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– ¿Sí? -dijo-. ¿Qué quieren? -Su acento era como el de Trifonov, aunque con un timbre más agudo. Sonaba bien.

– Queremos hablar con usted -dijo Summer, con tacto.

– ¿De qué?

– De lo que Slavi Trifonov hizo por usted -dije.

– Él no hizo nada -replicó.

– Pero usted reconoce el nombre.

Se quedó un instante callada.

– Pasen -dijo.

Tal vez yo pensaba encontrarme con una especie de caos -botellas vacías por el suelo, ceniceros llenos, suciedad y confusión-, pero la caravana estaba limpia y ordenada. No había nada fuera de su sitio. Y no había nadie más.

– ¿No está su esposo? -pregunté.

Ella meneó la cabeza.

– ¿Dónde está?

No contestó.

– Imagino que se encuentra en el hospital -dijo Summer-. ¿Me equivoco?

Elena se limitó a mirarla.

– El señor Trifonov la ayudó -dije-. Ahora usted ha de ayudarle a él.

La mujer siguió callada.

– La situación es ésta: si él no estaba aquí haciendo algo bueno es que estaba en otro sitio haciendo algo malo. Y yo debo saber la verdad.

Nada.

– Esto es muy, pero que muy importante -insistí.

– ¿Y si las dos cosas eran malas? -abrió la boca al fin.

– No se pueden comparar -repuse-. Créame. Ni por asomo. Cuénteme qué pasó exactamente y ya está, ¿vale?

No respondió enseguida. Miré en derredor. En la televisión estaba puesta la PBS, con el volumen bajo. Olía a productos de limpieza. Su esposo había desaparecido y ella había empezado una nueva etapa con un cubo y una fregona y un programa educativo en la tele.

– No sé exactamente qué pasó -dijo-. El señor Trifonov apareció aquí y se llevó a mi marido.

– ¿Cuándo?

– Anteanoche, a eso de las doce. Dijo que había recibido una carta de mi hermano de Sofía.

Asentí. «Medianoche. Salió de Bird a las 22.11, llegó ahí al cabo de una hora y cuarenta y nueve minutos. Ciento sesenta kilómetros, una media exacta de ochenta y ocho kilómetros por hora, en un Corvette.» Eché una mirada a Summer. Ella asintió. «Fácil.»

– ¿Cuánto rato permaneció aquí?

– Unos minutos. Estuvo muy correcto. Se presentó y me dijo qué iba a hacer y por qué.

– ¿Eso es todo?

Asintió.

– ¿Cómo vestía?

– Una cazadora de piel. Y vaqueros.

– ¿Que clase de coche conducía?

– No sé la marca. Rojo y bajo. Un deportivo. Los tubos de escape hacían mucho ruido.

– Muy bien -dije. Hice una señal a Summer y nos dirigimos a la puerta.

– ¿Mi esposo volverá? -preguntó Elena.

Imaginé a Trifonov el primer momento en que lo vi. Su uno noventa y cinco, sus ciento diez kilos, su cabeza afeitada. Las gruesas muñecas, las manos grandes, los ojos encendidos y los cinco años en el GRU.

– Lo dudo mucho -dije.

Montamos de nuevo en el Humvee. Summer puso en marcha el motor. Yo me volví y hablé con Trifonov a través de la malla de alambre.

– ¿Dónde dejó al tipo?

– En la carretera a Wilmington -repuso.

– ¿A qué hora?

– A las tres de la mañana. Me paré junto a un teléfono público y llamé al nueve uno uno. No di mi nombre.

– ¿Pasó tres horas con él?

Asintió despacio.

– Quería asegurarme de que entendía el mensaje.

Summer salió del aparcamiento de caravanas y giró en dirección a Wilmington. Dejamos atrás el cartel turístico de las afueras y buscamos el hospital. Lo encontramos a unos seiscientos metros. Parecía un lugar aceptable. Tenía dos plantas y una entrada para ambulancias con una ancha cubierta transparente. Summer aparcó en una plaza reservada para un médico con apellido indio y bajamos. Abrí la puerta trasera y dejé que Trifonov nos acompañara. Le quité las esposas.

– ¿Cómo se llamaba el tío? -le pregunté.

