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Mi homólogo de Jackson se llamaba Sánchez. Lo conocía bien y me caía mejor. Era listo y amable. Puse la llamada en el altavoz para que Summer oyese, y hablamos brevemente sobre jurisdicción, aunque sin demasiado entusiasmo. La jurisdicción era siempre un asunto de contornos imprecisos, y todos sabíamos que estábamos derrotados desde el primer momento. Brubaker se hallaba de vacaciones, llevaba ropa civil y su cuerpo se había encontrado en una callejuela de la ciudad. Por tanto, su caso competía a la policía de Columbia. Ante eso no podíamos hacer nada. Y la policía de Columbia lo había notificado al FBI, pues el último paradero conocido de Brubaker era el hotel de Carolina del Norte, lo que añadía a la situación una posible dimensión interestatal, y los homicidios interestatales correspondían al Bureau. Y también porque, desde un punto de vista técnico, un oficial del ejército es un empleado federal, y matar empleados federales es un delito federal muy grave, lo que les proporcionaba otra acusación que endilgar al culpable si algún día lo pillaban de milagro. Ni a Sánchez ni a mí ni a Summer nos importaba un pimiento la diferencia entre tribunales estatales y tribunales federales, pero todos sabíamos que si intervenía el FBI, el caso quedaba fuera de nuestro alcance. Coincidimos en que lo máximo que podíamos esperar era llegar a ver, a la larga, parte de la documentación pertinente, con fines estrictamente informativos y exclusivamente por cortesía. Summer torció el gesto y se apartó. Yo desconecté el altavoz y hablé con Sánchez.
– ¿Tienes alguna idea? -le pregunté.
– Alguien a quien él conocía -contestó Sánchez-. No es fácil sorprender en un callejón a un delta como Brubaker.
– ¿Qué arma?
– Al parecer, una pistola de nueve milímetros.
– ¿Por qué estaba él ahí?
– Ni idea. Una cita, supongo. Con alguien a quien conocía.
– ¿Cuándo sucedió?
– El cuerpo estaba helado, la piel un poco verdosa y el rigor mortis había desaparecido. Dicen que entre veinticuatro y cuarenta y ocho horas. Quizá lo más acertado sería la media. Pongamos que anteanoche, hacia las tres o las cuatro de la madrugada. El camión de la basura lo encontró esta mañana a las diez. Recogida semanal.
– ¿Dónde estabas el veintiocho de diciembre?
– En Corea. ¿Y tú?
– Panamá.
– ¿Por qué nos trasladaron?
– Sigo pensando que estamos a punto de averiguarlo.
– Está pasando algo raro -dijo Sánchez-. Movido por la curiosidad, he comprobado que éramos veinte en la misma situación, de todas partes del mundo. Y la firma de Garber está en todas las órdenes, pero no creo que sea auténtica.
– Yo estoy seguro de que no lo es -señalé-. ¿Ha pasado algo por ahí antes de esto de Brubaker?
– Nada. La semana más tranquila que he tenido en mi vida.
Colgamos. Me quedé sentado unos instantes. Columbia estaba a unos trescientos kilómetros de Fort Bird. Uno iba en dirección al sudoeste por la autopista, cruzaba la frontera del estado, tomaba la I-20 hacia el oeste, conducía un poco más y ya había llegado. Trescientos kilómetros y pico. La noche anterior a la noche pasada fue la misma en que encontramos el cadáver de Carbone. Yo había abandonado el despacho de Andrea Norton justo antes de las dos de la madrugada. Ella podía servirme de coartada hasta esa hora. Después yo había estado en el depósito de cadáveres a las siete, para la autopsia. El forense podría confirmarlo. De modo que tenía dos coartadas sin relación entre sí. Pero entre las dos y las siete había aún un intervalo de cinco horas en que cabía el momento probable de la muerte de Brubaker. ¿Podía haber conducido yo trescientos kilómetros de ida y trescientos de vuelta en cinco horas?
