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El médico asintió.

– El suelo puede ser así en esta época del año.

– Letal -agregué.

Bajé la barra y esperé.

– ¿Por qué la ha traído aquí? -inquirió el médico.

– Podría considerarse un elemento de imprudencia concurrente -expliqué-. Quien se lo dejó por ahí para que Carbone cayera encima acaso merecería una reprimenda.

Él asintió de nuevo.

– Tirar basura es una infracción grave. ¿Qué quiere de mí?

– Nada -repuse-. Estamos aquí para echarle una mano, nada más. Estando el caso cerrado, imaginamos que usted no querrá llenar su despacho con esos moldes en escayola que tomó del lugar de la herida. Pensamos que podríamos arrojarlos a la basura por usted.

El médico asintió por tercera vez.

– Pueden hacerlo -dijo-. Así me ahorran el viaje.

Hizo una larga pausa. Luego apartó el expediente que tenía delante y abrió unos cajones, colocó hojas de papel en blanco sobre la mesa y dispuso encima media docena de portaobjetos.

– Esa cosa parece pesada -me dijo.

– Lo es -confirmé.

– Quizá debería dejarla en el suelo. Para que su hombro descanse.

– ¿Es un consejo médico?

– No querrá lesionarse el ligamento.

– ¿Dónde lo dejo?

– En cualquier superficie plana que vea.

Di unos pasos al frente y dejé la barra con cuidado sobre la mesa, encima del papel y los portaobjetos. Desaté el nudo del cordón. Me agaché y lo devolví a la bota, anudándolo bien. Alcé la vista a tiempo de ver al médico coger un portaobjetos de microscopio. Lo frotó contra el extremo de la barra donde había sangre y pelo apelmazados.

– Vaya -comentó-. He ensuciado este portaobjetos. Qué torpe.

Cometió exactamente el mismo error con los otros cinco.

– ¿Queremos huellas dactilares? -preguntó.

Negué con la cabeza.

– Suponemos que llevaba guantes.

– Creo que deberíamos comprobarlo. La imprudencia concurrente es un asunto serio.

Abrió otro cajón, sacó un guante de látex y se lo puso en la mano. Esto originó una diminuta nube de polvos de talco. Acto seguido cogió la barra y se la llevó fuera del despacho.

Regresó antes de diez minutos. Aún llevaba puesto el guante. La barra estaba totalmente limpia. La pintura negra relucía. No se diferenciaba de una nueva.

– No hay huellas -dijo.

Dejó la barra encima de su silla, abrió un cajón de archivador y sacó una caja de cartón marrón de la que extrajo dos moldes en escayola. Ambos medían unos quince centímetros y llevaban escrito «Carbone» con tinta negra en la parte inferior. Uno era un positivo, formado presionando escayola húmeda en la herida. El otro un negativo, formado moldeando más escayola sobre el positivo. Éste mostraba la forma de la herida causada por el arma, y el positivo reflejaba la forma de la propia arma.

El médico dejó el positivo en la silla contigua a la de la barra. Las alineó bien paralelas. El molde medía unos quince centímetros. Era blanco y estaba algo picado debido al proceso de moldeado, pero por lo demás era idéntico al liso y negro hierro. Absolutamente idéntico. La misma sección, el mismo grosor, el mismo perfil.

A continuación, dejó el negativo sobre el escritorio. Era un poco mayor que el positivo, y estaba algo más sucio. Era una réplica exacta de la parte posterior de la destrozada cabeza de Carbone. El médico cogió la barra y la sopesó con la mano. La alineó, especulativo. La bajó muy despacio, una vez para el primer golpe, luego otra para el segundo. Y otra para el tercero. La acercó al molde. El tercero y último era el mejor definido. En el molde había un hoyo de casi dos centímetros en el que la barra encajaba a la perfección.

– Examinaré la sangre y el pelo -dijo-. Aunque ya sabemos cuáles serán los resultados.

Alzó la barra del molde y probó otra vez. Volvió a coincidir con precisión, hasta el fondo. La levantó y la sostuvo en equilibrio sobre la palma de las manos, como calculando su peso. Luego la agarró por el extremo más recto y la blandió como un bateador dispuesto a golpear una bola alta. La hizo oscilar de nuevo, con más fuerza, un golpe violento, poderoso. En sus manos, la barra parecía grande. Grande y demasiado poco pesada.

– Un hombre muy fuerte -dijo-. Un golpe atroz. El tipo era alto y grande, diestro, en buena forma física. Pero supongo que ésta es la descripción de muchas personas de esta base.

– ¿Qué tipo? -pregunté-. Carbone cayó y se rompió la cabeza.

El médico esbozó una sonrisa y volvió a sopesar la barra.

