– ¿Está cerca?
– No muy lejos -repuse.
Una ancha escalinata de piedra conducía a la puerta. El conjunto recordaba a un edificio de la cámara legislativa de cualquier estado de nuestro país. Estaba perfectamente conservado. Subimos y entramos. Justo después de la puerta había un soldado sentado a una mesa. No era PM. Sólo un oficinista del XII Cuerpo. Nos identificamos.
– ¿Hay sitio para nosotros en el Cuartel de Oficiales de Visita? -inquirí.
– Por supuesto, señor.
– Dos habitaciones -precisé-. Una noche.
– Ahora mismo llamo -dijo-. Sigan las señales.
Nos indicó la parte trasera del vestíbulo. Allí había más puertas que conducían a distintas dependencias del complejo. Miré el reloj. Exactamente mediodía. Aún estaba puesto a la hora de la costa Este. En Alemania eran las seis de la tarde. Ya había oscurecido.
– Tengo que ver al oficial al mando de la PM -dije-. ¿Está aún en su oficina?
El hombre cogió el teléfono y obtuvo respuesta. Hizo un gesto hacia una ancha escalera que nos llevaría a la segunda planta.
– A la derecha -añadió.
Subimos las escaleras y doblamos a la derecha. Un pasillo largo con oficinas a ambos lados, con puertas de madera maciza y vidrio serigrafiado. Encontramos la que buscábamos y entramos. En la antesala había un sargento sentado a una mesa. Casi idéntico a Fort Bird. La misma pintura, el mismo suelo, los mismos muebles, la misma temperatura, el mismo olor. El mismo café en la misma cafetera típica. El sargento también era como tantos otros que yo había conocido. Tranquilo, eficiente, estoico, dispuesto a creerse que llevaba todo aquello él solo, lo cual seguramente era cierto. Desde su escritorio nos miró. Tardó medio segundo en ubicarnos.
– Supongo que buscan al comandante -dijo.
Asentí. El hombre llamó por el interfono al despacho interior.
– Pasen -dijo.
Cruzamos la puerta y en un escritorio vi a Swan. Conocía muy bien a Swan. La última vez que lo había visto había sido en Filipinas, tres meses atrás, cuando él estaba iniciando una gira de misiones programada para un año.
– No me lo digas -sonreí-. Llegaste aquí el veintinueve de diciembre.
– A congelarme el culo -soltó-. Sólo tenía ropa del Pacífico. El XII Cuerpo tardó tres días en encontrar un uniforme de invierno para mí.
No me extrañó. Swan era de corta estatura y ancho. Casi cúbico. Seguramente un uno por ciento de los pedidos de intendencia correspondía a él solito.
– ¿Está aquí tu jefe de la PM? -pregunté.
Negó con la cabeza.
– Trasladado temporalmente.
– ¿Tus órdenes las firmó Garber?
– Al parecer.
– ¿Has averiguado el motivo?
– Ni mucho menos.
– Yo tampoco -dije.
Él se encogió de hombros, como diciendo «bueno, es el ejército, ¿qué quieres?».
– Te presento a la teniente Summer -dije.
– ¿Unidad especial? -preguntó Swan.
Summer meneó la cabeza.
– Pero es muy buena -señalé.
Swan extendió un corto brazo por encima de la mesa y ambos se estrecharon la mano.
– Tengo que ver a un tío llamado Marshall -expliqué-. Un comandante. Por lo visto pertenece al Estado Mayor del XII Cuerpo.
– ¿Está en algún apuro?
– Alguien lo está. Espero que Marshall me ayude a averiguar quién. ¿Le conoces?
– No he oído hablar de él -respondió Swan-. Acabo de llegar.
– Lo sé -dije-. El veintinueve de diciembre.
Sonrió y me dedicó otro encogimiento de hombros. Cogió el teléfono y pidió a su sargento que localizara a Marshall y le dijera que yo quería verle. Miré alrededor mientras aguardamos la respuesta. El despacho de Swan parecía prestado y temporal, como el mío de Carolina del Norte. En la pared había el mismo reloj. Eléctrico, sin segundero. No hacía tictac. Eran las 18.10.
– ¿Pasan cosas por aquí? -pregunté.