– Los tíos de Delta me tienen en la mira por lo de Carbone -dije-. Me pregunto si ahora también vendrán por mí por lo de Brubaker. ¿Qué le parece hacer seiscientos kilómetros en cinco horas?
– Seguramente yo podría hacerlos -repuso Summer-. Basta con un promedio de ciento veinte. Depende del coche, claro, y de la carretera, y del tráfico, el tiempo y la poli. Pero es posible, desde luego.
– Pues qué bien.
– Pero eso es hilar demasiado fino.
– Mejor que así sea. Porque para ellos matar a Brubaker será como haber matado a Dios.
– ¿Va a ir por ahí a dar la noticia?
Asentí.
– Creo que debo hacerlo, por una cuestión de respeto. Pero usted informa al comandante del puesto de mi parte, ¿vale?
El encargado de las funciones administrativas de las Fuerzas Especiales era un gilipollas, pero también humano. Cuando se lo conté se quedó inmóvil y palideció, y quedó claro que ahí había bastante más que la previsión de un mero engorro burocrático. Por lo que yo había oído, Brubaker era severo, distante y autoritario, pero era asimismo una verdadera figura paterna, para cada hombre tomado individualmente y para el conjunto de la unidad. Y para la unidad como concepto. Las Fuerzas Especiales en general y Delta en concreto no siempre han gozado de popularidad en el Pentágono y el Capitolio. El ejército detesta los cambios y tarda mucho tiempo en acostumbrarse a cualquier novedad. Al principio, la idea de formar una chusma de intervención rápida y contundente había sido difícil de vender, y Brubaker había sido uno de los encargados de ventas, y desde entonces jamás había cejado en su empeño. Su muerte iba a ser un duro golpe para las Fuerzas Especiales, igual que para una nación entera la muerte de su presidente.
– Lo de Carbone fue muy fuerte -dijo el hombre-. Pero esto es inaudito. ¿Hay alguna relación?
Lo miré.
– ¿Cómo va a haber ninguna relación? -dije-. Carbone tuvo un accidente.
No replicó.
– ¿Por qué estaba Brubaker en un hotel? -pregunté.
– Porque le gustaba jugar al golf. Tenía una casa cerca de Bragg desde hacía tiempo, pero no le gustaba el golf de allí.
– ¿Dónde está ese hotel?
– En las afueras de Raleigh.
– ¿Iba mucho?
– Siempre que tenía ocasión.
– ¿Su mujer juega al golf?
Él asintió.
– Juegan juntos. -Hizo una pausa-. Jugaban -corrigió, y acto seguido se quedó callado y desvió la vista.
Me imaginé a Brubaker. No lo había conocido, pero conocía a tíos a quienes caía bien. Un día están hablando de cómo orientar un tipo de mina antipersona para que explote con el ángulo exacto para arrancar la columna vertebral de los enemigos, y al día siguiente lucen camisas hawaianas mientras juegan al golf con sus esposas, acaso cogiéndose de las manos y sonriendo mientras se desplazan por el campo en sus cochecitos eléctricos. Yo conocía a muchos tipos así. Mi padre, por ejemplo, aunque él nunca jugó al golf. Observaba pájaros. Había estado en la mayoría de los países del mundo y había visto un montón de pájaros.
Me puse en pie.
– Si me necesita, llámeme -dije-. Ya sabe, si hay algo que yo pueda hacer…
Él asintió.
– Gracias por la visita -dijo-. Mejor que una llamada telefónica.
Regresé a mi despacho. Summer no estaba. Perdí más de una hora con sus listas de personal. Tomé un atajo y quité a la forense. Y a Summer. Y a Andrea Norton. Quité a todas las mujeres. Los datos médicos eran muy claros respecto a la estatura y el peso del agresor. Quité a los camareros del club de oficiales; el suboficial había dicho que estuvieron muy ocupados, deshaciéndose en atenciones con los comensales. También a los cocineros, y a los del bar, y a los PM de la puerta de entrada. Eliminé a todos los que aparecían como hospitalizados y encamados. Me excluí a mí mismo y a Carbone, claro.