– He llamado a mamá -dijo-. Aún aguanta.
– Dijo pronto, Joe. Eso no significa que tengamos que velarla a diario.
– Seguramente será más pronto de lo que pensamos. Y de lo que deseamos.
– ¿Cómo estaba?
– La voz le sonaba temblorosa.
– ¿Cómo estás tú?
– Tirando -dijo-. ¿Y tú?
– De momento no está siendo un gran año.
– La próxima vez deberías llamarla tú -señaló.
– Lo haré -prometí-. Dentro de unos días.
– Hazlo mañana -dijo, y colgó.
Me quedé sentado unos instantes. Luego di unos golpecitos en la horquilla del teléfono para despejar la línea y le pedí a la sargento que me pusiera con Sánchez, en Jackson. Mantuve el auricular pegado al oído. Summer me miraba fijamente.
– ¿Velarla a diario? -dijo.
– No ve la hora de que le quiten la escayola -expliqué-. Dice que se siente muerta en vida.
Summer me observó con recelo y acto seguido se volvió hacia el mapa. Conecté el altavoz del teléfono y dejé el auricular sobre la mesa. En la línea se oyó un clic y a continuación la voz de Sánchez.
– He estado incordiando a la policía de Columbia sobre el coche de Brubaker -dijo.
– ¿Aún no lo han encontrado? -pregunté.
– No. Y no estaban haciendo ningún esfuerzo al respecto. Lo que me parecía inconcebible. Así que seguí dándoles la lata.
– ¿Qué más?
– Perdieron el otro zapato.
– ¿Y eso qué significa?
– Que Brubaker no fue asesinado en Columbia -dijo-. Aquí sólo se deshicieron del cuerpo.
17
Sánchez nos explicó que los forenses de Columbia habían observado en el cadáver patrones de lividez confusos que, a su juicio, indicaban que llevaba muerto unas tres horas antes de ser arrojado al callejón. La lividez es lo que le pasa a la sangre de una persona después de morir. Se para el corazón, la presión sanguínea baja en picado, la sangre se escurre, desciende y se asienta en las partes inferiores del cuerpo simplemente por la acción de la gravedad. Se queda allí y durante un cierto intervalo tiñe la piel de un color púrpura parecido al del hígado. Entre tres y seis horas después el color queda fijado de manera permanente, como una foto revelada. Un tío que cae muerto de espaldas tendrá un pecho pálido y una espalda púrpura. Y al revés para uno que caiga de bruces. Pero Brubaker presentaba lividez por todas partes. Los forenses conjeturaron que había sido asesinado, después había permanecido tendido de espaldas unas tres horas, y luego lo habían arrojado al callejón cayendo boca abajo. Estaban bastante seguros de la estimación de tres horas, pues a partir de ese lapso las manchas comienzan a fijarse. Según ellos, el cadáver exhibía signos de lividez temprana en la espalda y de otra más importante en el pecho. Decían también que había una franja ancha en mitad de la espalda donde la carne muerta estaba cocida en parte.
– Iba en el maletero de un coche -señalé.
– Justo encima del silenciador -dijo Sánchez-. Un trayecto de tres horas, mucha temperatura.
– Esto cambia muchas cosas.
– Y explica por qué no encuentran su Chevy en Columbia.
– Ni ningún testigo -añadí-. Ni los casquillos, ni las balas.
– Entonces ¿ahora hacia dónde apuntamos?
– ¿Tres horas en un coche? -solté-. ¿De noche y con las carreteras vacías? Cualquier punto situado en un radio de más de trescientos kilómetros.
– Un círculo grandecito -dijo Sánchez.
– Unos trescientos mil kilómetros cuadrados -dije-. Más o menos. Pi multiplicado por el radio al cuadrado. ¿Qué va a hacer la policía de Columbia al respecto?
– Soltar la patata caliente. Ahora es un caso del FBI.
– ¿Y qué opina el Bureau sobre la droga?
– Se muestran un tanto escépticos. Creen que lo nuestro no es la heroína. Que nos van más las anfetaminas y la marihuana.
– Ojalá -dije-. Ahora mismo me tomaría un poco de todo.
– Por otro lado, saben que los tíos de Delta viajan por todo el mundo. Pakistán, Sudamérica. De donde viene la heroína. Así que investigarán un poco, sin esforzarse demasiado.