– En cierto modo es hermosa -señaló-. ¿No cree?

Entendí qué quería decir. Era un bonito objeto de acero, y era todo lo que necesitaba ser y nada que no necesitara. Como un Colt Detective Special, o un cuchillo de supervivencia, o una cucaracha. Lo metió dentro de un largo cajón metálico. Los metales rozaron y se oyó un ligero retumbo cuando el médico soltó el extremo de la barra.

– Lo guardaré aquí -dijo-. Si le parece bien. Es lo más seguro.

– De acuerdo -dije.

Cerró el cajón.

– ¿Es usted diestro? -me preguntó.

– Sí. Así es.

– El coronel Willard me dijo que lo hizo usted -añadió-. Pero no le creí.

– ¿Por qué no?

– Usted se sorprendió mucho al ver quién era cuando volví a poner la piel de la cara en su sitio. Tuvo una reacción física inequívoca. No es posible simular esa clase de cosas.

– ¿Se lo dijo a Willard?

El médico asintió.

– Dijo que era un asunto delicado, pero no se desvió de su idea. Y estoy seguro de que ya está elaborando una teoría que aporte razones convincentes.

– Andaré con cuidado -dije.

– También han venido a verme unos sargentos delta. Empiezan a correr ciertos rumores. Creo que debería andarse con mucho cuidado.

– Eso pienso hacer.

– Con muchísimo cuidado -insistió el médico.

Summer y yo regresamos al Humvee. Puso el motor en marcha, metió la primera y mantuvo el pie en el freno.

– Intendencia general -dije.

– No es un objeto militar -advirtió.

– Parece caro -señalé-. Lo bastante para que pueda ser del Pentágono.

– Sería verde.

Asentí.

– Seguramente. Pero aun así deberíamos comprobarlo. Tarde o temprano vamos a necesitar a todos nuestros patitos en fila.

Summer se dirigió al edificio de Intendencia general. Llevaba en Bird mucho más tiempo que yo y sabía dónde estaba todo. Aparcó frente al típico almacén. Y sabía que dentro habría un largo mostrador y detrás espaciosas zonas de almacenaje de acceso prohibido. Habría enormes fardos de ropa, neumáticos, mantas, retretes de campaña, herramientas para cavar trincheras, equipos de todas clases.

Entramos y al otro lado del mostrador vimos a un muchacho en uniforme de campaña. Era un campesino alegre y de aspecto saludable. Parecía que estuviera trabajando en la ferretería de su papá y que ésa fuera la ambición de su vida. Estaba entusiasmado. Le dije que buscábamos herramientas de construcción. El chico abrió un manual del tamaño de ocho guías telefónicas. Encontró la sección pertinente. Le pedí que buscara listados de barras de hierro. Se lamió el dedo, pasó unas páginas y encontró dos entradas. «Palanca: reglamentaria, larga, boca sacaclavos en un extremo», y «Barra: reglamentaria, corta, boca sacaclavos en ambos extremos». Le pedí que nos enseñara una de estas últimas.

Desapareció entre los altos montones de material. Esperamos. Aspiramos el incomparable olor de los almacenes de intendencia, a polvo viejo, goma nueva y sarga de algodón húmeda. El muchacho regresó tras cinco largos minutos con una barra reglamentaria. La dejó en el mostrador, delante de nosotros. Summer estaba en lo cierto, era verde oliva. Y totalmente distinta de la que habíamos dejado en el despacho del forense. Quince centímetros más corta, ligeramente más delgada y la curvatura algo diferente. Parecía diseñada con esmero, seguramente un ejemplo perfecto del modo en que el ejército hace las cosas. Años atrás probablemente había sido el nonagésimo noveno artículo en la lista de renovaciones del equipo de un zapador. Se habría formado un subcomité, con informes de supervivientes de los viejos batallones de zapadores. Se habría redactado una descripción relativa a la longitud, el peso y la durabilidad. Se habría tenido en cuenta la fatiga del metal, así como las regiones de uso probable. Se habría evaluado su resistencia en los vientos helados del norte de Europa y la maleabilidad en el intenso calor del ecuador. Se habrían hecho croquis detallados. Habría salido a concurso público. Las fábricas de toda Pensilvania y Alabama habrían hecho ofertas. Se habrían forjado prototipos, luego probados de forma exhaustiva. Habría salido un solo ganador. Se habría añadido la pintura, y el grosor y la uniformidad de su aplicación se habrían especificado y controlado minuciosamente. Y luego todo habría quedado en el olvido. Sin embargo, el producto de aquellos largos meses de deliberación seguía materializándose, miles de unidades al año, tanto si hacían falta como sino.