Trifonov sonrió, tranquilo.
– Estuve cinco años en el GRU -dijo-. Sé cómo matar cuando quiero matar.
16
Devolvimos a Trifonov su arma y lo dejamos en su cuartel. Seguramente firmó la devolución del arma y a continuación fue a su habitación y cogió el libro para retomarlo en el punto exacto donde lo había dejado. Nosotros nos fuimos y estacionamos el Humvee en el parque móvil de la PM. Regresamos a mi despacho. Summer se dirigió a la copia del registro de la puerta principal. Aún estaba pegada a la pared, al lado del mapa.
– Vassell y Coomer -dijo-. Fueron las otras dos personas que abandonaron la base aquella noche.
– Se dirigieron al norte -observé-. Si usted dice que arrojaron el maletín por la ventanilla, ha de admitir que fueron hacia el norte. No a Columbia.
– De acuerdo. Entonces el asesino de Carbone y el de Brubaker no son la misma persona. No hay relación entre una cosa y otra. Hemos desperdiciado un montón de tiempo.
– Bienvenida al mundo real -dije.
El mundo real empeoró cuando veinte minutos después sonó el teléfono. Era la sargento, la del niño pequeño. Me pasó una llamada de Sánchez, desde Fort Jackson.
– Willard ha estado aquí y ya se ha marchado -dijo-. Increíble.
– Ya te lo dije.
– Ha tenido una rabieta tras otra.
– Pero tú eres invulnerable.
– A Dios gracias.
– ¿Le has hablado de mi hombre? -pregunté.
Hubo un breve silencio.
– Me dijiste que lo hiciera. ¿He metido la pata?
– Ha sido un fiasco. Al principio pintaba bien, pero al final nada.
– Pues ahora va hacia ahí a hablar contigo. Salió hace dos horas. Va a sentirse muy decepcionado.
– Pues qué bien -dije.
– ¿Qué va a hacer? -preguntó Summer.
– ¿Qué es Willard en esencia? -dije.
– Un arribista -contestó.
– Exacto.
Técnicamente, el ejército tiene un total de veintiséis rangos. Se comienza como soldado raso E-1, y si no cometes ninguna estupidez, al cabo de un año eres ascendido automáticamente a soldado E-2, y al cabo de otro año a soldado de primera E-3, o incluso algo antes si prometes. El escalafón termina en general de cinco estrellas, aunque no me consta que nadie haya llegado tan lejos salvo George Washington y Eisenhower. Si consideramos el rango de brigada E-9 como tres grados distintos para incluir a los sargentos primero y a los simples sargentos, y si contamos los cuatro grados de suboficiales, entonces un comandante como yo tiene siete rangos por encima y dieciocho por debajo. Lo cual brinda a alguien como yo una notable experiencia en cuestiones de insubordinación, en ambos sentidos, hacia arriba y desde abajo, cometiéndolas y sufriéndolas. Con un millón de personas clasificadas en veintiséis peldaños del escalafón, la insubordinación es una auténtica forma de expresión artística que se libra siempre en un mano a mano.
Así que dije a Summer que se fuera y esperé a Willard solo. Ella puso objeciones. Al final conseguí que aceptara que uno de nosotros debía permanecer bajo el radar. Se marchó a cenar ya tarde. La sargento me trajo un bocadillo. Rosbif y queso suizo, pan blanco, mayonesa y mostaza. La carne era sonrosada. Un buen bocata. Luego me trajo café. Estaba a medio tomar la segunda taza cuando llegó Willard.
Entró directamente y dejó la puerta abierta. No me levanté ni saludé. No dejé de tomarme el café. Él lo toleró, como yo sabía que haría. Willard estaba siendo muy táctico. Él creía que yo tenía un sospechoso que podría quitar el caso Brubaker a la policía de Columbia y romper la conexión entre un coronel de elite y ciertos traficantes de droga en un callejón de mala muerte. De modo que estaba preparado para un inicio amable y amistoso. O acaso estaba buscando alguna vinculación afectiva con un oficial a sus órdenes. Se sentó y empezó a enredar con las perneras de los pantalones. Compuso un semblante de franqueza, como si ambos acabáramos de compartir alguna experiencia.
