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– Muchos. La nuestra es bastante grande.

– ¿Me deja verla? ¿O está en su sala de pruebas?

– No es ninguna prueba -aclaró Clark-. No es la verdadera arma, sino una idéntica que nos ha prestado la tienda de Sperryville. No podemos presentarla ante un tribunal.

– Pero encaja en sus moldes de escayola.

– Como un guante -dijo.

Volvió a levantarse, entró en el despacho del teniente y cogió los moldes de la mesa. Los trajo, uno en cada mano, y los dejó sobre su escritorio. Se parecían mucho a los nuestros. También había un positivo y un negativo. En cuanto al diámetro, la cabeza de la señora Kramer era bastante más pequeña que la de Carbone. Por tanto, la barra había alcanzado menos porción de su circunferencia. En consecuencia, la huella de la herida mortal tenía una longitud más corta que la nuestra. No obstante, era igual de profunda y horrible. Clark la cogió y pasó la yema de un dedo por el surco.

– Un golpe muy violento -señaló-. Estamos buscando a un tipo alto, fuerte y diestro. ¿Ha visto a alguien así?

– Cada vez que me miro en el espejo -repuse.

También el molde de la propia arma era más corto que el nuestro. Pero por lo demás se parecían muchísimo. La misma sección terrosa salpicada aquí y allá por imperfecciones microscópicas del yeso; pero básicamente lisa, recta y brutal.

– ¿Me deja ver la barra de verdad? -pregunté.

– Claro -dijo Clark. Se inclinó y abrió un cajón del escritorio. Lo dejó abierto a modo de exhibidor. Me estiré hacia delante y vi la misma cosa curva y negra que había visto la mañana anterior. La misma forma, los mismos contornos, el mismo color, el mismo tamaño, las mismas bocas sacaclavos, la misma sección octogonal, el mismo brillo, la misma precisión. Era idéntica a la que habíamos dejado en la oficina del depósito de cadáveres de Fort Bird.

Recorrimos unos quince kilómetros hasta Sperryville. Repasé la lista de Clark buscando la dirección de la ferretería. Estaba allí mismo, en la quinta línea, pues no se encontraba lejos de Green Valley. Sin embargo, junto al número de teléfono no había ninguna señal. Sólo una anotación a lápiz: «No contestan.» Supuse que el dueño había estado ocupado con un vidriero y una compañía de seguros. Supuse que los hombres de Clark habían llegado a efectuar una segunda llamada pero habían sido adelantados por la investigación de los de Información sobre Crímenes Nacionales.

Sperryville no era un lugar grande, así que circulamos despacio en busca de las señas. En un trecho corto vimos una serie de tiendas, y tras recorrerlo tres veces encontramos el nombre de la calle en una señal verde. Indicaba hacia un callejón estrecho y sin salida. Pasamos entre dos estructuras de madera y luego el callejón se ensanchaba en un pequeño patio, al fondo del cual se encontraba la ferretería. Era como un pequeño establo de una planta, pintado para parecer más urbano que rural. Un sitio de toda la vida. No había indicación alguna de que formara parte de alguna cadena. Era tan sólo una pequeña tienda americana, sola, sobrellevando los triunfos y las derrotas generación tras generación.

Sin embargo, era un lugar excelente para un robo en plena noche. Tranquilo, aislado, invisible para los transeúntes de la calle principal, sin piso habitado encima. En la fachada había un escaparate y una puerta, separados sólo por el marco de esta última. En el cristal del escaparate se apreciaba un agujero en forma de medialuna, provisionalmente tapado con una lámina de contrachapado recortada hábilmente. Supuse que el agujero había sido hecho por la suela de un zapato. Estaba cerca de la puerta. Un tío alto podía introducir el brazo izquierdo hasta el hombro y alcanzar fácilmente el pestillo. Pero primero habría tenido que meterlo todo y luego doblar el codo despacio y con cuidado para no engancharse la ropa. Me lo representé mentalmente con la mejilla izquierda contra el frío cristal, en la oscuridad, respirando afanosamente, buscando a tientas.

