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– ¿Puedo ayudarles? -dijo, como si fuera el dependiente de una tienda y yo un cliente. A su espalda, en hileras, había armas usadas de todas clases. Vi cinco modelos diferentes de metralletas. También algunos M-16, A1 y A2. Y pistolas. Algunas flamantes; otras, viejas y gastadas. Estaban dispuestas con orden y precisión, pero sin ceremonias. No eran más que herramientas del oficio.

El tipo de la mesa tenía un libro de registro.

– ¿Comprueba usted lo que entra y lo que sale? -inquirí.

– Como un aparcacoches -soltó el tipo-. Las normas del puesto no permiten llevar armas personales en las áreas de alojamiento. -Miraba a Summer, con quien ya habría tenido el mismo intercambio de preguntas y respuestas, cuando ella buscaba la nueva P7 de Carbone.

– ¿Qué utiliza el sargento Trifonov? -pregunté.

– ¿Trifonov? Tiene una Steyr GB.

– Enséñemela.

Se alejó hacia el estante de las pistolas y regresó con una Steyr GB negra. La sostenía por el cañón. Parecía lubricada y bien conservada. Saqué una bolsa de pruebas y él la dejó caer dentro. Cerré la cremallera y observé el arma a través del plástico.

– Nueve milímetros -dijo Summer.

Asentí. Era un arma excelente, pero la suerte no la había acompañado. Steyr-Daimler-Puch la fabricó con la perspectiva de un buen encargo del ejército austríaco, pero apareció un producto rival denominado Glock y se llevó el premio. Y asila GB quedó como un huérfano desdichado, como Cenicienta. Y al igual que Cenicienta, tenía muy buenas cualidades. Admitía catorce disparos, lo que era mucho, pero descargada pesaba algo más de un kilo, lo que era poco. Se podía desmontar y volver a montar en doce segundos, o sea deprisa. Lo mejor es que tenía un sistema muy eficaz de manejo del gas. Todas las armas automáticas funcionan valiéndose de la explosión de gas en la recámara para que salte el casquillo usado y entre el siguiente cartucho. Pero en la práctica, algunos cartuchos son viejos o defectuosos o están mal armados. No todos explotan con la misma fuerza. Si ponemos una carga débil, sin especificar, sólo se oye un resuello y no se produce el ciclo. Si colocamos una carga demasiado potente, el arma puede explotar en la mano. Sin embargo, la Steyr estaba concebida para afrontar cualquier problema de esa clase. Si yo fuera un miembro de las Fuerzas Especiales que hubiera arrebatado munición de calidad dudosa a cualquier chusma de guerrilleros con los que estuviera a la greña, utilizaría una Steyr. Querría estar seguro de que aquello de lo que dependía mi vida dispararía diez veces de diez.

A través del plástico apreté el resorte del cargador, detrás del gatillo, y agité la bolsa hasta hacerlo caer por la culata. Era de dieciocho disparos y tenía dieciséis cartuchos. Agarré la corredera y expulsé una bala de la recámara. Así que había ido con diecinueve proyectiles. Dieciocho en el cargador y uno en la recámara. Había regresado con diecisiete. Dieciséis en el cargador y uno en la recámara. Por tanto, había disparado dos.

– ¿Hay teléfono aquí? -pregunté.

El empleado indicó con la cabeza una cabina en un rincón del hangar, a unos seis metros de su habitáculo. Me acerqué al aparato y llamé a la mesa de mi sargento. Respondió el tío de Luisiana. El cabo. Seguramente la mujer del turno de noche estaba todavía en casa, en su caravana, acostando al niño, duchándose, preparándose para la caminata hasta el trabajo.

– Póngame con Sánchez, de Fort Jackson -dije.

Mantuve el auricular pegado al oído y aguardé. Un minuto. Dos.

– ¿Qué hay? -dijo Sánchez.

– ¿Han encontrado los casquillos vacíos? -pregunté.

– No. El tío probablemente los recogió.

– Lástima. Eso habría sido el mate de la victoria.

– ¿Has encontrado al tipo?

– Ahora mismo estoy sosteniendo su arma. Una Steyr GB, con todas las balas menos dos.

– ¿Quién es?

– Luego te lo explico. Dejemos que los civiles suden un rato.