– Magnífico viaje desde Jackson -dijo-. Espléndidas carreteras.
No dije nada.
– Acabo de comprarme un Pontiac GTO -prosiguió-. Excelente coche. Le he colocado tubos de escape cromados, de calibre grande. Es rápido y elegante.
Seguí callado.
– ¿Le gustan los coches preparados?
– No. Prefiero coger el autobús.
– Qué aburrido.
– Muy bien, digámoslo de otro modo. Estoy contento con el tamaño de mi pene. No necesito ninguna clase de compensación.
Palideció. Luego enrojeció. El mismo tono que el Corvette de Trifonov. Me fulminó con la mirada, como si fuera un tipo duro de veras.
– Hábleme de sus progresos en el asunto Brubaker -dijo.
– No es un caso mío.
– Sánchez me dijo que ha encontrado al tipo.
– Falsa alarma.
– ¿Seguro?
– Totalmente -aseguré.
– ¿A quién estaba investigando?
– A su ex esposa -contesté.
– ¿Qué?
– Alguien me dijo que se acostó con la mitad de los coroneles del ejército. Pensé que Brubaker podía estar incluido en la lista. En todo caso, había un cincuenta por ciento de posibilidades.
Me miró fijamente.
– Es broma -señalé-. No era nadie. Un chasco.
Apartó la mirada, furioso. Me puse en pie y cerré la puerta del despacho. Regresé a la mesa. Lo encaré.
– Su insolencia es inaudita -me espetó.
– Pues formule una queja, Willard. Suba por la cadena de mando y explique que he herido sus sentimientos. A ver si alguien le cree. O a ver si alguien cree que usted no sabe resolver algo así por su propia cuenta. Y procure que esa queja no vaya a parar a su expediente. No sé qué impresión causaría en su comisión de ascenso a general de una estrella.
Se removió en la silla. Miró en derredor y fijó la mirada en el mapa de Summer.
– ¿Qué es eso? -preguntó.
– Un mapa.
– ¿De qué?
– Del Este de Estados Unidos.
– ¿Y las chinchetas?
No contesté. Él se levantó y se acercó al mapa. Tocó las chinchetas con los dedos, una tras otra. D.C., Sperryville y Green Valley. Luego Raleigh, Fort Bird, Cabo del Miedo y Columbia.
– ¿Qué significa todo esto? -dijo.
– Sólo chinchetas.
Quitó la chincheta de Green Valley (Virginia).
– La señora Kramer -indicó-. Le dije que dejara ese tema en paz.
Quitó las demás chinchetas. Las arrojó al suelo. Luego reparó en la copia del registro de la entrada. La recorrió con la mirada y se paró al llegar a Vassell y Coomer.
– También le dije que se olvidara de esto.
Arrancó la lista de la pared. La cinta adhesiva se llevó consigo trocitos de pintura. Después hizo lo propio con el mapa. Se desprendió más pintura. Las chinchetas dejaron pequeños agujeros en el yeso. Parecían conformar un mapa por sí mismas. O una constelación.
– Ha estropeado la pared -dijo-. No quiero que las propiedades del ejército sean maltratadas así. No es profesional. ¿Qué van a pensar las visitas?
– Que había un mapa en la pared. Ha sido usted quien ha provocado este desaguisado.
Dejó caer al suelo el papel arrugado.
– ¿Quiere que vaya al puesto Delta?
– ¿Quiere que le rompa el cuello?
Se quedó muy callado.
– Debería pensar en su próximo ascenso -dijo al cabo-. ¿Cree que mientras yo esté aquí va a llegar a teniente coronel?
– No. La verdad es que no. Pero claro, tampoco espero que usted se quede mucho tiempo.
– Piénselo. Esta es una buena colocación. El ejército siempre necesitará polis.
– Pero no siempre necesitará capullos incompetentes como usted.
– Está hablando con un oficial superior -me recordó.
Miré alrededor.
– No hay testigos.