por qué?

– Porque si hubieran venido andando, todo habría sucedido más cerca de los edificios. Esto está al menos a treinta minutos a pie. No me imagino al malo caminando junto al otro y ocultando una palanca o una barra de hierro durante treinta minutos. Si la hubiera llevado dentro del abrigo, habría andado como un robot. Carbone se habría dado cuenta. Así que iban motorizados. En el vehículo del asesino. El arma estaba debajo de una chaqueta o algo así en el asiento de atrás. Quizá también el cuchillo y el yogur.

– ¿Desde dónde venían?

– Eso da igual. Lo único que nos importa ahora es adónde fue el tipo después. Y si iba en coche, no condujo en dirección a la alambrada. Podemos dar por supuesto que ésta no tiene agujeros del tamaño de un vehículo. Tal vez sí del tamaño de un hombre, o de un ciervo.

– Muy bien -dije.

– De modo que regresó a los edificios. No pudo ir a ningún otro sitio. Regresó por el camino, aparcó y volvió a sus asuntos.

Asentí. Miré hacia el horizonte occidental, frente a mí. Me volví y dirigí la mirada al noreste, a lo largo del sendero. Hacia los edificios. Dos kilómetros cuatrocientos metros de sendero. Imaginé la aerodinámica de un envase vacío de yogur. Plástico liviano, forma cilíndrica, una laminilla rota agitándose. Me imaginé tirando uno con fuerza. Volaría por el aire unos tres metros como máximo. Dos kilómetros cuatrocientos metros de camino, tres metros hasta el arcén de la izquierda, del lado del conductor. Me pareció que las posibilidades se reducían a miles. Y al punto me pareció que volvían a dilatarse hasta miles de millones.

– Hay una noticia buena y una mala -dije-. Creo que usted tiene razón, así que ha reducido el área de búsqueda en un noventa y nueve por ciento, acaso más. Lo que está muy bien.

– ¿Pero?

– Pongamos que estaba en un vehículo, pero ¿llegó a tirar el envase?

Summer esperó.

– Tal vez simplemente lo dejó caer al suelo del vehículo -señalé-. O lo dejó en la parte de atrás.

– Si era un vehículo del parque móvil, no.

– Pues a lo mejor lo arrojó a un cubo de basura más tarde, después de aparcar. O quizá se lo llevó a su dormitorio.

– Quizá. Las posibilidades están al cincuenta por ciento.

– Yo diría al setenta y al treinta, como mucho.

– De todos modos hemos de mirar.

Asentí. Apoyé las manos contra el parabrisas y salté a tierra.

Estábamos en enero y las condiciones eran bastante buenas. Febrero habría sido mejor. En un clima templado del hemisferio norte, la vegetación muere en febrero y por tanto escasea y está más dispersa. Pero para ser enero estaba bien. El sotobosque estaba bajo y la tierra era plana y del color de los helechos muertos y del mantillo de hojas. No había nieve. El paisaje era uniforme, neutro y orgánico. Un buen escenario. Imaginé que un envase de un producto lácteo sería de un blanco brillante. O crema. O acaso rosa, si era de fresa o frambuesa. En cualquier caso, el color sería de ayuda. Por ejemplo, no sería negro. Nadie pone un producto lácteo en un envase negro. Así que si estaba ahí y pasábamos cerca, lo veríamos.

Inspeccionamos en un radio de tres metros en torno a la escena del crimen. Nada. De modo que regresamos al camino y lo seguimos en dirección noreste. Summer caminaba a un metro y medio del borde izquierdo y yo caminaba a un metro y medio a su izquierda. Abarcábamos una franja de cuatro metros y medio, con dos pares de ojos en el crucial carril de metro y medio entre uno y otro, que, de acuerdo con mi teoría aerodinámica, era exactamente donde el envase debería haber caído.

Andábamos despacio, a la mitad del paso normal. Yo iba moviendo la cabeza de un lado a otro a cada paso. Me sentía un poco estúpido. Seguro que parecía un pingüino, pero era un método eficaz. Puse una especie de piloto automático, y el suelo se desdibujaba a mis pies. No veía hojas ni ramitas sueltas ni briznas de hierba, nada de lo que debía estar allí, atento sólo a algo que no debiera estar allí.