– Pickles.

Entramos los tres juntos, y al auxiliar que había tras una mesa de asignación de grados de urgencia le enseñé mis credenciales. Lo cierto es que, en el mundo civil, mis credenciales no me confieren ningún derecho ni privilegio, pero el hombre reaccionó como la mayoría de los civiles, como si en virtud de ellas yo tuviese poderes ilimitados.

– Madrugada del día cinco -dije-. Entre las tres y las cuatro hubo un ingreso.

El tío buscó en unas carpetas de pinza de un estante que había a su derecha. Sacó parcialmente dos.

– ¿Hombre o mujer? -preguntó.

– Hombre.

Sacó una carpeta.

– Un fulano. Indigente, sin documento de identificación ni seguro; afirma llamarse Pickles. La policía lo encontró en la carretera.

– Es nuestro hombre -dije.

– ¿Su hombre? -soltó, mirándome el uniforme.

– Podemos hacernos cargo de la factura -dije.

Estuvo atento a eso. Echó un vistazo a la pila de carpetas, como si pensara «uno fuera, doscientos me quedan».

– Está en postoperatorio -dijo. Indicó el ascensor-. Segunda planta.

Subimos al ascensor, bajamos y seguimos las indicaciones hasta la sala de postoperatorio. Una enfermera instalada junto a la puerta nos detuvo. Le enseñé mis credenciales.

– Pickles -dije.

Señaló una puerta al otro lado del pasillo.

– Sólo cinco minutos -dijo-. Está muy mal.

Trifonov sonrió. Cruzamos el pasillo y entramos en la habitación. Estaba bastante oscuro. En la cama había un tipo, dormido. No se distinguía mucho. Se hallaba prácticamente cubierto de escayola. Las piernas estaban sostenidas en alto, y en las rodillas se apreciaban abultados vendajes. Aun lado de la cama había una larga caja de luz casi toda llena de radiografías. La encendí y eché una ojeada. Cada placa tenía una fecha y el nombre «Pickles» garabateado en el margen. Había radiografías de brazos, costillas, pecho y piernas. El cuerpo humano tiene más de doscientos huesos, y Pickles parecía tener rotos la mayoría. Él solito se había comido buena parte del presupuesto para radiografías del hospital.

Apagué el aparato y di dos puntapiés a la pata de la cama. El tío se removió un poco. Se despertó. Ajustó la vista a la débil luz, y su mirada al ver a Trifonov sería toda la coartada que éste iba a necesitar. Una mirada espeluznante de terror puro.

– Esperen fuera -dije.

Summer se marchó con Trifonov y yo me acerqué a la cabecera de la cama.

– ¿Cómo te encuentras, gilipollas? -dije.

Pickles estaba totalmente pálido. Sudoroso y tembloroso dentro de sus escayolas.

– Es ése… -dijo-. Él me hizo esto.

– Hizo qué.

– Me disparó en las piernas.

Asentí. Miré los abultados vendajes. Le había disparado en las rodillas. Dos rodillas, dos balas. Dos tiros.

– ¿Por delante o por el lado? -pregunté.

– Por el lado.

– Por delante es peor -señalé-. Has tenido suerte. Y no es que te la merecieras.

– Yo no he hecho nada.

– Ya. Acabo de conocer a tu mujer.

– Puta extranjera.

– No digas eso.

– Es culpa suya. No hace lo que le digo. A un hombre hay que obedecerle. Lo dice la Biblia.

– Cállate -le espeté.

– ¿Va a hacer algo?

– Sí -dije-. Mira.

Le di un golpecito en el costado de la rodilla derecha. El tío soltó un grito y yo salí al pasillo. La enfermera me miró.

– Está muy mal -dije.

Bajamos en el ascensor y evitamos al tipo de la mesa de Urgencias utilizando la puerta principal. Rodeamos el edificio en silencio hasta el Humvee. Abrí la puerta trasera para Trifonov y antes de que subiera le tendí la mano.

– Le pido perdón -dije, estrechándole la suya.

– ¿Estoy en un apuro? -preguntó.

– Conmigo no. Me cae usted bien. Pero ha sido afortunado. Podía haberle dado en una arteria femoral y haberlo matado. Entonces habría sido diferente.