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Seguimos mirando. El viento arreciaba y nos estábamos enfriando.

De pronto vi algo.

A mi derecha. A unos seis metros. No era un envase de yogur. Casi lo pasé por alto porque quedaba fuera de la zona de mayor probabilidad. Ningún objeto poco aerodinámico, liviano y de plástico habría llegado tan lejos tras ser lanzado desde un vehículo que pasara por el camino. De modo que mis ojos lo localizaron y mi cerebro lo procesó y lo desechó al punto.

Pero me quedé pensando. Puro instinto animal.

Porque parecía una serpiente. La parte de lagarto de mi cerebro susurró «serpiente» y noté una leve sacudida primigenia de miedo que había permitido sobrevivir a mis ancestros en las primeras etapas de la evolución. Todo sucedió en una décima de segundo. El susto quedó sofocado enseguida. La parte moderna y racional de mi mente salió al paso y dijo «en enero aquí no hay serpientes, colega; hace demasiado frío». Exhalé un suspiro y me paré para mirar atrás, sólo por curiosidad.

En la hierba marchita había una forma negra curva. ¿Un cinturón? ¿Una manguera de jardín? Pero entre los rígidos tallos marrones estaba más hundido de lo que habría estado algo hecho de piel, tela o goma. Se encontraba justo entre las raíces. Por tanto, pesaba. Tenía que pesar si había llegado tan lejos desde el camino. Por tanto, era de metal. Sólido, no tubular. Por tanto, no me resultaría familiar. Muy pocos artículos militares son curvos.

Me acerqué.

Era una barra de hierro pintada de negro, sangre y pelo apelmazados en un extremo.

Me quedé allí y mandé a Summer en busca del vehículo. Seguramente fue corriendo todo el trecho, pues regresó demasiado pronto y sin aliento.

– ¿Tenemos una bolsa para pruebas? -pregunté.

– No es ninguna prueba. Los accidentes durante unas maniobras no las precisan.

– No tengo intención de llevar esto ante un tribunal -señalé-. Es sólo que no quiero tocarlo. No quiero dejar mis huellas. Eso podría darle ideas a Willard.

Summer examinó la parte de atrás del vehículo.

– No hay bolsas de ésas -dijo.

Vacilé. Por lo general, hay que andarse con muchísimo cuidado para no contaminar pruebas con huellas ajenas, pelos o fibras. Al que mete la pata los fiscales se lo comen vivo. Pero esta vez, estando Willard en medio, la motivación sería distinta. Si yo metía la pata, podía dar con mis huesos en la cárcel. Medios, móvil, oportunidad, mis huellas dactilares en el arma. Demasiado bueno para ser cierto. Si la historia del supuesto accidente acababa escaldándole, Willard se cebaría en el primero que pillara.

– Podríamos traer a un especialista -sugirió Summer, de pie detrás de mí.

– No podemos involucrar a nadie más -dije-. Yo ni siquiera quería involucrarla a usted.

Se colocó a mi lado y se agachó. Alisó briznas de hierba con las manos para mirar más de cerca.

– No toque nada -le advertí.

– No pensaba hacerlo -replicó.

Miramos juntos. Un primer plano. Era una barra de mano forjada con acero de sección octogonal. Parecía una herramienta de buena calidad. Y flamante, pintada con esmalte negro. Su forma recordaba un poco al saxofón alto. La parte central medía menos de un metro y conformaba una especie de ese, con una curva casi llana en un extremo y una cerrada en el otro: una jota mayúscula. Ambas puntas estaban aplastadas y tenían muescas a modo de bocas sacaclavos. El diseño era moderno y sencillo. Y brutal.

– Apenas usado -dijo Summer.

– Jamás lo han usado -dije yo-. Al menos no en carpintería.

Me puse en pie.

– No hace falta que saquemos las huellas -señalé-. Podemos dar por supuesto que el tío llevaba guantes.

Summer se puso en pie a mi lado.