– ¿Uno de los nuestros?

– Triste pero cierto.

Sánchez se quedó callado.

– ¿Han encontrado las balas? -inquirí.

– No -contestó.

– ¿Cómo es eso? Era un callejón, ¿no? ¿Tan lejos llegaron? Estarán empotradas en algún ladrillo.

– Entonces no nos servirán de nada. Aplastadas es imposible reconocerlas.

– Estaban encamisadas -señalé-. No se habrán roto. Al menos podríamos pesarlas.

– No las han encontrado.

– ¿Las están buscando?

– No lo sé.

– ¿Han localizado algún testigo?

– No.

– ¿Han hallado el coche de Brubaker?

– No.

– Tiene que estar allí, Sánchez. Condujo hasta allí y llegó a medianoche o la una. En un coche inconfundible. ¿Lo están buscando?

– Está claro que nos ocultan algo.

– ¿Ha llegado Willard?

– Estará aquí en cualquier momento.

– Dile que lo de Brubaker es un asunto terminado -dije-. Y que has oído que lo de Carbone no fue un accidente. Eso le alegrará el día.

Colgué. Regresé a la jaula de alambre. Summer estaba al lado del soldado, tras la mesa. Estaban hojeando el libro juntos.

– Fíjese en esto -dijo.

Con los dos dedos índices me mostró dos entradas distintas. A las siete y media de la noche del 4 de enero, Trifonov había firmado al retirar su pistola personal Steyr GB de 9 mm. Y había vuelto a firmar al devolverla a las cinco y cuarto de la mañana del día 5. Su firma era grande y torpe. Era búlgaro. Supuse que había aprendido el alfabeto cirílico y aún no estaba muy habituado a los caracteres latinos.

– ¿Por qué la cogió? -pregunté.

– No preguntamos el motivo -respondió el hombre-. Sólo hacemos el papeleo.

Salimos del hangar y nos dirigimos al edificio de los alojamientos. Pasamos junto a un aparcamiento abierto. Había unos cuarenta o cincuenta coches. Vehículos típicos de soldados. De importación, pocos. Se veían algunos sedanes abollados de color vainilla sin adornos, pero mayormente camionetas y grandes cupés Detroit, unos pintados con llamas y rayas, o tros con alerones y ruedas cromadas y neumáticos gruesos con letras grabadas. Sólo un Corvette. Rojo, aparcado aparte al final de la fila, tres plazas más allá.

Dimos un rodeo para echar un vistazo.

Tendría unos diez años. Estaba inmaculado, por dentro y por fuera. Hacía uno o dos días que había sido lavado y encerado de arriba abajo. Los arcos de las ruedas estaban impolutos. Los neumáticos, negros y relucientes. A unos diez metros, en la pared del hangar, había una manguera arrollada. Nos inclinamos y miramos por las ventanillas. Al parecer, el interior había sido lavado, y habían pasado la aspiradora. Era un coche de dos plazas, pero tras los asientos tenía un estante, un espacio pequeño pero lo bastante grande para ocultar una barra de hierro bajo un abrigo. Summer se arrodilló y pasó los dedos por debajo. Retiró las manos limpias.

– Nada de polvo del camino -dijo-. Ni sangre en los asientos.

– Ni envase de yogur en el suelo.

– Él mismo lo limpió todo.

Nos alejamos. Salimos por la puerta principal y guardamos el arma de Trifonov en el Humvee. Nos volvimos y entramos de nuevo.

Yo no quería involucrar al tipo de administración. Sólo quería sacar de allí a Trifonov antes de que nadie supiera qué pasaba. Así que cruzamos la puerta de la cocina y me encontré a un camarero al que pedí que buscara a Trifonov y lo llevara fuera a través de la cocina con cualquier pretexto. Luego salimos al frío y aguardamos. El camarero apareció solo al cabo de cinco minutos y nos dijo que Trifonov no estaba en el comedor.

Así que nos dirigimos a los dormitorios. Un soldado que salía de las duchas nos dijo dónde buscar. Dejamos atrás la habitación vacía de Carbone; al parecer no habían tocado nada. Trifonov estaba tres puertas más allá. Llegamos. La puerta abierta. Lo vimos sentado en el estrecho catre, leyendo un libro.