Luego conté los que quedaban y escribí el número 973 en un trocito de papel. Ése era nuestro grupo de sospechosos. Me quedé con la mirada perdida. Sonó el teléfono. Era Sánchez, desde Fort Jackson.
– Acaba de llamarme la policía de Columbia -dijo-. Están compartiendo sus hallazgos iniciales.
– ¿Y?
– Su médico no está del todo de acuerdo conmigo. La muerte no se produjo entre las tres y las cuatro de la madrugada sino a la una veintitrés de anteanoche.
– Vaya precisión.
– La bala rozó su reloj de pulsera y lo estropeó.
– ¿Un reloj roto? No podemos basarnos ciento por ciento en eso.
– Es bastante seguro. Han hecho otras pruebas. No es una estación adecuada para medir la actividad de insectos, lo que habría sido de gran ayuda, pero el contenido del estómago de Brubaker seguía ahí cinco o seis horas después de una copiosa cena.
– ¿Qué dice su esposa?
– Que desapareció a las ocho de esa noche, tras haber cenado mucho. Se levantó de la mesa y ya no volvió.
– ¿Y qué hizo ella?
– Nada -contestó Sánchez-. Él pertenecía a las Fuerzas Especiales. Durante todo su matrimonio él había desaparecido sin avisar, en mitad de la cena, en mitad de la noche, durante días o semanas, sin ser nunca capaz de decir después dónde había ido ni por qué. Estaba acostumbrada.
– ¿Recibió él alguna llamada telefónica o algo así?
– Ella supone que en algún momento sí la recibió. No está segura del todo. Antes de la cena, la mujer se encontraba en el balneario. Acababan de jugar veintisiete hoyos.
– ¿Puedes llamarla tú? Contigo hablará más deprisa que con los polis civiles.
– Puedo intentarlo.
– ¿Algo más? -dije.
– La herida de bala era de nueve milímetros. Dos tiros, ambos de parte a parte. De entrada limpia y salida fea.
– Munición encamisada -dije.
– Disparos de contacto -corrigió él-. Había quemaduras de pólvora. Y hollín.
Pensé un momento. No podía ser. ¿Dos disparos? ¿De contacto? ¿Una de las balas entra, sale, traza una curva, regresa y le estropea el reloj?
– ¿Tenía las manos en la cabeza?
– Le dispararon por la espalda, Reacher. Dos veces, a la parte posterior del cráneo. Pum pum, gracias y buenas noches. El segundo alcanzaría el reloj después de atravesarle la cabeza. Trayectoria descendente. Tirador alto.
No dije nada.
– Bien -dijo Sánchez-. No sé hasta qué punto es verosímil. ¿Lo conocías?
– No.
– Estaba muy por encima de la media. Un verdadero profesional. Y además inteligente. Conocía todos los ángulos, las ventajas y los trucos, y estaba preparado para valerse de ello.
– ¿Y le dispararon en la parte posterior de la cabeza?
– Conocía al tipo, sin duda. No hay otra explicación. ¿Cómo, si no, iba a darle la espalda en un callejón en mitad de la noche?
– ¿Estás investigando a gente en Fort Jackson?
– Aquí hay un montón de gente.
– Qué me vas a contar.
– ¿Tenía enemigos en Fort Bird?
– No que yo sepa -repuse-. ¿Tenía enemigos en la cadena de mando hacia arriba?
– Los peces gordos no quedan con la gente en callejones a media noche.
– ¿Dónde está ese callejón?
– En una parte de la ciudad no precisamente tranquila.
– Entonces ¿alguien oyó algo?
– Nadie -contestó Sánchez-. La policía de Columbia ha hecho un sondeo y nada.
– Qué raro.
– Son civiles. ¿Qué otra cosa se podía esperar?
No respondió.
– ¿Ya has conocido a Willard? -pregunté.
– Ahora mismo está de camino hacia aquí. Parece un verdadero capullo, de esos que se entrometen en todo.
– ¿Cómo es el callejón?
