– ¿Le parece que esto está bien? -preguntó.
– Bueno, es lo que hay -contesté.
– No; me refiero a que usted va a figurar en el registro de la puerta. Hora de salida, diez y media. Willard podría comprobarlo.
No respondí. Summer sonrió.
– Podría esconderse en el maletero hasta que hayamos cruzado la verja -sugirió.
Meneé la cabeza.
– No voy a esconderme. Y menos por culpa de un capullo como Willard. Si él comprueba el registro, le diré que la búsqueda del tipo que arrojó el envoltorio del chicle de pronto se volvió interestatal. O incluso global. Podríamos ir a Tahití.
Subí al coche, eché el asiento hacia atrás todo lo que pude y me puse a pensar otra vez en biquinis. Ella aceleró por la calle principal. Aminoró la marcha y se paró en la puerta. Salió un PM con una tablilla de pinza. Apuntó la matrícula y le enseñamos las credenciales. Anotó los nombres. Miró en el coche, verificó que el asiento de atrás estaba vacío. Luego hizo una señal a su compañero en la garita y la barrera subió ante nosotros muy despacio. Era una barra gruesa con un contrapeso, a franjas blancas y rojas. Summer esperó a que estuviera totalmente vertical y acto seguido pisó el acelerador, levantando una nube de humo azul pagado con fondos públicos procedente del escape del Chevy.
Hacia el norte, el tiempo iba mejorando. Nos salimos de un techo de nubes bajas y grises para encontrarnos con un luminoso sol de invierno. Era un coche del ejército, así que no tenía radio. Tan sólo un panel liso donde un modelo civil habría llevado AM, FM y una pletina. De modo que de vez en cuando hablamos y el resto del tiempo guardábamos silencio sin más. Sentirse libre es una sensación curiosa. Había pasado casi toda mi vida donde el ejército me había dicho, un día tras otro hasta el último minuto. Ahora me sentía como si hiciera novillos. Ahí fuera había todo un mundo ocupado en sus propios asuntos, caótico, desordenado e indisciplinado, y yo, aunque brevemente, ahora formaba parte de él. Me recosté en el asiento y miré a ese mundo desplegarse, brillante y estroboscópico, imágenes al azar que pasaban destellando como el sol en las aguas de un río.
– ¿Biquini o una pieza? -inquirí.
– ¿Por qué?
– Sólo por saber -dije-. Estaba pensando en la playa.
– Demasiado frío.
– En agosto será mejor.
– ¿Cree que en agosto estará aquí?
– No.
– Lástima -soltó-. Así nunca sabrá lo que llevo.
– Podría mandarme una foto por correo electrónico.
– ¿Adónde?
– Seguramente a Fort Leavenworth -señalé-. Al ala de máxima seguridad.
– ¿Dónde estará? En serio.
– Ni idea -dije-. Para agosto faltan ocho meses.
– ¿Cuál es el mejor sitio en que ha servido?
Sonreí. Le di la misma respuesta que doy a todo aquel que me hace esta pregunta.
– Aquí -dije-. Y ahora.
– ¿Aun con Willard encima?
– Willard no es nadie. Se irá antes que yo.
– ¿Por qué está él aquí?
Me moví en el asiento.
– Mi hermano cree que están imitando a las sociedades anónimas. Los ignorantes no pertenecen al statu quo y por tanto son buenos para aportar perspectivas nuevas.
– Por eso, un tío preparado para crear algoritmos sobre consumo de combustible termina su primera semana con dos soldados muertos. Y no quiere investigar ninguno de los dos.
– Porque eso sería un enfoque anticuado. Hemos de avanzar. Hemos de anticipar la nueva situación.
Summer sonrió y siguió conduciendo. Tomó el acceso de Green Valley casi sin aminorar.
