De postre había pastel de manzana, y luego tomamos café. Excelente, como de costumbre. Regresamos del futuro a la charla insustancial del presente. Los camareros iban de un lado a otro en silencio. Sólo otra velada en otro club de oficiales a seis mil kilómetros del anterior.
– Marshall volverá al alba -me dijo Swan-. Busca un vehículo de reconocimiento en la parte de atrás de la primera columna que llegue.
Asentí. Supuse que en Francfort, en enero, amanecería aproximadamente a las siete. Puse el despertador mental a las seis. El teniente coronel Simon nos deseó buenas noches y se marchó. Summer inclinó la silla hacia atrás y se repantigó sobre dos patas todo lo que una persona menuda puede repantigarse. Swan apoyó los codos en la mesa.
– ¿Crees que entra mucha droga en esta base? -le pregunté.
– ¿Quieres un poco? -dijo.
– Heroína brown sugar -contesté-. No para consumo personal.
Swan movió la cabeza.
– Por lo visto, en Alemania hay trabajadores turcos que pueden conseguirla. Seguro que algún camello podría traerla.
– ¿Has conocido a un tipo llamado Willard? -le pregunté.
– ¿El nuevo jefe? Recibí el informe. No le conozco. Pero algunos de aquí sí. Un grumete del servicio de información, algo que ver con Blindados.
– Ideaba algoritmos -dije.
– ¿Para qué?
– Creo que para averiguar el consumo de combustible del T-80 soviético. Nos explicó qué clase de instrucción hacían.
– Y ahora está dirigiendo la 110.
Asentí.
– Sí, ya sé -dije-. Es curioso.
– ¿Cómo lo consiguió?
– Obviamente caía bien a alguien.
– Deberíamos descubrir a quién -dijo Swan-. Y empezar a mandarle cartas con insultos y amenazas.
Asentí de nuevo. Casi un millón de personas en el ejército, cientos de miles de millones de dólares, y al final todo consistía en quién caía bien a quién. «Eh, qué quieres.»
– Me voy a la cama -dije.
Mi habitación en el Cuartel de Oficiales de Visita era tan impersonal que al cabo de un minuto de haber cerrado la puerta había perdido ya la noción de dónde estaba. Colgué el uniforme en el armario y me deslicé entre las sábanas. Olían al mismo detergente que el ejército utiliza en todas partes. Pensé en mi madre en París, y en Joe en Washington. Mi madre ya se habría acostado. Joe aún estaría trabajando, en lo que tuviera entre manos en ese momento. Dije «seis de la mañana» para mis adentros y cerré los ojos.
Amaneció a las 6.50, hora a la que me encontraba de pie junto a Summer en la entrada este del XII Cuerpo. Sosteníamos sendos tazones de café. El suelo estaba helado y había niebla. El cielo era gris y el paisaje tenía un tono verde pastel. Era bajo, ondulado e insulso, como buena parte de Europa. Aquí y allá se veían grupos de árboles pequeños y aseados. La aletargada tierra despedía fríos olores orgánicos. Estaba todo muy tranquilo.
Más allá de la entrada, la carretera giraba y se dirigía al este y un poco al norte, en dirección a Rusia. Era ancha y recta, de hormigón reforzado. La piedra del bordillo presentaba marcas y muescas de las orugas de los tanques. No es fácil manejar un tanque.
Aguardamos. Todo seguía tranquilo.
De pronto los oímos.
¿Cuál es la sintonía del siglo xx? Podríamos celebrar un debate sobre ello. Unos acaso dirían que es el sereno zumbido del motor de un avión. Quizás el de un solitario caza deslizándose por un cielo azul en la década de 1940. O el aullido de un reactor volando bajo, haciendo temblar la tierra. O el bop bop bop de un helicóptero. O el bramido de un avión de carga 747 al despegar. O las explosiones de las bombas que caen sobre una ciudad. Todos cumplirían los requisitos. Son ruidos exclusivos del siglo xx. Nunca se habían oído antes. Jamás en la historia. Algunos optimistas insensatos tal vez votarían por una canción de los Beatles. Un coro de ye, ye, ye apagándose bajo los chillidos del público. Me gustaría esa opción. Pero una canción y unos gritos no reúnen los requisitos. La música y el deseo han estado entre nosotros desde el origen de los tiempos. No se inventaron a partir de 1900.
