Crucé la calle, atravesé el aparcamiento vacío y miré el bar. Estaba en silencio y cerrado a cal y canto. El cartel de neón se encontraba apagado y los pequeños tubos de las letras ofrecían un aspecto frío y ridículo. Tenía su propio contenedor, junto al aparcamiento, como si fuera un vehículo más. Dentro no había maletín alguno.
Me asomé a la freiduría. Aún estaba vacía. Miré detrás de la caja registradora. Había una caja de cartón con un par de tristes paraguas dentro, pero ningún maletín. Eché un vistazo en el baño de señoras. Ni mujeres ni maletín.
Miré el reloj y regresé al bar. Allí tenía que hacer algunas preguntas cara a cara. Pero no abrirían al menos hasta pasadas otras ocho horas. Me volví y miré el motel, al otro lado de la calle. Aún no había nadie en la oficina. Así que me dirigí al Humvee y llegué a tiempo de oír en la radio un 10-17: «Regrese a la base.» Acusé recibo del aviso, encendí el potente motor diesel y conduje de nuevo hasta Fort Bird. No había tráfico y tardé menos de cuarenta minutos. El coche de alquiler de Kramer estaba en el aparcamiento del parque móvil. En la mesa de fuera de mi despacho prestado había una persona nueva. Un cabo. El turno de día. Era un tío bajito y moreno con aspecto de Luisiana. Tenía sangre francesa, sin duda. Reconozco la sangre francesa nada más verla.
– Ha vuelto a llamar su hermano -dijo.
– ¿Para qué?
– No ha dejado mensaje.
– ¿Para qué era el diez-diecisiete?
– El coronel Garber solicita un diez-diecinueve.
Sonreí. Podría estar la vida entera sin decir más que 10-esto o 10-aquello. A veces tenía la sensación de que ya me estaba pasando. Un 10-19 era un contacto por teléfono o radio. Menos importante que un 10-16, un contacto mediante línea terrestre segura. «El coronel Garber solicita un 10-19» significaba «Garber quiere que lo llame», nada más. Algunas unidades de PM se acostumbran a hablar inglés, pero ésta evidentemente aún no lo había logrado.
Entré en mi despacho y vi el portatrajes de Kramer apoyado contra la pared y al lado una caja de cartón con los zapatos, la ropa interior y la gorra. El uniforme seguía colocado en las perchas, colgadas en mi perchero. Pasé frente a ellas en dirección a mi escritorio y marqué el número de Garber. Escuché el tono de llamada y me pregunté qué querría mi hermano. Me pregunté cómo me había localizado. Sesenta horas antes yo estaba en Panamá. Yantes de eso había andado por todas partes. De modo que él había hecho un gran esfuerzo para encontrarme. Así que tal vez era importante. Cogí un lápiz y escribí «Joe» en un trozo de papel. Y luego lo subrayé dos veces.
– ¿Sí? -dijo Leon Garber.
– Soy Reacher -dije. Miré el reloj de pared. Eran algo más de las nueve de la mañana. El enlace de Kramer con Los Ángeles ya estaba en el aire.
– Fue un ataque cardíaco -señaló Garber-. No hay duda.
– En el Walter Reed han trabajado deprisa.
– Era un general.
– Sí, pero un general con el corazón delicado.
– Tenía las arterias mal, en efecto. Una arteriosclerosis grave que causó una fibrilación ventricular fatal. Es lo que nos han dicho. Y yo les creo. Seguramente estiró la pata cuando ella se quitó el sostén.
– No llevaba pastillas encima -observé.
– Quizá no se lo habían diagnosticado. Cosas que pasan. Uno se encuentra bien y de pronto está muerto. En todo caso, no habría modo de falsear eso. Supongo que se puede simular la fibrilación mediante una descarga eléctrica, pero no el equivalente de cuarenta años de porquería en las arterias.
– ¿Nos preocupaba que pudieran falsearlo?
– Al KGB podría haberle interesado -apuntó Garber-. Kramer y sus tanques constituyen el principal problema táctico al que se enfrenta el Ejército Rojo.
– Ahora mismo el Ejército Rojo está mirando hacia el otro lado.
