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– La barra de hierro no entró sola -dijo Summer-. La metió dentro uno de estos veintiocho nombres. Es evidente. No pudo haber llegado aquí de otra manera.

Guardé silencio.

– ¿Quiere cenar algo? -preguntó.

– Pienso mejor cuando tengo hambre -dije.

– Nos hemos quedado sin cosas en que pensar.

Asentí. Recogí los veintiocho historiales médicos y los apilé con cuidado. Coloqué encima la lista inicial de treinta y tres nombres. Treinta y tres, menos Carbone, porque él no llevaba la barra para suicidarse con ella. Menos el forense, porque no era un sospechoso convincente y porque era bajito, y porque su ejercicio con la barra había revelado sus limitaciones. Menos Vassell y Coomer y su chófer Marshall, porque tenían coartadas demasiado buenas. Vassell y Coomer se estuvieron dando un atracón, y Marshall ni siquiera había aparecido.

– ¿Por qué no estaba Marshall? -pregunté.

Summer meneó la cabeza.

– Eso siempre me ha intrigado -dijo-. Es como si Vassell y Coomer hubiesen querido ocultarle algo.

– Lo único que hicieron fue cenar -objeté.

– Sin embargo, seguramente estuvo con ellos en el funeral de Kramer. Así que debieron de decirle expresamente que no les trajera aquí. Una orden formal de bajar del coche y quedarte en casa.

Hice un gesto de asentimiento. Me imaginé la larga hilera de sedanes oficiales negros en el Cementerio Nacional de Arlington, bajo un plúmbeo cielo de enero. Me imaginé la ceremonia, el plegado de la bandera, las salvas de los fusileros. El lento desfile de regreso a los vehículos, hombres con la cabeza descubierta y el mentón hundido en el cuello, contra el frío, tal vez nieve. Me imaginé a Marshall sujetando las puertas del Mercury, primero para Vassell, luego para Coomer. Los llevaría de vuelta al aparcamiento del Pentágono, y luego vería cómo Coomer se sentaba en el asiento del acompañante y Vassell al volante.

– Deberíamos hablar con él -sugerí-. Averiguar qué le dijeron exactamente. Qué razones le dieron. Debió de ser un momento embarazoso. Un favorito como él se sentiría algo excluido.

Cogí el teléfono y le pedí a la sargento que buscase el número del comandante Marshall. Le dije que pertenecía al Estado Mayor del XII Cuerpo, con base en el Pentágono. Contestó que enseguida me lo pasaba. Summer y yo nos quedamos en silencio y esperamos. Observé el mapa de la pared. Pensé que sería lógico quitar la chincheta de Columbia. Desvirtuaba la imagen. Brubaker no había sido asesinado allí, sino en otro sitio. Al norte, al sur, al este, al oeste.

– ¿Va a llamar a Willard? -me preguntó Summer.

– Seguramente. Quizá mañana.

– ¿No antes de medianoche?

– No quiero darle ese gusto.

– Es un riesgo -observó.

– Soy invulnerable.

– Quizá no lo sea para siempre.

– Da igual. Los de Delta Force pronto vendrán por mí. En comparación, todo lo demás parecerá intrascendente.

– Llame a Willard esta noche -dijo Summer-. Éste sería mi consejo.

La miré.

– Como amiga -añadió-. La ausencia sin autorización no es ninguna broma. Es absurdo empeorar las cosas.

– Tiene razón -dije.

– Hágalo ahora -insistió-. ¿Por qué no?

– De acuerdo. -Alargué la mano para coger el teléfono, pero en ese instante la sargento se asomó por la puerta.

Nos explicó que el comandante Marshall ya no se hallaba en Estados Unidos. Su misión temporal había finalizado antes de tiempo. Lo habían hecho volver a Alemania. Había salido de la base aérea de Andrews a última hora de la mañana del 5 de enero.

– ¿De quién recibió la orden? -le pregunté.

– Del general Vassell.

– Muy bien -dije.

La sargento cerró la puerta.

– El cinco de enero -señaló Summer.

– Al día siguiente de la muerte de Carbone y Brubaker.

– Marshall sabe algo.

– Ni siquiera estaba aquí -observé.

– ¿Por qué, si no, lo sacarían de la circulación?

