– ¿Tienen algún testigo?
– Ni uno.
– Hubo disparos -dije-. Alguien debió de oír algo.
– Según los polis, no.
– A Willard le va a dar un ataque -avisé.
– Eso en el fondo es lo de menos.
– ¿Tienes coartada?
– ¿Yo? ¿Para qué?
– Willard buscará dónde agarrarse. Se valdrá de lo que sea para hacerte marcar el paso.
Sánchez no respondió enseguida. Algo en el circuito electrónico de la línea ocasionó un fuerte silbido. Él habló por encima de la interferencia.
– Creo que soy invulnerable -dijo-. Es el Departamento de Policía de Columbia el que hace las acusaciones, no yo.
– De todos modos, vigila -insistí.
– Descuida.
Colgué. Summer estaba pensando. Componía un semblante tenso y movía los párpados.
– ¿Qué pasa? -pregunté.
– ¿Está seguro de que era una simulación?
– No hay otra explicación.
– De acuerdo -dijo-. Bien. -Seguía de pie junto al mapa. Volvió a poner la mano sobre el mismo. El dedo meñique en la chincheta de Fort Bird, el índice en la de Columbia-. Admitimos ese punto. No lo ponemos en duda. Vale, ahora hay un patrón. La droga y el dinero en el bolsillo de Brubaker equivalen a la rama en el culo de Carbone y al yogur en su espalda. Confusión calculada. Ocultación del verdadero móvil. Es un modus operan di clarísimo. Y ya no es ninguna conjetura. Cometió los dos crímenes el mismo tío. Mató a Carbone aquí. Luego condujo hasta Columbia y allí se cargó a Brubaker. Es una secuencia clara. Todo encaja. Tiempos, distancias, el modo de pensar del tipo.
La miré, allí de pie. Su pequeña mano oscura extendida como el brazo de una estrella de mar. En las uñas se apreciaba esmalte transparente. Le brillaban los ojos.
– Se deshizo de la barra -dije-. Tras acabar con Carbone pero antes de ir por Brubaker. ¿Por qué?
– Prefería pistola -contestó-, como cualquier persona normal. Pero sabía que aquí no podía utilizarla. Demasiado ruido. A kilómetro y medio de los principales edificios de la base, a una hora avanzada, todos habríamos salido corriendo a ver. Pero en un barrio sórdido de una ciudad grande nadie iba a pararse a curiosear. Y así sucedió, por lo visto.
– ¿Pudo él estar seguro de eso?
– No -repuso-. Completamente seguro no. Fijó la cita, y por tanto sabía adónde iba. Pero no podía estar totalmente seguro de qué se encontraría al llegar. Supongo que decidió llevar encima un arma de reserva. Después la barra quedó toda cubierta de pelo y sangre y no tenía tiempo de limpiarla. Tenía prisa. El suelo estaba helado y no había ningún claro de hierba suave para adecentarla. Y no podía llevársela en el coche. En su viaje al sur podía pararle la policía de tráfico. De modo que la tiró por ahí.
Asentí. Ante un adversario en forma y precavido, una pistola era un arma más fiable. Sobre todo en la estrechura de un callejón de ciudad en comparación con los terrenos oscuros y solitarios donde se había cargado a Carbone. Bostecé y cerré los ojos. «Los espacios solitarios donde se había cargado a Carbone.» Volví a abrir los ojos.
– Mató a Carbone aquí -repetí-. Luego se subió al coche, se dirigió a Columbia y allí mató a Brubaker.
– Sí -confirmó Summer.
– Antes usted suponía que condujo por el camino con Carbone, le golpeó en la cabeza, dispuso todo el decorado y acto seguido regresó aquí. El razonamiento era muy bueno. Y el hallazgo de la barra más o menos lo confirmaba.
– Gracias -dijo ella.
– Y luego nos imaginamos que aparcó el coche y volvió a sus ocupaciones.
– Efectivamente -dijo.
– Pero no pudo aparcar el coche y volver a sus ocupaciones. Porque ahora estamos diciendo que, en vez de ello, condujo directamente hasta Columbia para encontrarse con Brubaker. Un trayecto de tres horas. Tenía prisa. No podía perder tiempo.
– Efectivamente -repitió.
