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No respondió. Salí y regresé al Humvee a esperar.

Al cabo de cuarenta minutos aparecieron una ambulancia militar y otro Humvee. Dije a mis muchachos que lo cogieran todo, incluido el coche de alquiler, pero no me quedé a ver cómo lo hacían sino que regresé a la base. Una vez en mi despacho prestado, le dije a la sargento que llamara a Garber. Aguardé la llamada en mi mesa. Tardó menos de dos minutos.

– ¿Y bien? -preguntó.

– Se llamaba Kramer.

– Eso ya lo sé -señaló Garber-. Después de hablar contigo hablé con la policía. ¿Qué le ocurrió?

– Un ataque al corazón. Durante un acto sexual con una prostituta. En la clase de motel que una cucaracha exigente procuraría evitar.

Hubo un silencio.

– Mierda -soltó Garber-. Estaba casado.

– Sí, he visto su alianza. Y el anillo de West Point.

– Promoción del cincuenta y dos -precisó Garber-. Lo he comprobado.

Otro silencio.

– Mierda -repitió-. ¿Por qué la gente inteligente gasta estúpidas bromas como ésta?

No respondí porque no lo sabía.

– Hemos de ser discretos -dijo.

– No se preocupe. Ya hemos empezado a taparlo todo. La policía local me permite llevarlo al Walter Reed.

– Bien. Muy bien. -Hizo una pausa-. Empieza desde el principio, ¿vale?

– Llevaba parches del XII Cuerpo -expliqué-. Eso significa que tenía su base en Alemania. Ayer aterrizó en Dulles, seguramente desde Francfort. Un vuelo civil, desde luego, pues vestía clase A a la espera de un ascenso. En un avión militar habría llevado uniforme de campaña. Alquiló un coche barato y condujo 476 kilómetros y se registró en un motel de quince dólares la habitación y pilló una puta de veinte.

– Sé lo del vuelo -dijo Garber-. He llamado al XII Cuerpo y he hablado con su gente. Les he dicho que había muerto.

– ¿Cuándo?

– Después de hablar con la policía.

– ¿Les ha explicado cómo y dónde ha muerto?

– He dicho que probablemente ha sido un ataque cardíaco, nada más, ni detalles ni el lugar, lo que ahora empieza a parecer una buena decisión.

– ¿Y qué hay del vuelo? -inquirí.

– American Airlines, ayer, de Francfort a Dulles, con llegada a la una y un enlace hoy a las nueve, del Washington National a Los Ángeles. Iba a una reunión del Cuerpo de Blindados en Fort Irwin. Era un comandante de Blindados en Europa. Uno de los importantes. Aparte de la posibilidad de ser nombrado subjefe del Estado Mayor en el plazo de dos años. Es el turno de los blindados. El que hay ahora es de Infantería, y les gusta ir alternando. Kramer tenía posibilidades. Pero ya no, ¿verdad?

– Seguramente no -dije-. Estando muerto y tal.

Garber no contestó.

– ¿Cuánto tiempo iba a quedarse? -pregunté.

– Tenía que estar de vuelta en Alemania antes de una semana.

– ¿Su nombre completo?

– Kenneth Robert Kramer.

– Seguro que sabe su fecha de nacimiento -dije-. Y el lugar.

– ¿Y?

– Y sus números de vuelo y de asiento. Y lo que pagó el gobierno por los billetes. Y si pidió menú vegetariano o no. Y en qué habitación planeaba alojarle el Cuartel de Oficiales de Visita en Fort Irwin.

– ¿Adónde quieres llegar?

– A saber por qué no sabía yo también todo esto.

– ¿Por qué ibas a saberlo? -soltó Garber-. Yo he estado haciendo llamadas y tú has estado husmeando en el hotel.

– ¿Le digo una cosa? Siempre que voy a algún sitio tengo un fajo de billetes de avión y justificantes de viajes y de reservas, y si voy al extranjero llevo conmigo el pasaporte. Y si he de asistir a una reunión, acarreo un maletín para meter todo el papeleo y demás.

– ¿Qué estás diciendo?

– Estoy diciendo que en la habitación del hotel faltan cosas. Billetes, reservas, pasaporte, itinerario. En suma, las cosas que cualquier persona llevaría en un maletín.

Garber no respondió.

