– Tal vez fue algo personal. A lo mejor el gordo era amigo suyo.
Meneé la cabeza.
– Entonces habría intervenido para parar la pelea.
– Es la única denuncia que presentó en sus dieciséis años de carrera -dijo.
– ¿Ha hablado usted con gente?
– Con toda clase de gente. De aquí mismo, y por teléfono con personas de todas partes.
– ¿Ha ido con cuidado?
– Con sumo cuidado. Y es la única denuncia que han presentado jamás contra usted.
– ¿También ha comprobado eso?
Asintió.
– Me he remontado al Paleolítico -añadió.
– Quería saber con qué clase de tío está viéndoselas aquí, ¿eh?
– No; quería ser capaz de demostrarles a los delta que usted no tiene antecedentes. Ninguna historia con Carbone ni con nadie.
– ¿Ahora me está protegiendo usted a mí?
– Alguien tendrá que hacerlo. Acabo de hacerles una visita. Están desquiciados.
Asentí.
– No me extraña -dije. Imaginé sus solitarios alojamientos, primero pensados para meter dentro a gente, luego usados para dejar fuera a los desconocidos, ahora sirviendo para mantener la unidad en ebullición, como en una olla a presión. Me imaginé el despacho de Brubaker, dondequiera que estuviera, tranquilo y desierto. Y el vacío dormitorio de Carbone.
– ¿Dónde estaba la nueva P7 de Carbone? -dije-. En su dormitorio no la encontré.
– En el arsenal que tienen -explicó Summer-. Limpia, lubricada y cargada. Inspeccionan las armas personales que entran y salen. Dentro del hangar hay una especie de jaula. Debería ver usted ese lugar. Es como la tienda de Santa Claus. Humvee blindados especiales, camionetas, explosivos, lanzagranadas, minas antipersona, material de visión nocturna. Ellos solos podrían equipar a cualquier dictador africano.
– Muy tranquilizador.
– Perdón -dijo.
– Así pues, ¿por qué presentó la denuncia?
– No lo sé -repuso ella.
Me imaginé a Carbone en el local de striptease en Nochevieja. Yo había entrado y visto un grupo de cuatro hombres que tomé por sargentos. El torbellino de la multitud había hecho que tres de ellos volvieran la mirada y el cuarto quedara frente a mí de manera totalmente fortuita. Yo no sabía a quién me iba a encontrar allí dentro, ellos no sabían que yo iba a aparecer. Nunca había visto a ninguno antes. El encuentro fue todo lo casual que cupiera imaginar. Aun así, Carbone me había denunciado por un alboroto insulso de los que él habría presenciado miles. El tipo de alboroto insulso en el que él habría tomado parte cientos de veces. Si un soldado afirma que jamás ha pegado a un civil en un bar, estamos ante un embustero.
– ¿Es usted católica? -pregunté.
– No. ¿Por qué?
– Me preguntaba si sabría latín.
– No sólo los católicos saben latín. Fui al instituto, ¿sabe?
– Vale. Cui bono?
– A quién beneficia. ¿El qué? ¿La denuncia?
– Es siempre una buena guía para descubrir el motivo -precisé-. Con ella se pueden explicar muchísimas cosas. Historia, política, todo.
– ¿Es como seguir un rastro de dinero?
– Más o menos -dije-. Con la diferencia de que no creo que aquí haya dinero alguno. Pero de algún modo esto iba a beneficiar a Carbone. Si no, ¿por qué iba a hacerlo?
– Por alguna razón moral. Tal vez se sintió impulsado a ello.
– Si era la primera vez en dieciséis años, no. Tuvo que haber visto cosas mucho peores. Al fin y al cabo sólo rompí una pierna y una nariz. Nada del otro mundo. Esto es el ejército, Summer. Doy por sentado que durante todos estos años Carbone no estuvo confundiéndolo con un club de jardinería.
– No sé -dijo Summer.
Deslicé sobre la mesa el papel con los 973 nombres.
– Ésta es nuestra lista de sospechosos.
– Carbone estuvo en el bar hasta las ocho -dijo ella-. También lo verifiqué. Se marchó solo. Después nadie volvió a verlo.
