– Gracias, soldado -dije.
– ¿No lo necesita? -preguntó el muchacho.
– Sólo necesitaba verlo -contesté.
Regresamos a mi despacho. Era media mañana, un día gris, y yo me sentía desorientado. Hasta el momento, la nueva década no me había deparado nada bueno. Con seis días ya cumplidos del nuevo año, aún no era un gran entusiasta de los noventa.
– ¿Va a redactar el informe del accidente? -inquirió Summer.
– ¿Para Willard? Todavía no.
– Lo quería para hoy.
– Ya lo sé. Pero haré que vuelva a pedírmelo.
– ¿Por qué?
– Porque será una experiencia fascinante, supongo. Como observar gusanos retorciéndose en torno a algo muerto.
– ¿Qué ha muerto?
– Mi entusiasmo por levantarme de la cama por la mañana.
– Una manzana podrida -dijo ella-. Eso no significa gran cosa.
– Tal vez. Si es sólo una.
Se quedó callada.
– Barras de hierro -señalé-. Tenemos dos casos distintos con barras de hierro, y no me gustan las coincidencias. Sin embargo, no logro ver qué relación tienen. No hay forma de conectarlos. Carbone estaba a un millón de kilómetros de la señora Kramer, en todos los sentidos imaginables. Uno y otro vivían en mundos totalmente distintos.
– Vassell y Coomer los conectaron -observó ella-. Tenían interés en algo que podía haber estado en la casa de la señora Kramer y se hallaban en Fort Bird la noche en que Carbone fue asesinado.
Asentí.
– Esto me está volviendo loco. Es una conexión perfecta salvo que no lo es. En D.C. recibieron una llamada, estaban demasiado lejos de Green Valley para hacerle nada a la señora Kramer por sí mismos, y desde el hotel no llamaron a nadie. Luego se encontraban aquí la noche de la muerte de Carbone, pero estuvieron todo el rato en el club de oficiales con una docena de testigos, cenando filete y pescado.
– La primera vez que vinieron aquí tenían un chófer -dijo ella-. El comandante Marshall, ¿se acuerda? Pero la segunda vez vinieron por su cuenta. Eso me suena un poco a clandestino. Es como si estuvieran aquí por un motivo secreto.
– No hay nada secreto en perder el tiempo en el bar del club de oficiales y después cenar en el comedor. Estuvieron toda la noche visibles.
– Pero ¿por qué no vinieron con su chófer? -repuso Summer-. ¿Por qué solos? Supongo que Marshall estaba en el funeral con ellos. ¿Y después decidieron conducir por su cuenta quinientos kilómetros? ¿Y luego otros quinientos de vuelta?
– Quizá Marshall no estaba disponible.
– Es su favorito -soltó-. Siempre está disponible.
– Pero ¿por qué llegaron siquiera a venir? Es un largo trecho para una cena que no tenía nada de especial.
– Vinieron por el maletín, Reacher. Norton se equivoca. Seguro. Alguien se lo dio. Y cuando se fueron lo llevaban consigo.
– No creo que Norton esté equivocada. Me convenció.
– Entonces tal vez lo recogieron en el aparcamiento -apuntó ella-. Eso Norton no lo habría visto. Presumo que con el frío que hacía no salió a despedirles. Pero ellos se marcharon con el maletín, desde luego. ¿Por qué, si no, estarían contentos de regresar a Alemania?
– A lo mejor simplemente se dieron por vencidos. En todo caso debían volver a Alemania. Tenían que disputarse el puesto de Kramer.
Summer no dijo nada.
– En cualquier caso, no hay conexión posible -añadí.
– Vivimos en un mundo azaroso.
Asentí.
– Y así despiertan poca atención -dije-. Y Carbone, toda.
– ¿Vamos a volver a buscar el envase de yogur?
Meneé la cabeza.
– Está en el coche del tío. O en su cubo de la basura.
– Podía haber sido útil.
– Investigaremos la barra. Es flamante. Seguramente fue adquirida hace tan poco tiempo como el yogur.
– No disponemos de medios.
– El detective Clark, de Green Valley, lo hará por nosotros. Cabe suponer que ya está buscando su barra. Estará preguntando en ferreterías. Le pediremos que amplíe su radio de acción y su marco temporal.
– Eso le supondrá mucho tiempo adicional.
Asentí.
– Tendremos que ofrecerle algo a cambio. Le diremos que estamos trabajando en algo que puede serle de ayuda.
– ¿Como qué?
Sonreí.
– Nos lo inventaremos. Le daremos el nombre de Andrea Norton. Así le enseñaríamos a ella qué clase de familia somos exactamente.
Llamé a Clark. No le di el nombre de Andrea Norton pero sí le dije unas cuantas mentiras. Le dije que recordaba el destrozo en la puerta de la señora Kramer y la herida en su cabeza, y que suponía que eran obra de una barra de hierro, y que daba la casualidad que habíamos tenido una racha de allanamientos en instalaciones militares a lo largo de la costa Este en que también parecían haberse utilizado barras de hierro, y le pregunté si podíamos tener acceso al trabajo que él estaba haciendo en lo relativo a localizar el arma de Green Valley. Clark no contestó de inmediato, y yo llené el silencio diciéndole que actualmente los almacenes de intendencia no tenían barras reglamentarias y, por tanto, estaba convencido de que los chicos malos la habían conseguido en el ámbito civil. Le solté un rollo sobre que no queríamos aprovecharnos de sus esfuerzos pero que teníamos una línea de investigación más prometedora. Él aguardó, como los polis de todas partes, a la espera de oír nuestro ofrecimiento. Le dije que en cuanto tuviéramos un nombre, un perfil o una descripción, se lo proporcionaríamos tan rápidamente como el asunto pudiera viajar por la línea de fax. Entonces Clark se animó. Era un hombre desesperado que estaba mirando fijamente una pared de ladrillo. Me preguntó qué quería exactamente. Le expliqué que nos ayudaría mucho si ampliaba su investigación hasta un radio de quinientos kilómetros alrededor de Green Valley y comprobaba compras en ferreterías desde última hora del día de Nochevieja hasta el 4 de enero.
– ¿Cuál es su prometedora línea de investigación? -preguntó.
– Puede que exista una conexión militar con la señora Kramer. Podremos ofrecerle al tipo en una bandeja y con un lacito.
– Estaría bien.
– Cooperación -dije-. Lo que hace que el mundo gire.
– Sin duda.
Clark parecía contento. Se lo tragó todo. Prometió ensanchar su campo de investigación y tenerme al corriente. Colgué y el teléfono volvió a sonar inmediatamente. Era una mujer, de cálida voz sureña. Pedía a 10-33 un 10-16 desde el PM XO de Fort Jackson, lo que significaba «por favor esté atento a recibir una llamada por línea terrestre segura de su homólogo en Carolina del Sur». Aguardé con el auricular en el oído y durante unos instantes oí un silbido electrónico hueco. Luego hubo un fuerte chasquido y habló mi colega de Carolina del Sur, quien me hizo saber que aquella mañana el coronel David C. Brubaker, oficial al mando de las Fuerzas Especiales de Fort Bird, había sido encontrado muerto con dos balas alojadas en la cabeza, en un callejón de un barrio de mala muerte de Columbia, la capital de Carolina del Sur, a más de trescientos kilómetros del hotel con campo de golf de Carolina del Norte donde estaba pasando las vacaciones con su esposa. Y según los médicos locales llevaba muerto un par de días.