– Tenía un portatrajes -proseguí-. De lona verde, con refuerzos de piel marrón. Diez pavos contra uno que había un maletín a juego. Probablemente su esposa había elegido los dos. Seguramente hizo el pedido por correo a L.L. Bean. Quizá por Navidad diez años atrás.

– ¿Y el maletín no estaba?

– Dentro también estaría la cartera, cuando iba vestido de clase A. Con tantas medallas como llevaba, no le cabría en el bolsillo interior.

– ¿Por tanto…?

– Creo que la puta vio dónde guardó él la cartera después de pagarle. Después se metieron en harina, él la diñó, y ella se sacó un pequeño suplemento. Supongo que le robó el maletín.

Garber se quedó unos momentos callado.

– ¿Será un problema? -preguntó.

– Depende de lo que haya en el maletín.

2

Colgué el auricular y leí una nota que la sargento me había dejado: «Ha llamado su hermano. Ningún mensaje.» La tiré a la papelera. Después me dirigí al cuartel y dormí tres horas. Me levanté quince minutos antes de las primeras luces. Estaba otra vez en el motel justo al romper el alba. La mañana no contribuía a que la vecindad tuviera mejor aspecto. Kilómetros y kilómetros de desolación y abandono. Y silencio. La madrugada del día de Año Nuevo está tan cerca del silencio absoluto como cualquier lugar deshabitado. La autopista estaba desierta. No había tráfico. Nada.

En la parada de camioneros, la freiduría estaba abierta pero vacía. En la oficina del motel no había nadie. Recorrí la hilera de habitaciones hasta la de Kramer. La puerta estaba cerrada. Apoyé la espalda contra la hoja y fingí ser una puta cuyo cliente acaba de morir. Me había quitado su peso de encima, me había vestido deprisa, había cogido su maletín y había huido. ¿Qué haría ahora? No tenía ningún interés en el maletín mismo. Quería el dinero de la cartera, y quizá la American Express. Así que lo revolvía, cogía la pasta y la tarjeta y tiraba el maletín. Pero ¿dónde haría todo eso?

Habría sido mejor dentro de la habitación. Pero por algún motivo no lo había hecho allí. Tal vez me entró pánico. Quizás estaba sobresaltada y asustada y sólo quería salir pitando. Entonces ¿dónde? Miré al frente, al bar. Seguramente iría allí. Seguramente allí era donde tenía mi base de operaciones. Sin embargo, no iba a entrar con el maletín. Mis colegas se darían cuenta, pues ya llevaba un bolso grande. Las putas siempre llevan bolsos grandes. Han de acarrear un montón de cosas. Condones, aceites para masajes, acaso una pistola o un cuchillo, quizás una máquina para tarjetas de crédito. Es el mejor modo de identificar a una puta. Vestida como si fuera a un baile, con una bolsa como si fuera de vacaciones.

Miré a la izquierda. Tal vez fui detrás del motel. Aquello estaría tranquilo. Todas las ventanas daban allí, pero era de noche y podía confiar en que las cortinas estarían echadas. Doblé a la izquierda por dos veces y me encontré detrás de las habitaciones, en un rectángulo lleno de hierbajos de unos seis metros de ancho y que abarcaba toda la longitud del edificio. Imaginé que caminaba deprisa y que me paraba en una sombra y rebuscaba al tacto. Me figuré que encontraba lo que quería y que arrojaba el maletín a la oscuridad. Acaso a unos diez metros.

Me quedé donde quizá se había quedado ella y abarqué un cuadrante de círculo. Esto suponía examinar unos cincuenta metros cuadrados. El terreno era pedregoso y estaba casi helado debido a la escarcha matutina. Hallé varias cosas. Basura, jeringuillas usadas, pipas de crack, un tapacubos de Buick y una rueda de monopatín. Pero ningún maletín.

En la parte trasera había una valla de madera de casi dos metros de altura. Me encaramé y miré. Vi otro rectángulo de hierbas y piedras. Ningún maletín. Abandoné la valla y me dirigí a la oficina del motel por la parte de atrás. Vi una ventana de vidrio rugoso, seguramente el cuarto de baño del personal. Debajo había una docena de aparatos de aire acondicionado hechos polvo, en un montón de poca altura. Estaban oxidados. Llevaban allí años. Seguí andando, doblé la esquina y torcí a la izquierda, hacia un tramo de grava lleno de hierbajos donde había un contenedor para escombros. Abrí la tapa. Lleno de basura hasta los tres cuartos. Ningún maletín.