– Están perdiendo el tiempo. ¿Heroína? ¿Un tipo como Brubaker? Antes muerto.
– Quizá piensan que fue eso. -Y colgó.
Apagué el altavoz y devolví el auricular a su sitio.
– Probablemente sucedió en el norte -señaló Summer-. Brubaker salió de Raleigh. Deberíamos buscar su coche por allí.
– No es un caso nuestro -observé.
– Muy bien, pues el FBI debería hacerlo.
– Seguro que ya andan por allí.
Llamaron a la puerta. Entró un cabo de la PM con unos papeles bajo el brazo. Saludó con elegancia, dio un paso al frente y los dejó en mi escritorio. Dio el mismo paso hacia atrás y volvió a saludar.
– Las fotocopias del registro de la puerta, señor -dijo-. Del uno al cuatro de este mes, las horas solicitadas.
Giró sobre sus talones y salió de la habitación. Cerró la puerta. Miré los papeles. Unas siete hojas. «No era para tanto.»
– A trabajar -dije.
La operación Causa Justa volvió a ayudarnos. El aumento en el grado de DefCon, situación de defensa, había provocado la cancelación de muchos permisos. Por ninguna razón de peso, pues lo de Panamá no era gran cosa, pero así funcionaban los militares. No tenía sentido tener niveles de DefCon si no se podían subir y bajar, y no tenía sentido modificarlos si no había causas visibles. Así pues, tampoco tenía sentido poner en escena pequeños numeritos en el extranjero a menos que la totalidad de la institución notara una emoción indirecta y lejana.
También era absurdo anular permisos sin dar a la gente algo para llenar el tiempo. Por tanto, había sesiones adicionales de instrucción y ejercicios diarios de acción inmediata. La mayoría eran duros y comenzaban temprano. Así pues, para nosotros la principal ventaja era que casi todos los que habían salido para celebrar la Nochevieja habían regresado a la base relativamente pronto. Seguramente habían vuelto todos entre las tres y las cinco de la madrugada, pues a partir de las seis se apreciaba muy poca actividad en los registros.
Las personas que entraron durante las dieciocho horas que revisamos del día de Año Nuevo sumaban diecinueve. Summer y yo estábamos incluidos, pues habíamos regresado de Green Valley y D.C. tras el viaje a casa de la viuda y la visita al Walter Reed. Nos tachamos de la lista.
Aparte de nosotros, los que entraron el 2 de enero eran dieciséis. El 3, doce. Y el 4, antes de las ocho de la noche, diecisiete. En total, sesenta y dos nombres durante el intervalo de ochenta y seis horas. Nueve eran conductores civiles de furgonetas de reparto. Los tachamos. Once estaban repetidos: habían entrado, salido y vuelto a entrar. Como los que van y vienen cada día de casa al trabajo. Por ejemplo, la sargento del turno de noche. La tachamos porque era una mujer, y de poca estatura. En los demás casos, borramos la segunda anotación y cualquier otra posterior.
Al final nos quedaron cuarenta y un individuos, catalogados por el apellido, la inicial del nombre y el rango. No había forma de saber si eran hombres o mujeres. Ni de saber qué hombres eran altos, fuertes y diestros.
– Yo investigaré los géneros -dijo Summer-. Aún tengo las listas de efectivos, donde sale el nombre completo.
Asentí. Cogí el teléfono, localicé al forense y le pedí que nos viésemos inmediatamente en el depósito de cadáveres.
Conduje nuestro Chevy hasta su oficina porque no quería que me vieran andando por ahí con una barra de hierro. Aparqué frente a la puerta del depósito y esperé. El tío apareció al cabo de cinco minutos, caminando desde el club de oficiales. Seguramente le interrumpí en el postre. O acaso estaba aún en el primer plato. Bajé y cogí la barra del asiento trasero. Él le echó una mirada. Me invitó a pasar. Pareció entender lo que yo quería. Abrió la puerta de su despacho, encendió la luz y abrió el cajón. Sacó la barra que había matado a Carbone y la dejó sobre la mesa. Yo coloqué al lado la prestada. Le quité el papel de seda y la moví hasta que formó el mismo ángulo. Eran idénticas.