La comisaría de Green Valley estaba situada al norte de la ciudad. Era un edificio más grande de lo que yo pensaba porque el propio Green Valley era más grande de lo que creía. Abarcaba el bonito centro que ya habíamos visto y luego se extendía hacia el norte a lo largo de un territorio en que, por todo el camino hasta Sperryville, se veían principalmente centros comerciales y pequeñas instalaciones industriales. La comisaría era lo bastante grande para albergar a veinte o treinta polis. Era larga y baja y había ido creciendo desordenadamente, con un núcleo central de una planta y dos alas. Éstas estaban dispuestas en ángulo recto, de modo que el edificio tenía forma de U. Las fachadas eran de hormigón, moldeado para que pareciera piedra. Había una extensión de césped en la parte delantera y aparcamientos a ambos lados. Justo en el centro del césped se erguía un mástil. Allá arriba colgaba la bandera norteamericana, deteriorada por la intemperie, fláccida ante la falta de viento. Al pálido sol, el conjunto parecía a la vez solemne y destartalado.
Dejamos el vehículo en el aparcamiento de la derecha, en una plaza entre dos coches patrulla. Salimos y nos dirigimos a las puertas, entramos y preguntamos por el detective Clark. El tipo del mostrador hizo una llamada interna y luego nos indicó el ala de la izquierda. Recorrimos un pasillo desordenado y llegamos a un amplio recinto. Se diría que aquello era como un barracón de detectives. Una balaustrada de madera rodeaba una hilera de cuatro sillas para visitas, y al lado había una puerta cristalera con una mesa de recepcionista. Más allá de la puerta, al fondo de una sala, se veía un despacho de teniente y media docena de escritorios pegados y llenos de teléfonos y papeles. Había archivadores arrimados a las paredes. Las ventanas estaban mugrientas, la mayoría de las persianas, rotas y torcidas.
En la mesa no había ningún recepcionista. En la sala vimos dos detectives, ambos con americanas de tweed y sentados dándonos la espalda. Uno era Clark. Hablaba por teléfono. Llamé al cristal y ambos se volvieron. Clark hizo una breve pausa, sorprendido, y luego nos indicó que entráramos. Cogimos sendas sillas y nos sentamos delante de su mesa. Él siguió hablando. Esperamos. Nos entretuvimos mirando la sala. A partir de un metro del suelo, el despacho del teniente tenía tabiques de vidrio. Dentro vi un escritorio grande, desocupado. Encima había dos escayolas como las de nuestro patólogo. No me levanté para ir a mirarlas. No habría sido educado.
Clark terminó de hablar. Colgó y anotó algo en un bloc amarillo. A continuación suspiró y echó la silla hacia atrás para mirarnos. Sabía que la nuestra no era una visita de cortesía. Aun así, no quiso preguntar de buenas a primeras si ya teníamos un nombre para él. No querría sentirse ridículo si no lo teníamos.
– Sólo pasábamos por aquí -dije.
– Muy bien -dijo.
– Buscando un poco de ayuda -añadí.
– ¿Qué clase de ayuda?
– Pensaba que podría darnos sus notas sobre la barra. Ahora que ya no las van a necesitar, puesto que ya han encontrado lo suyo.
– ¿Notas?
– Usted hizo una lista de ferreterías. Podríamos ahorrarnos tiempo si seguimos desde donde usted lo dejó.
– Se la podía haber enviado por fax -dijo.
– Seguramente son muchas. No queríamos causarle molestias.
– Yo podía haber estado ausente.
– De todos modos pasábamos por aquí.
– Muy bien -repitió-. Las notas de las barras. -Hizo girar la silla, se levantó y se dirigió a un archivador. Regresó con una carpeta verde de casi dos centímetros de grosor. La dejó caer sobre la mesa.
– Buena suerte -dijo.
Se sentó de nuevo, y yo indiqué a Summer que cogiera la carpeta. La abrió. Estaba llena de papeles. Hojeó. Torció el gesto. Me la pasó. Era una lista larguísima de lugares que iban desde New Jersey a Carolina del Norte. Incluía nombres, direcciones y números de teléfono. Los primeros noventa o así tenían marcas al lado. Y había unos cuatrocientos que no.
– Han de ir con cuidado -observó Clark-. En unos sitios las llaman barras de hierro y en otros barras de derribo. Deben asegurarse de que les entienden.
– ¿Tienen diferentes tamaños?