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No tenía ni idea de qué me iba a encontrar. Por lo que sabía, Bulgaria no tenía Fuerzas Especiales. En el Pacto de Varsovia no eran habituales las unidades verdaderamente de elite. Checoslovaquia tenía una brigada aerotransportada bastante buena, y Polonia divisiones aerotransportadas y anfibias. La propia Unión Soviética tenía pocos tipos duros Vysotniki. Aparte de eso, en el este de Europa se trataba de mantener una superioridad numérica. Manda suficientes cuerpos al combate y, mientras consideres que dos terceras partes de ellos son prescindibles -cosa que ellos hacían-, a la larga vencerás.

Entonces ¿quién era ese tipo?

En la selección y el adiestramiento, las Fuerzas Especiales de la OTAN hacían mucho hincapié en la resistencia. Hacían correr a los tíos ochenta kilómetros acarreándolo todo, hasta el fregadero de la cocina. Los mantenían despiertos y recorriendo un terreno espantoso durante una semana seguida. Por tanto, las tropas de la OTAN tendían a estar formadas por individuos no demasiado grandes y muy flexibles, con la constitución de los corredores de maratón. Pero aquel búlgaro era un ropero. Al menos tan grande como yo. Quizás incluso más. Mediría uno noventa y cinco y pesaría unos ciento diez kilos. Llevaba la cabeza rapada. Tenía una cara grande y cuadrada a medio camino entre lo brutalmente feo y lo razonablemente atractivo, según le diera la luz. En ese momento el fluorescente del techo no le favorecía. Parecía cansado. Tenía unos ojos penetrantes, de párpados caídos, muy juntos y hundidos en las cuencas. Era un poco mayor que yo, treinta y pocos. Tenía unas manos enormes. Lucía un uniforme de campaña flamante, sin nombre, rango ni unidad.

– En pie, soldado -dije.

Dejó el libro sobre la cama, con cuidado, abierto boca abajo, como si estuviera guardando el sitio.

Lo esposamos y lo llevamos al Humvee sin ningún problema. Era un tipo tranquilo. Parecía resignado a su destino, como si supiera que sólo era cuestión de tiempo que los diversos libros de registro de su vida acabaran traicionándole.

Tras regresar, lo llevé a mi despacho sin incidente alguno. Le hicimos sentar, le quitamos las esposas y se las volvimos a poner con la muñeca derecha sujeta a la pata de la silla. Con un segundo par de esposas hicimos lo propio con la izquierda. Sus muñecas eran grandes, gruesas como tobillos.

Summer se acercó al mapa, mirando fijamente las chinchetas, como diciendo: «Lo sabemos.»

Me senté a la mesa.

– ¿Cómo se llama? -pregunté-. Es para el expediente.

– Trifonov. -El acento era brusco y sonoro, gutural.

– ¿Nombre?

– Slavi.

– Slavi Trifonov -dije-. ¿Rango?

– En mi país era coronel. Ahora soy sargento.

– ¿De dónde es?

– De Sofía, Bulgaria.

– Para ser coronel es usted muy joven.

– Era muy bueno en lo que hacía.

– ¿Y qué hacía?

No respondió.

– Tiene un bonito coche -observé.

– Gracias -dijo-. Para mí siempre fue un sueño tener un coche como ése.

– ¿Dónde lo llevó la noche del cuatro?

No contestó.

– En Bulgaria no hay Fuerzas Especiales -señalé.

– No. No las hay.

– Entonces ¿qué hacía usted allí?

– Estaba en el ejército regular.

– ¿Haciendo qué?

– Estaba en la triple coordinación entre el Ejército búlgaro, la policía secreta búlgara y nuestros amigos Vysotniki soviéticos.

– ¿Formación?

– Cinco años con el GRU.

– ¿Y eso qué es?

El tipo sonrió.

– Creo que usted sabe lo que es.

Asentí. El GRU soviético era un cruce entre un cuerpo de policía militar y una Delta Force. Eran muy duros, y tan dispuestos a dirigir su furia hacia dentro como hacia fuera.

– ¿Por qué está aquí? -inquirí.

– ¿En América? -dijo-. Estoy esperando.

– Esperando qué.