– De modo que no estacionó el coche -indiqué-. Ni siquiera se detuvo un instante. Salió por la puerta principal. No hay otra forma de salir de la base. Fue directamente hacia la puerta principal, Summer, inmediatamente después de haber asesinado a Carbone, entre las nueve y las diez.
– Miremos el registro de la entrada -dijo ella-. Hay una copia ahí en el escritorio.
Examinamos el registro juntos. La operación Causa Justa en Panamá había puesto a todas las instalaciones nacionales en un grado más en la escala DefCon, de situación de defensa, por lo que todos los puestos cerrados registraban con todo detalle entradas y salidas en encuadernados libros mayores con páginas numeradas. Nosotros disponíamos de una buena y clara fotocopia xerox de la página correspondiente al 4 de enero. Yo confiaba en que fuera auténtica, estuviera completa y fuese precisa. La Policía Militar tiene muchos defectos, pero no suele meter la pata con el papeleo elemental.
Summer cogió la hoja de mis manos y la pegó en la pared, junto al mapa. Nos quedamos uno al lado del otro mirándola. Estaba organizada en seis columnas. Había espacio para la fecha, las horas de entrada y de salida, el número de placa, los ocupantes y el motivo.
– Había poco tráfico -dijo Summer.
No comenté nada. Ignoraba si diecinueve anotaciones equivalía a poco tráfico o no. No estaba acostumbrado a Fort Bird, y hacía siglos que no me chupaba una guardia en una puerta. Pero sin duda parecía un día tranquilo en comparación con las numerosas páginas del día de Año Nuevo.
– La mayoría de la gente dijo que regresaba al servicio -señaló Summer.
Asentí. Catorce líneas tenían asientos en la columna de hora de entrada pero no en la de salida. Eso significaba que habían entrado catorce personas que se habían quedado dentro. Otra vez al trabajo, tras unas buenas vacaciones. O tras haber estado fuera por otras razones. Yo figuraba allí, entre ellos: «4-1-90, 23.02, Reacher, J., RAB. El comandante J. Reacher regresa a la base.» Desde París, pasando por la antigua oficina de Garber en Rock Creek. En la matrícula del vehículo ponía «peatón». También aparecía mi sargento, que venía desde su domicilio fuera del puesto para cumplir su turno de noche. Ella había llegado a las nueve y media, al volante de algo que tenía matrícula de Carolina del Norte.
Catorce que entran y se quedan.
Sólo cinco salidas.
Tres eran proveedores habituales de comestibles. Seguramente furgonetas grandes. Una base militar consume muchísima comida. Hay montones de bocas que alimentar. Tres furgonetas en un día me parecía más o menos normal. La entrada de cada una se había producido aproximadamente a primera hora de la tarde, y la salida después de transcurrida una hora, lo que resultaba razonable. La última hora de salida era justo antes de las tres.
Luego había un intervalo de siete horas.
La penúltima salida anotada era la de Vassell y Coomer tras su cena en el club de oficiales. Habían cruzado la verja a las 22.01. Habían entrado a las 18.45. En ese momento habían sido apuntados sus números de placa del Departamento de Defensa así como sus nombres y rangos respectivos. Como motivo constaba «visita de cortesía».
Cinco salidas. Ya llevábamos cuatro.
Faltaba una.
La otra persona que salió de Fort Bird el 4 de enero aparecía como: «4-1-90, 22.11, Trifonov, S. Sgt.» En el espacio pertinente había una matrícula de Carolina del Norte. No figuraba la hora de entrada. La columna de los motivos estaba en blanco. Por tanto, un sargento llamado Trifonov había estado en el puesto todo el día, o toda la semana, y luego había salido a las diez y once minutos de la noche. No se había hecho constar ningún motivo porque no existía ninguna directriz para preguntar a un soldado por qué se iba. Cabía suponer que salía a tomar una copa o a comer o a divertirse. El motivo era algo que los guardias preguntaban a los que entraban, no a los que salían.
Revisamos la hoja de nuevo, sólo para asegurarnos. Y llegamos a la misma conclusión. Aparte del general Vassell y el coronel Coomer en su Mercury Grand Marquis que conducían ellos mismos y luego un sargento llamado Trifonov en otra clase de coche, el 4 de enero nadie había salido en ningún vehículo ni a pie, salvo las tres furgonetas de reparto a primera hora de la tarde.