Estacionamos justo delante. Bajamos y nos detuvimos ante el escaparate. Estaba lleno de cosas. Quienquiera que las hubiera puesto allí no tenía intención de ofrecer sus servicios al Saks de la Quinta Avenida, y no sólo por sus famosos y festivos escaparates, sino porque aquí tampoco había ni rastro de intención estética. Ni diseño. Ni ofertas tentadoras. Todo estaba austeramente alineado en estantes hechos a mano. Todo llevaba una etiqueta con su precio. Era como si el escaparate dijese: «Esto es lo que hay. Si lo quiere, entre y cómprelo.» En cualquier caso, todo parecía material de calidad. Había algunos artículos raros. Yo no tenía ni idea de para qué servirían. No sabía mucho de herramientas. De hecho, jamás había utilizado ninguna, salvo cuchillos. Sea como fuere, me quedó claro que esa tienda era exigente respecto a sus existencias.

Entramos, haciendo sonar la campanilla de la puerta. Dentro se conservaba la organizada y sencilla pulcritud del escaparate. Había ordenados anaqueles, estantes y compartimentos. Un suelo de madera de tablas anchas. Se apreciaba un ligero olor a aceite lubricante. Era un lugar tranquilo. Sin clientes. Tras el mostrador, un tipo de unos sesenta años, acaso setenta. Alertado por la campanilla, nos estaba mirando. Era de estatura media, delgado y algo cargado de espaldas. Llevaba gafas redondas y un jersey gris de punto. Así parecía inteligente, pero también que no estaba acostumbrado a manejar nada más grande que un destornillador. Parecía que vender herramientas era su sucedáneo de ir a la universidad y dictar un curso sobre diseño, historia y evolución de las herramientas manuales.

– ¿En qué puedo ayudarles? -dijo.

– Hemos venido por lo de la barra de derribo robada -respondí-. O barra de hierro sin más, si usted prefiere.

Asintió.

– Barra de hierro -confirmó-. A mi juicio, barra de derribo suena un poco vulgar.

– Muy bien, pues la barra de hierro robada.

Esbozó una fugaz sonrisa.

– Ustedes son del ejército. ¿Se ha implantado la ley marcial?

– Llevamos a cabo una investigación paralela -puntualizó Summer.

– ¿Son de la Policía Militar?

– Sí -repuso Summer, y añadió nuestro nombre y rango respectivos.

Él hizo lo propio con su nombre, que se correspondía con el letrero de encima de la puerta.

– Queremos cierta información -expliqué-. Sobre el mercado de barras de hierro.

Puso cara de interés, aunque sin desbordar entusiasmo. Era como preguntar a un forense sobre huellas dactilares y no sobre ADN. Me pareció que la evolución de las barras de hierro había concluido mucho tiempo atrás.

– ¿Por dónde empiezo? -preguntó.

– ¿De cuántas clases hay?

– Montones. Hay al menos seis fabricantes con los que me interesa hacer negocios. Y muchos más con los que no.

Eché un vistazo a la tienda.

– Porque usted sólo tiene material de primera.

– Exacto -dijo-. No puedo competir en precios con las grandes cadenas, así que he de ofrecer la mejor calidad y el mejor servicio.

– Mercado altamente especializado -dije.

El hombre asintió.

– Las barras de la gama baja vienen de China -explicó-. Producción en masa, hierro fundido, hierro forjado, acero forjado de poca calidad. No me interesa.

– Entonces ¿qué trae?

– De Europa importo algunas barras de titanio -especificó-. Muy caras pero muy resistentes. Y lo más importante, muy livianas. Concebidas para la policía y los bomberos. O para trabajar bajo el agua, donde por lo demás la corrosión del hierro supondría un problema. O para quienquiera que necesite algo pequeño y duradero y de manejo fácil.

– Pero la que robaron no era de ésas.

Meneó la cabeza.

– No, las barras de titanio son para especialistas. Las otras que vendo son más corrientes.

– ¿Y cuáles son?

– Esta es una tienda pequeña -dijo-. Tengo que elegir los encargos con mucho cuidado, lo que en cierto modo es una pesadez, pero también un placer, pues la elección es muy gratificante. Son decisiones mías y sólo mías. Así, es evidente que para una barra de hierro escogería acerocromo al carbono. Pero, preguntarán ustedes, ¿con temple sencillo o doble? Sinceramente, prefiero temple doble, por la dureza. Y para mayor eficacia, con bocas sacaclavos muy delgadas, y por tanto, para más seguridad, cementadas. En algunas situaciones son un elemento de seguridad imprescindible. Imaginemos a un hombre encaramado a una viga de un techo alto al que se le rompiera el sacaclavos. Se caería.