– El fin de la ocupación comunista de mi país. Creo que sucederá pronto. Luego regresaré. Me siento orgulloso de mi país. Es un lugar hermoso y de gente maravillosa. Soy nacionalista.

– ¿Qué enseña en Delta?

– Cosas que ahora han quedado desfasadas, como pelear tal como yo aprendí a hacerlo. Pero me parece que esta batalla ya ha concluido. Ustedes han ganado.

– Tiene que decirnos dónde estuvo la noche del cuatro.

No dijo nada.

– ¿Por qué desertó?

– Porque soy un patriota -contestó.

– ¿Una conversión reciente?

– Siempre fui un patriota. Pero estuve a punto de ser descubierto.

– ¿Cómo salió de allí?

– Por Turquía. Allí me dirigí a una base americana.

– Hábleme de la noche del cuatro.

Guardó silencio.

– Tenemos su arma -dije-. Usted firmó al recogerla. Se fue de la base a las 22.11 y regresó a las cinco de la mañana.

No dijo nada.

– Disparó usted dos tiros.

Siguió callado.

– ¿Por qué lavó el coche?

– Porque es un coche magnífico. Lo lavo dos veces a la semana. Siempre. Un coche como ése era un sueño para mí.

– ¿Ha estado alguna vez en Kansas?

– No.

– Bueno, pues es allí donde irá. No volverá a Sofía, sino que irá a Fort Leavenworth.

– ¿Por qué?

– Ya sabe por qué.

Trifonov no se movió. Estaba algo encorvado hacia delante, con las muñecas sujetas a la silla cerca de las rodillas. Yo no estaba seguro de qué hacer. Los tíos delta estaban preparados para aguantar interrogatorios. Yo lo sabía. Estaban preparados para soportar drogas, palizas, desconcierto sensorial y cualquier otra cosa imaginable. Se alentaba a sus instructores a utilizar métodos prácticos. Así que ni siquiera podía imaginar lo que Trifonov había llegado a soportar en sus cinco años en la GRU. Yo no podría hacerle mucho más. Claro, podía atizarlo, pero aquel tío no diría una palabra aunque lo desmontara miembro a miembro.

De modo que pasé a las técnicas tradicionales de la policía. Mentiras y sobornos.

– Algunos creen que lo de Carbone podría ser un escándalo -dije-. Para el ejército, ya me entiende. Así que no queremos llegar muy lejos. Si ahora usted levanta la liebre, le mandaremos de vuelta a Turquía. Podrá esperar allí el ansiado momento de regresar a casa y ser un patriota.

– Fue usted quien mató a Carbone -soltó-. La gente lo dice.

– La gente se equivoca -señalé-. Yo no estaba allí. Y no maté a Brubaker. Porque tampoco estaba allí.

– Ni yo -dijo-. Yo tampoco.

Entonces cayó en la cuenta de algo. Movió los ojos a izquierda y derecha. Después alzó la vista hacia el mapa de Summer. Observó las chinchetas. Me miró a mí. Movió los labios. Vi que decía «Carbone» para sus adentros. Y luego «Brubaker». No emitió sonido alguno, pero leí sus labios el torpe acento.

– Espere -dijo.

– Esperar qué.

– No -dijo.

– No qué.

– No, señor -dijo.

– Hable, Trifonov -lo insté.

– ¿Cree que tuve algo que ver con lo de Carbone y Brubaker?

– ¿Usted cree que no?

Volvió a quedarse callado. Miró el suelo.

– Hable, Trifonov.

Alzó la vista.

– No fui yo -afirmó.

Seguí sentado sin más, mirándole a los ojos. Durante seis largos años yo había dirigido investigaciones de toda clase, y Trifonov era al menos el milésimo tío que me miraba a los ojos y me decía «no fui yo». El problema era que cierto porcentaje de esos mil tíos había dicho la verdad. Y empezaba a pensar que quizá Trifonov también. En él había algo raro. Comencé a tener muy malas sensaciones.

– Tendrá que demostrarlo -dije.

– No puedo.

– Pues tendrá que hacerlo. De lo contrario, le encerrarán y tirarán la llave. Puede que se desentiendan de Carbone, pero no de Brubaker, téngalo por seguro.