– Tampoco hace falta que determinemos el grupo sanguíneo -observó-. Podemos dar por supuesto que es el de Carbone.

No respondí.

– Podríamos dejarlo aquí y ya está -añadió Summer.

– No -repliqué-. No podemos.

Me agaché, quité el cordón de mi bota derecha y uní los dos extremos con un nudo de rizo. Así conseguí un lazo que cogí con la mano derecha y arrastré sobre la hojarasca hasta que se enganchó bajo un extremo de la barra. Levanté el pesado objeto de acero. Lo sostuve en alto, como un orgulloso pescador con su captura.

– Andando -dije.

Llegué cojeando al asiento del acompañante con la barra pendulando en el aire y la bota medio quitada. Me senté y mantuve la barra firme en el suelo para que no me rozara las piernas cuando el vehículo se moviera.

– ¿Adónde? -preguntó Summer.

– Al depósito de cadáveres.

Contaba con que el forense y su personal estarían desayunando fuera, pero me equivoqué. Se encontraban todos en el edificio, trabajando. El propio forense nos sorprendió en el vestíbulo. Iba a algún sitio con un expediente en la mano. Nos miró y luego miró el trofeo que colgaba del cordón de mi bota. Tardó medio segundo en comprender qué era y otro medio en darse cuenta de que aquello nos colocaba a todos en una situación muy embarazosa.

– Podríamos venir más tarde -dije. Cuando usted no estuviera.

– No -dijo-. Vamos a mi despacho.

Él abrió el camino. Lo miré andar. Era un hombre pequeño y de piernas cortas, animoso, competente, un poco mayor que yo. Parecía un tío majo. Y supuse que no era estúpido. Muy pocos médicos lo son. Antes de doctorarse deben aprender toda clase de cosas complicadas. Y me figuré que tenía un código ético de conducta. Por mi experiencia, era el caso de muchos. En esencia son científicos, y en general los científicos conservan un interés de buena fe en los hechos y la verdad, o cuando menos cierta curiosidad innata. Todo lo cual era bueno, pues la actitud de ese individuo iba a ser clave. Podía dejarnos vía libre o delatarnos con una simple llamada telefónica.

Su despacho era una sencilla habitación cuadrada llena de antiguas mesas de acero gris y archivadores. Estaba abarrotada. En las paredes se veían diplomas enmarcados. Había estanterías a rebosar de libros y manuales. Pero no recipientes con especímenes, ni cosas raras conservadas en formaldehído. Podía haber sido la oficina de un abogado militar, sólo que los diplomas no eran de facultades de Derecho sino de Medicina.

Se sentó en su silla de ruedecitas y puso el expediente encima de la mesa. Summer cerró la puerta y se apoyó contra ella. Yo me quedé en mitad de la estancia, con la barra de hierro colgando. Nos miramos uno a otro. Aguardé a ver quién hacía el movimiento inicial.

– Lo de Carbone fue un accidente durante unas maniobras -dijo el médico, desplazando su peón dos casillas al frente.

Asentí.

– De eso no hay duda -dije, moviendo mi propio peón.

– Me alegra que lo tengamos claro -repuso, con un tono que significaba: ¿se cree usted toda esa mierda?

Oí a Summer exhalar un suspiro; teníamos un aliado. Pero un aliado que quería guardar las distancias. Un aliado que quería protegerse tras una rebuscada charada. Y yo no le culpaba por ello. El hombre debía años de servicio a cambio de sus cursos en la facultad. Por tanto, era prudente. Por tanto, era un aliado cuyos deseos debíamos respetar.

– Carbone cayó y se golpeó en la cabeza -dije-. Es un caso cerrado. Un simple accidente, desde luego muy lamentable.

– ¿Pero?

Alcé un poco más la barra.

– Creo que se golpeó la cabeza con esto -dije.

– ¿Tres veces?

– A lo mejor rebotó. Quizás había ramitas bajo las hojas y eso hizo que el terreno fuera como una cama elástica.