– ¿Nadie sabe nada sobre su estado de ánimo?
– Los delta no tienen estados de ánimo. Parecer humano es demasiado peligroso.
– ¿Había bebido?
– Una cerveza.
– O sea que se marchó sin más, sin nervios ni preocupaciones.
– Por lo visto.
– Conocía al tipo con el que había quedado -reafirmé.
Summer no respondió.
– Sánchez ha vuelto a llamar cuando usted no estaba -añadí-. Al coronel Brubaker le dispararon en la cabeza. Dos tiros, de cerca, por la espalda.
– Entonces también conocía al tío con quien había quedado.
– Muy probablemente -dije-. La 1.23. Una bala estropeó su reloj. Entre tres horas y media y cuatro horas y media después de lo de Carbone.
– Esto le deja libre de sospecha ante los delta. A la 1.23 usted todavía estaba aquí.
– Sí -dije-. Así es. Estaba con Norton.
– Haré correr la voz.
– No la creerán.
– ¿Cree que hay relación entre las dos muertes?
– Eso indica el sentido común. Pero no veo cómo. Ni por qué. Vamos a ver, sí claro, ambos eran chicos delta. Pero Carbone se encontraba aquí y Brubaker allí, y Brubaker era de los que manejaban los hilos mientras que Carbone vivía bastante aislado. Quizá porque pensaba que eso era lo que debía hacer.
– ¿Cree que algún día habrá gays en el ejército?
– Creo que ya los hay. Siempre los ha habido. En la Segunda Guerra Mundial, los aliados tenían catorce millones de hombres uniformados. Según cualquier probabilidad razonable, al menos un millón eran gays. Y por lo que recuerdo, la última vez que hojeé los libros de historia vi que aquella guerra la ganamos. A lo grande.
– Sería un paso adelante de narices -soltó ella.
– También se dio un gran paso al aceptar a soldados negros. Y a las mujeres. Muchos se cabrearon y se quejaron. Que era malo para la moral, para la cohesión de las unidades. Chorradas, entonces y ahora, ¿vale? Usted está aquí y lo está haciendo muy bien.
– ¿Es usted católico?
Negué con la cabeza.
– El latín nos lo enseñó mi madre -comenté-. Se preocupaba por nuestra educación. Nos enseñaba cosas, a mí y a mi hermano Joe.
– Debería usted llamarla.
– ¿Para qué?
– Para ver cómo está de la pierna.
– Quizá más tarde -dije.
Volví a revisar las listas de personal, y Summer se marchó y regresó con un mapa del Este. Lo pegó en la pared, debajo del reloj, y marcó nuestra ubicación en Fort Bird con una chincheta roja. Luego señaló Columbia (Carolina del Sur), donde habían hallado a Brubaker. A continuación marcó Raleigh (Carolina del Norte), donde Brubaker había estado jugando al golf con su mujer. Saqué una regla de plástico transparente de un cajón de mi escritorio y se la di. Summer verificó la escala del mapa y se puso a calcular tiempos y distancias.
– Tenga presente que muy pocos conducen tan deprisa como usted -le advertí.
– Nadie conduce tan rápido como yo -corrigió.
Midió once centímetros y pico entre Raleigh y Columbia, que redondeamos hasta doce para tener en cuenta que la US-1 serpentea un poco. Ella puso la regla contra la escala del recuadro de signos convencionales.
– Trescientos veinte kilómetros -dijo-. De modo que si Brubaker salió de Raleigh después de cenar, pudo haber llegado fácilmente a Columbia a medianoche. Una hora o así antes de morir.
Después comprobó la distancia entre Fort Bird y Columbia. Le salieron doscientos cuarenta kilómetros, menos de lo que yo había supuesto en un principio.
– Tres horas -indicó-. Con un margen cómodo. -Luego me miró-. Pudo haber sido el mismo -dijo-. Si mataron a Carbone entre las nueve y las diez, el mismo tío pudo haber estado en Columbia a medianoche o a la una para cargarse a Brubaker. -Colocó su pequeño dedo en la chincheta de Fort Bird-. Carbone -dijo. Extendió la mano y puso el índice sobre la chincheta de Columbia-. Brubaker -añadió-. La secuencia es clarísima.