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No dijo nada.

– Empecemos otra vez -dije-. ¿Dónde estaba usted la noche del cuatro de enero?

Se limitó a menear la cabeza.

– En algún sitio estaría -le espeté-. Eso seguro, maldita sea. Porque aquí no estaba. Salió y entró. Usted y su arma.

No abrió la boca. Nos miramos a los ojos. Él cayó en un silencio impotente que yo había visto muchas veces. Se removía en la silla, de forma casi imperceptible. Minúsculos movimientos violentos, de un lado a otro. Como si estuviera luchando contra dos adversarios, uno a la derecha y otro a la izquierda. Como sabiendo que debía decirme dónde había estado, pero también que no sería capaz de ello.

– La noche del cuatro de enero ¿cometió usted un crimen? -lo apremié.

Sus ojos hundidos se alzaron hasta volver a encontrarse con los míos.

– Muy bien -dije-. Ha llegado el momento de hablar claro. ¿Cree que fue un crimen peor que el de disparar a Brubaker en la cabeza?

No contestó.

– ¿Fue usted a la Casa Blanca y violó a las nietecitas del presidente?

– No -repuso.

– Pues entonces le daré una pista -dije-: en su actual posición, ése sería el único crimen peor que disparar a Brubaker en la cabeza.

Silencio.

– Hable.

– Fue una cosa personal -dijo.

– ¿Qué clase de cosa personal?

No respondió. Summer exhaló un suspiro y se apartó del mapa. Estaba empezando a figurarse que dondequiera que hubiera estado Trifonov, no había muchas probabilidades de que fuera Columbia. La teniente me miró con las cejas enarcadas. Trifonov se rebullía en la silla. Las esposas tintineaban contra las patas de metal.

– ¿Qué va a pasarme? -preguntó.

– Eso depende de lo que usted hiciera -contesté.

– Recibí una carta -dijo.

– Recibir correo no es ningún delito.

– De un amigo de un amigo.

– Hábleme de la carta.

– En Sofía hay un hombre -dijo.

Y así, encorvado hacia delante y con las muñecas esposadas a las patas de la silla, nos contó la historia de la carta. Por el modo en que la expuso, parecía creer que en ello había algo exclusivamente búlgaro. Pero en realidad no era así. Era una historia que podía haber contado cualquiera de nosotros.

En Sofía había un hombre que tenía una hermana, una gimnasta de segunda fila que había huido del país aprovechando un viaje universitario a Canadá y finalmente se había afincado en Estados Unidos. Se había casado con un americano, había adquirido la nacionalidad y su esposo se había vuelto malo. La hermana escribía sobre ello al hermano, que seguía en Bulgaria. Cartas largas y tristes. Había palizas, abusos, crueldad, aislamiento. Su vida era un infierno. Los censores comunistas habían dejado pasar las cartas, pues les parecía bien cualquier cosa que desacreditara a América. El hermano tenía en Sofía un amigo que se movía en los círculos de la disidencia. Este amigo tenía a su vez las señas de Trifonov: Fort Bird, Carolina del Norte, puesto que antes de escapar a Turquía Trifonov había estado en contacto con los disidentes. El amigo había dado una carta del hombre de Sofía a un tipo que compraba componentes de maquinaria en Austria. El tipo de las máquinas había ido a Austria y echado la carta al correo. La carta llegó a Fort Bird. Trifonov la recibió el 2 de enero, a primera hora de la mañana, en el reparto. Llevaba su nombre en caracteres cirílicos y estaba llena de sellos extranjeros y etiquetas adhesivas de Luftpost.

Había leído la carta en su dormitorio. Sabía lo que se esperaba de él. El tiempo, la distancia y las relaciones se comprimían bajo la presión de la lealtad nacionalista, por lo que era como si su propia hermana estuviera recibiendo el maltrato. La mujer vivía cerca de un lugar llamado Cabo del Miedo, que, dadas las circunstancias, a juicio de Trifonov, era un nombre adecuado. Había consultado un mapa para saber la ubicación exacta.

Su siguiente permiso era el 4 de enero. Elaboró un plan y ensayó un discurso centrado en la inconveniencia de abusar de mujeres búlgaras que tenían amigos búlgaros dispuestos a vengarlas.

– ¿Conserva aún la carta? -pregunté.