– Es un poco pronto para saber si esto durará o no.
No contesté.
– No puedo permitir que nadie más hurgue ahí. Lo entiendes, ¿verdad?
– ¿Por tanto? -pregunté.
– Por tanto tendrás que ir a hablar con la viuda.
– ¿Yo? ¿No está ella en Alemania?
– Se encuentra en Virginia -dijo Garber-. En casa pasando las vacaciones. Tienen una casa allí.
Me dio la dirección, que anoté en el trozo de papel, justo debajo de «Joe».
– ¿Hay alguien con ella? -pregunté.
– No tienen hijos. Seguramente está sola.
– Muy bien.
– Todavía no lo sabe -dijo Garber-. He tardado un poco en localizarla.
– ¿Quiere que lleve un capellán?
– No es una muerte en combate. Podría acompañarte una colega, supongo. A la señora Kramer quizá le dé por abrazar.
– De acuerdo.
– Ahórrale los detalles, naturalmente. Él se dirigía a Fort Irwin, eso es todo. La palmó en un hotel de carretera. Esta es la versión oficial. Salvo tú y yo, nadie sabe nada más, y así van a seguir las cosas. Supongo que puedes contárselo a quien vaya a acompañarte. Puede que la señora Kramer haga preguntas, y los dos tenéis que seguir el mismo guión. ¿Qué hay de los polis locales? ¿Se irán de la lengua?
– El tipo con quien hablé es un ex marine. Conoce el percal.
– Semper Fi -soltó Garber-. Siempre fiel.
– Aún no he encontrado el maletín -señalé.
Hubo un silencio.
– Primero ocúpate de la viuda -dijo Garber-. Después sigue buscándolo.
Le dije al cabo de guardia que llevara los efectos personales de Kramer a mi cuartel. Quería que estuvieran a buen recaudo. Al final, la viuda preguntaría por ellos. Y en una base grande como Bird las cosas pueden desaparecer, lo que podría resultar embarazoso. A continuación, me encaminé al club de oficiales y busqué policías militares que tomaran desayunos tardíos o almuerzos tempranos. Por lo general se sientan alejados del resto, pues todo el mundo los detesta. Vi un grupo de cuatro, dos hombres y dos mujeres. Llevaban uniforme de campaña para zona boscosa, el habitual en el puesto. Una de las mujeres era capitán y llevaba el brazo derecho en cabestrillo. Comer le resultaba complicado. Seguramente conducir también. La otra mujer lucía un distintivo de teniente en cada solapa y el nombre «Summer» en la placa. Aparentaba unos veinticinco años y era bajita y delgada. Tenía la piel del mismo color que la mesa de caoba en que estaba comiendo.
– Teniente Summer -dije.
– ¿Señor?
– Feliz Año Nuevo.
– Lo mismo digo, señor.
– ¿Está ocupada hoy?
– Tareas generales, señor.
– Muy bien, dentro de treinta minutos en la entrada, clase A. Necesito que abrace a una viuda.
Volví a ponerme el uniforme de clase A y pedí un sedán al parque móvil. No quería hacer todo el trayecto hasta Virginia en un Humvee. Demasiado ruidoso e incómodo. Un soldado raso me trajo un Chevrolet nuevo de color verde oliva. Firmé el recibo, lo conduje hasta el cuartel y esperé.
La teniente Summer salió cuando pasaban veintiocho minutos de los treinta que tenía concedidos. Se paró un instante y acto seguido se acercó al coche. Tenía buen aspecto. Era baja, pero se movía con facilidad, como una persona esbelta. Parecía una modelo de pasarela de metro ochenta pero en tamaño miniatura. Salí del coche y dejé abierta la puerta del conductor. La recibí en la acera. Llevaba un distintivo de tiradora experta del que colgaban galones correspondientes a rifle, rifle de pequeño calibre, rifle automático, pistola, pistola de pequeño calibre, ametralladora y pistola ametralladora. Formaban una pequeña escalera de unos cinco centímetros de longitud. Más larga que la mía. Yo sólo tenía rifle y pistola. Se detuvo de golpe frente a mí, se puso firmes y efectuó un saludo perfecto.