– Putas y traficantes de crack. Nada que los prohombres de la ciudad de Columbia vayan a incluir en sus folletos turísticos.
– Willard detesta los escándalos -le advertí-. Se pondrá nervioso por la cuestión de la imagen.
– ¿La imagen de Columbia? ¿A quién le importa?
– La imagen del ejército -precisé-. No querrá que el nombre de Brubaker, un coronel de elite, salga junto al de putas y traficantes. Cree que todo este asunto de la Unión Soviética va a agitar las aguas. Cree que ahora mismo nos convienen unas buenas relaciones públicas. Se figura que lo ve todo claro.
– Lo que veo claro yo es que, de todos modos, en este asunto ya no puedo intervenir mucho más. ¿Qué clase de influencia tiene él en la policía de Columbia y el FBI? Porque eso es lo que haría falta.
– Prepárate, que habrá problemas.
– ¿Vamos a pasar siete años de vacas flacas?
– No tantos.
– ¿Por qué?
– Es una sensación -dije.
– ¿Estás conforme con que me ocupe de los contactos de aquí? ¿O prefieres que te llamen a ti? Técnicamente, Brubaker es un muerto tuyo.
– Encárgate tú -dije-. Tengo otras cosas que hacer.
Colgamos, y yo volví a las listas de Summer. «Novecientos setenta y tres.» Novecientos setenta y dos inocentes y un culpable. ¿Cuál?
Al cabo de otra hora regresó Summer. Entró y me entregó una hoja. Era una fotocopia de una solicitud de armas efectuada cuatro meses atrás por el sargento primero Christopher Carbone. Se refería a una pistola Heckler & Kock P7. Quizá le habían gustado las metralletas H &K de los Delta, y por eso quería una P7 para uso personal. Había pedido que la recámara fuera para el cartucho normal de 9 mm Parabellum. Con un cargador de trece disparos y tres más de repuesto. Era una solicitud totalmente normal y una petición absolutamente razonable. No me cabía duda de que se la habían concedido. No habría habido susceptibilidades. H &K era un producto alemán, y Alemania seguía en la OTAN. Tampoco habría incompatibilidades. La Parabellum de 9 mm era una munición corriente en la OTAN, y el ejército de Estados Unidos no andaba escaso de ella. Había almacenes abarrotados. Podríamos haber llenado cargadores de trece disparos un millón de veces cada día hasta el fin de los tiempos.
– ¿Qué?
– Mire la firma -dijo Summer. De un bolsillo interior sacó la copia de la denuncia de Carbone y la dejó sobre la mesa, al lado de la solicitud. Paseé la vista de una a otra.
Las dos firmas eran idénticas.
– No somos expertos en caligrafía -dije.
– No hace falta serlo. Son iguales, Reacher. Créame.
Asentí. En las dos ponía C. Carbone, y las cuatro ces mayúsculas eran muy características. Rápidas, alargadas, con una rúbrica rizada. La e minúscula del final también era peculiar. Tenía una forma redondeada y la cola saltaba velozmente a la derecha de la hoja, más allá del nombre, horizontal, exuberante. El arbon del centro era dinámico, fluido y lineal. En conjunto era una firma atrevida, orgullosa, legible, segura de sí misma, desarrollada indudablemente durante largos años de firmar cheques y cuentas del bar, permisos y documentos de vehículos. Cualquier firma podía falsificarse, naturalmente, pero pensé que ésta habría presentado verdaderas dificultades. Dificultades que, a mi juicio, habría sido imposible superar entre la medianoche y las 8.45 en una base militar de Carolina del Norte.
– De acuerdo -dije-. La denuncia es auténtica.
La dejé sobre la mesa. Summer la giró y la leyó de cabo a rabo pese a que seguramente la había leído ya un montón de veces.
– Es fría -comentó-. Como una puñalada en la espalda.
– Yo diría más bien extraña. Nunca antes había visto a ese tío. Estoy seguro. Y era un delta. No es que entre ellos haya muchas almas amables y pacíficas. ¿Por qué se sentiría ofendido? No fue su pierna la que rompí.