Asintió.

– Pero está escrita en búlgaro -dijo.

– ¿Cómo vestía aquella noche?

– De paisano. No soy tonto.

– ¿Qué clase de ropa de paisano?

– Cazadora de piel. Vaqueros azules. Camisa. Ropa americana. La ropa de paisano que tengo.

– ¿Qué le hizo al tío?

Sólo meneó la cabeza.

– Muy bien -dije-. Vamos a Cabo del Miedo.

Mantuvimos a Trifonov esposado y lo metimos en la jaula del Humvee. Conducía Summer. Cabo del Miedo estaba en la costa atlántica, al sureste, a unos ciento sesenta kilómetros. En un Humvee era un viaje aburrido. En un Corvette habría sido otra cosa, aunque no recordaba haberme subido jamás en un Corvette. No conocía a nadie que tuviera uno.

Y yo nunca había estado en Cabo del Miedo. Era uno de los muchos sitios de América que no había visitado. Pero había visto la película. No recordaba exactamente dónde. Quizás en una tienda de campaña, en alguna región calurosa. En blanco y negro, con Gregory Peck teniendo un problema gordo con Robert Mitchum. Por lo que recuerdo, pasé un rato entretenido, pero en el fondo fue un fastidio. Entre el público se oyeron abucheos. Al parecer, Robert Mitchum tenía que haber sido detenido a las primeras de cambio. A los soldados no nos resulta atractivo aguantar a civiles nerviosos sólo para prolongar una historia durante noventa minutos.

Ya había anochecido del todo y aún nos quedaba un buen trecho. A las afueras de Wilmington vimos un cartel que la anunciaba como una ciudad portuaria, histórica y pintoresca. Desde atrás Trifonov gritó que dobláramos a la izquierda por una especie de marisma. Atravesamos la oscuridad hasta el quinto pino y luego giramos otra vez a la izquierda hacia un lugar llamado Southport.

– Cabo del Miedo está frente a Southport -dijo Summer-. Es una isla. Creo que hay un puente.

No obstante, nos paramos bastante antes de llegar a la costa. Ni siquiera llegamos al mismo Southport. Trifonov gritó otra vez cuando pasamos junto a un aparcamiento de caravanas situado a la derecha. Era una gran zona rectangular y llana de terreno ganado al agua. Como si alguien hubiera dragado parte del pantano para hacer un lago y luego hubiera extendido el terraplén por un área cuyo tamaño equivalía a un par de campos de fútbol. La tierra estaba bordeada por zanjas de drenaje. Había postes de tendido eléctrico y aproximadamente un centenar de caravanas esparcidas por todo el rectángulo. Nuestros faros revelaron que algunas eran elegantes trastos de doble ancho con accesorios, huertecitos y vallas de estacas. Otras eran muy sencillas y presentaban abolladuras. Algunas parecían abandonadas. Estábamos a unos quince kilómetros tierra adentro, pero los vendavales marinos llegaban lejos.

– Aquí -dijo Trifonov-. A la derecha.

Había un camino central ancho y otros caminos más estrechos que se ramificaban a ambos lados. Trifonov nos guió a través del laberinto y nos detuvimos frente a una estropeada caravana verde lima que había conocido tiempos mejores. La pintura se desconchaba y el techo de papel alquitranado se arrollaba. Tenía una chimenea humeante y a través de las ventanas se apreciaba el resplandor de un televisor.

– Se llama Elena -dijo Trifonov.

Lo dejamos encerrado en el Humvee. Llamamos a la puerta de Elena. La mujer que abrió podía haber entrado directamente en una enciclopedia bajo el epígrafe de Mujeres maltratadas. Estaba hecha una pena. Tenía viejos cardenales amarillos alrededor de los ojos y a lo largo de la mandíbula, y la nariz rota. Se sostenía de pie de un modo que indicaba dolores ya crónicos y quizás incluso costillas recién rotas. Lucía una bata fina y zapatos de hombre. Sin embargo, iba limpia y aseada y llevaba el pelo recogido pulcramente atrás. Se apreciaba una chispa de algo en sus ojos. Acaso una suerte de orgullo, o de satisfacción por haber sobrevivido. Nos escrutó desde la triple opresión de la pobreza, el sufrimiento y la condición de extranjera.