No, la cortina musical del siglo xx es el chirrido y el estrépito de las orugas de los tanques en una calzada pavimentada. Ese sonido se oyó en Varsovia y en Rotterdam, en Stalingrado y en Berlín. Y se volvió a oír en Budapest, en Praga, en Seúl y en Saigón. Es un sonido terrible. Es el sonido del miedo. Habla de una fuerza abrumadora. Y habla de indiferencia lejana e impersonal. Las bandas de rodadura del tanque chirrían y traquetean, y el propio ruido que producen nos revela que no pueden detenerse. Nos comunica que somos débiles e impotentes contra la máquina. De repente, una oruga se para y la otra sigue y el tanque da media vuelta y avanza tambaleándose hacia nosotros, rugiendo y chirriando. Este es el verdadero sonido del siglo xx.
Oímos la columna de Abrams mucho antes de verla. El ruido llegaba a través de la niebla. Oíamos las orugas y el gemido de las turbinas. Oíamos el trabajo de los engranajes y percibíamos el tamborileo grave vibrando a través de las suelas de nuestros zapatos cada vez que un tramo del rodamiento se salía de la rueda dentada y golpeaba el suelo recuperando la posición. Oíamos cómo su peso aplastaba la arenisca y la piedra.
Entonces los vimos. El que encabezaba la comitiva asomó entre la niebla. Se desplazaba rápido, cabeceando un poco, el motor zumbando. Detrás apareció otro, y otro. Iban en fila, como un convoy surgido del infierno. Era una imagen imponente. El M1A1 Abrams es como un tiburón evolucionado hasta su punto de perfección total. Es el rey indiscutible de la selva. Ningún otro tanque en el mundo puede siquiera empezar a dañarlo. Lo envuelve un blindaje hecho con uranio empobrecido comprimido entre láminas de acero arrollado. Un blindaje denso e invulnerable. Contra él rebotan los obuses y misiles y los artefactos cinéticos. Sin embargo, su baza principal es que puede mantenerse tan lejos que los cohetes y proyectiles ni siquiera pueden alcanzarlo. Se queda donde está y ve los disparos del enemigo quedarse cortos. Luego apunta con su poderoso cañón, dispara, y un segundo después y a más de dos kilómetros de distancia su agresor revienta envuelto en llamas. La ventaja injusta final.
El tanque que iba en cabeza pasó frente a nosotros. Tres metros treinta centímetros de ancho, siete ochenta de largo, casi tres de alto. Setenta toneladas. Su motor bramaba y su peso hacía estremecer la tierra. Las orugas chirriaban y traqueteaban por el hormigón. Luego pasó el segundo. Y el tercero, el cuarto y el quinto. El ruido era ensordecedor. La enorme masa de insólito metal sacudía el aire. Los cañones se balanceaban. El humo de los tubos de escape se arremolinaba.
Era un total de veinte tanques. Cruzaron la entrada y los ruidos y vibraciones se fueron desvaneciendo a nuestra espalda, luego hubo un breve intervalo y de pronto surgió de la niebla un vehículo de reconocimiento. Era un Humvee de acción rápida provisto de un lanzamisiles anticarro TOW-2. Dentro iban dos tipos. Me interpuse en su camino con audacia y levanté la mano. Yo no conocía a Marshall y lo había visto sólo una vez, en el interior oscuro del Grand Marquis que aguardaba en Fort Bird. Pero aun así estaba bastante seguro de que no era ninguno de estos dos. Recordaba que Marshall era corpulento y moreno, y estos tíos eran pequeños, lo cual es frecuente entre la gente de Blindados. Lo que no hay dentro de un Abrams es espacio.
El Humvee se paró justo delante de mí y yo me acerqué a la ventanilla del conductor. Summer se situó en el lado del acompañante, en posición de descanso. El conductor bajó el cristal. Me miró fijamente.
– Busco al comandante Marshall -dije.
El tipo era capitán, igual que el acompañante. Ambos llevaban uniformes de Blindados Nomex, pasamontañas y cascos Kevlar con auriculares incorporados. El acompañante tenía los bolsillos de las mangas a rebosar de bolígrafos. Y carpetas de pinzas en el regazo, llenas de signos, como puntuaciones.