– Es una coincidencia.

– A usted no le gustan las coincidencias -me recordó.

Asentí.

– Muy bien -dije-. Pues vamos a Alemania.

18

En modo alguno iba Willard a autorizar una expedición al extranjero, así que me dirigí a la oficina del jefe de la Policía Militar y cogí un montón de vales de viaje. Me los llevé al despacho y los firmé con mi nombre en el renglón de «oficial al mando» y con muy dignas falsificaciones de la rúbrica de Leon Garber en el de «autorizado por».

– Vamos a infringir la ley -constató Summer.

– Esto es la batalla de Kursk -observé-. Ahora no vamos a volvernos atrás.

Summer vaciló.

– Usted decide -dije-. Sí o no, sin presiones por mi parte.

Se quedó callada.

– Estos comprobantes no regresarán aquí hasta dentro de un mes o dos -expliqué-. Para entonces se habrá ido Willard o nos habremos ido nosotros. No tenemos nada que perder.

– De acuerdo -dijo.

– Haga las maletas. Para tres días.

Summer se fue y le pedí a la sargento que averiguara quién me sucedía en el escalafón para ejercer de oficial al mando en funciones. Al rato apareció con un nombre que reconocí como la mujer capitán que había visto en el comedor del club de oficiales. La del brazo en cabestrillo. Le escribí una nota explicándole que estaría tres días fuera y que ella quedaba como responsable. Luego llamé a Joe.

– Voy a Alemania -le dije.

– Perfecto -replicó-. Pues pásatelo bien. Que tengas buen viaje.

– No puedo ir a Alemania sin detenerme en París a la vuelta. En fin, dadas las circunstancias.

Joe hizo una pausa.

– Claro -dijo-. Supongo.

– No hacerlo no estaría bien -proseguí-. Pero mamá no debería pensar que me preocupo por ella más que tú. Eso tampoco sería correcto. Así que también tendrías que venir.

– ¿Cuándo?

– Toma el vuelo nocturno dentro de dos días. Quedamos en el Roissy-Charles de Gaulle. Después vamos a verla juntos.

Summer se reunió conmigo en la acera y llevamos las bolsas al Chevy. Vestíamos uniforme de campaña pues pensamos que lo que más nos convenía era un viaje nocturno desde la base Andrews. Era demasiado tarde para un avión civil de última hora y no queríamos esperar toda la noche a los vuelos con desayuno. Subimos al coche y salimos por la puerta principal. Conducía Summer, naturalmente. Pisó a fondo el acelerador y luego se estabilizó en una velocidad crucero de unos quince kilómetros por hora más rápida que los demás coches.

Me recliné en el asiento y contemplé la carretera. Observé los arcenes, las áreas comerciales y el tráfico. Recorrimos unos cincuenta kilómetros hacia el norte y pasamos junto al motel de Kramer. Llegamos al cruce en trébol y doblamos hacia el este por la I-95. Luego pusimos rumbo al norte. Dejamos atrás el área de descanso. Y también el lugar, kilómetro y medio después, donde había sido descubierto el maletín. Cerré los ojos.

Dormí durante todo el trayecto a Andrews. Llegamos allí bastante después de medianoche. Dejamos el coche en un aparcamiento reservado y canjeamos dos de nuestros vales de viaje por dos plazas en un C-130 del Cuerpo de Transporte que salía para Francfort a las tres de la mañana. Aguardamos en una sala que tenía luces fluorescentes y bancos de vinilo y rebosaba del habitual movimiento variopinto de transeúntes. Los militares siempre están de acá para allá. Siempre hay gente que va a algún sitio, a cualquier hora del día o la noche. Nadie hablaba. Era la costumbre. Tan sólo nos sentamos, rígidos, cansados e incómodos.

Nos llamaron treinta minutos antes del despegue. Salimos y anduvimos en fila por la pista, subimos por la rampa y entramos en la panza del avión. En el espacio central había una larga hilera de palés de carga, lomamos asiento en sendos traspuntines con cinchas y apoyamos la espalda contra el fuselaje. Llegué a la conclusión de que prefería la primera clase de Air France. El Cuerpo de Transporte no tiene azafatas y no prepara café durante el vuelo.