– No demasiadas -contestó Swan-. Un tipo de Helicópteros fue a Heidelberg de compras y lo atropellaron. Y murió Kramer, claro. Esto ha removido las cosas por arriba.
– ¿Quién es el siguiente en el escalafón?
– Vassell, supongo.
– Lo conocí -dije-. No me causó muy buena impresión.
– Esto es un cáliz emponzoñado. Todo está cambiando. Tendrías que oír hablar a estos tíos. Son de veras deprimentes.
– El statu quo no es una opción -señalé-. Es lo que he oído.
Sonó el teléfono. Swan escuchó y luego colgó.
– Marshall no se halla en la base -explicó-. Está en unos ejercicios nocturnos en el campo. Regresará por la mañana.
Summer me echó una mirada. Me encogí de hombros.
– Cenad conmigo -dijo Swan-. Con toda esta gente de Blindados aquí estoy solo. ¿En el club de oficiales dentro de una hora?
Llevamos el equipaje al Cuartel de Oficiales de Visita y encontramos las habitaciones. La mía se parecía bastante a aquella en que había muerto Kramer, aunque estaba más limpia. Era un diseño estándar de motel americano. Seguramente tiempo atrás alguna cadena de hoteles había pujado por el contrato con el gobierno. Luego habían transportado por avión todos los muebles y accesorios, incluidos lavabos, toalleros y papeleras.
Me afeité, me duché y me puse un uniforme de campaña limpio. Transcurridos cincuenta y cinco minutos de la hora de Swan, llamé a la puerta de Summer. Abrió. Limpia y con buen semblante. Su habitación era como la mía, salvo que olía como la de una mujer. En el aire flotaba una agradable fragancia a colonia.
Localizamos el club de oficiales sin ninguna dificultad. Ocupaba la mitad de un ala de la planta baja del edificio principal. Era un espacio espléndido, con techos altos y primorosas molduras de yeso. Había un salón, un bar y un comedor. Vimos a Swan en el bar. Estaba con un teniente coronel que lucía uniforme clase A con distintivo de Infantería de combate en la chaqueta. En una base de Blindados era algo curioso de ver. Leí el nombre de la placa: «Simon». Se presentó él mismo. Tuve la sensación de que iba a acompañarnos en la cena. Nos explicó que era oficial de enlace, y que trabajaba para Infantería. Nos dijo que en Heidelberg había un tipo de Blindados haciendo lo mismo a la inversa.
– ¿Lleva aquí mucho tiempo? -le pregunté.
– Dos años -contestó.
Eso me alegró. Necesitaba información, y Swan sabía menos que yo. Entonces reparé en que no había sido casualidad que Simon cenara con nosotros. Swan se imaginaría lo que yo quería y lo organizó todo sin que nadie se lo pidiera. Era de esa clase de personas.
– Encantado de conocerle, coronel -dije, y acto seguido dirigí a Swan un gesto de asentimiento, dándole las gracias.
Tomamos cerveza americana fría en altas copas heladas y luego entramos en el comedor. Swan había hecho una reserva. El camarero nos instaló en una mesa del rincón. Me senté en un sitio desde el que podía ver toda la estancia. No vi a nadie conocido. Vassell no estaba. Coomer tampoco.
El menú era absolutamente corriente. Podíamos haber estado en cualquier club del mundo. Los clubes de oficiales no están para iniciar a uno en la cocina local, sino para hacer que la gente se sienta como en casa, en algún lugar de las honduras de la propia interpretación que de América hace el ejército. Se podía escoger filete o pescado. Este probablemente era europeo, pero la carne habría cruzado el Atlántico por el aire. Gracias a sus influencias, algún político de uno de los estados ganaderos había conseguido un jugoso contrato con el Pentágono.
Charlamos un rato sobre asuntos triviales. Nos quejamos de las pagas y las prestaciones. Hablamos de gente que conocíamos. Nos referimos a la operación Causa Justa de Panamá. El teniente coronel Simon contó que dos días antes había estado en Berlín y había conseguido un trocito de hormigón del Muro. Nos dijo que pensaba ponerlo en una urna de plástico para que pasara de una generación a otra, como si fuera una reliquia de familia.