Anduvimos unos diez minutos y no hallamos nada.

– ¿Cambio? -sugirió Summer.

Intercambiamos el sitio y proseguimos. Había un millón de toneladas de detritos del bosque pero nada más. Las bases militares se mantienen escrupulosamente limpias. La patrulla semanal de la basura es sagrada. Fuera de la alambrada nos habríamos tropezado con toda clase de cosas. Pero dentro no. Seguimos otros diez minutos a lo largo de otros trescientos metros. Hicimos una pausa y volvimos a intercambiar posiciones. Al moverme tan despacio el aire frío me hacía tiritar. Miraba fijamente la tierra como un poseso. Intuía que estábamos cerca del objetivo. Dos kilómetros cuatrocientos metros. Calculé que los primeros centenares y los últimos eran un mal coto de caza. Al principio el tío sentiría el puro impulso de huir. Luego, ya cerca de los edificios, repararía en que tenía que componer el semblante y mostrarse tranquilo. Así pues, se habría librado del lastre en el trecho intermedio. Cualquiera con un mínimo sentido común se habría parado, habría inspirado, espirado y estudiado a fondo su situación. Habría bajado la ventanilla para que le diera en la cara el aire nocturno. Aminoré el paso y miré con más atención, a derecha e izquierda, a izquierda y derecha. Nada.

– ¿Se manchó de sangre? -pregunté.

– Un poco, quizá -repuso Summer, a mi derecha.

No la miré. Seguí con los ojos fijos en el suelo.

– En los guantes -añadió-. A lo mejor en los zapatos.

– Menos de lo que se esperaba -dije-. A menos que fuera médico, habría previsto una buena sangría.

– ¿Por tanto?

– Por tanto no utilizó un vehículo del parque. Si suponía que iba a haber mucha sangre no querría arriesgarse a manchar el coche.

– Si es así y el tío fue con su propio coche, seguramente tiraría el envase en el asiento de atrás. O sea que aquí no vamos a encontrar nada.

Asentí. Seguimos andando.

Recorrimos la totalidad de esa parte intermedia y no encontramos nada. Dos mil metros de material orgánico aletargado y ni un solo objeto de fabricación humana. Ni una colilla de cigarrillo, ni un trozo de papel, ni latas oxidadas ni botellas vacías. Toda una prueba del celo del comandante de la base. Pero para nosotros decepcionante. Nos detuvimos cuando fueron claramente visibles los principales edificios, trescientos metros por delante.

– Volvamos atrás -dije-. Quiero inspeccionar otra vez la parte intermedia.

– De acuerdo -dijo ella-. Media vuelta.

Intercambiamos posiciones nuevamente. Decidimos cubrir cada sección de trescientos metros al revés de antes. Si antes yo había andado por dentro, ahora lo haría por fuera, y viceversa. No había un verdadero motivo, salvo que cuatro ojos ven más que dos. Yo superaba en estatura a Summer en más de treinta centímetros, lo cual, aplicando la trigonometría simple, significaba que podía ver treinta centímetros más lejos en cualquier dirección. Ella estaba más cerca del suelo y afirmaba que sus ojos captaban muy bien los detalles.

Iniciamos el recorrido, despacio y con paso regular.

En la primera sección, nada. Cambiamos de posiciones. Me planté a tres metros del camino. Escudriñé a izquierda y derecha. El viento nos daba en la cara y empecé a lagrimear por el frío. Me metí las manos en los bolsillos.

Nada en la segunda sección. Nuevo intercambio de posiciones. Caminé a metro y medio del sendero, en paralelo a la vera. En la tercera sección, nada. Nos cambiamos otra vez. Mientras andábamos yo hacía cálculos mentales. Hasta el momento habíamos explorado una franja de cuatro metros y medio a lo largo de unos dos mil cien metros. Esto equivalía a unos diez mil metros cuadrados, o sea algo más de una hectárea de un total de cincuenta mil. Las posibilidades eran aproximadamente de una entre cuarenta mil. Más que en la lotería, aunque no muchas más.