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– Marshall no está aquí -dijo el conductor.

– ¿Dónde está entonces?

– ¿Quién lo pregunta?

– Usted mismo puede leerlo -observé. Lucía el uniforme de campaña de la noche anterior, que tenía hojas de roble en el cuello y «Reacher» estarcido en una chapa.

– ¿Unidad? -preguntó.

– No tiene por qué saberlo.

– Marshall fue a California -dijo-. Despliegue de emergencia en Fort Irwin.

– ¿Cuándo?

– No estoy seguro.

– Haga un esfuerzo.

– En algún momento de la noche pasada.

– No es muy concreto.

– No estoy seguro.

– ¿Qué clase de emergencia tenían en Irwin?

– Tampoco estoy seguro de eso.

Asentí y di un paso atrás.

– Puede seguir -dije.

El Humvee abandonó el espacio que me separaba de Summer, que se reunió conmigo en medio de la carretera. El aire olía a diesel y humo de turbinas y el hormigón había quedado marcado con trazas tras el paso de las orugas.

– Un viaje en balde -dijo Summer.

– Tal vez no -repliqué-. Depende de cuándo se marchó exactamente. Si fue después de la llamada de Swan, eso significa algo.

En nuestro intento de averiguar a qué hora exacta había abandonado Marshall el XII Cuerpo nos mandaron de una oficina a otra. Acabamos en unas instalaciones de dos plantas que albergaban la oficina del general Vassell. Este no estaba. Hablamos con otro capitán, que parecía estar al frente de una gestoría.

– El comandante Marshall embarcó en un vuelo civil a las veintitrés horas -dijo-. De Francfort al aeropuerto Dulles. Escala de siete horas hasta coger el enlace a Los Ángeles desde el National. Yo mismo le facilité los vales.

– ¿Cuándo?

– Cuando se marchaba.

– ¿Y eso cuándo fue?

– Salió de aquí tres horas antes de la hora del vuelo.

– ¿A las ocho?

El capitán asintió.

– En punto.

– Me dijeron que tenía programadas maniobras nocturnas.

– Y así era. Hubo cambio de planes.

– ¿Por qué?

– No estoy seguro.

«No estoy seguro» parecía una respuesta normal y corriente del XII Cuerpo a cualquier pregunta.

– ¿Cuál era la emergencia en Irwin? -pregunté.

– No estoy seguro.

Esbocé una breve sonrisa.

– ¿Cuándo recibió Marshall las órdenes?

– A las siete.

– ¿Por escrito?

– De palabra.

– ¿Quién las dio?

– El general Vassell.

– ¿El general Vassell refrendó los vales de viaje?

– Sí -contestó-. Así es.

– He de hablar con él -dije.

– Se marchó a Londres.

– ¿A Londres?

– A una reunión convocada con poca antelación. Con el ministro de Defensa británico.

– ¿Cuándo se marchó?

– Fue al aeropuerto con el comandante Marshall -dijo.

– ¿Dónde está el coronel Coomer?

– En Berlín. Comprando souvenirs.

– Y fue al aeropuerto con Vassell y Marshall, ¿verdad?

– No -corrigió el capitán-. Cogió el tren.

– Fantástico -solté.

Fuimos al club de oficiales a desayunar. Nos instalamos en la misma mesa de la noche anterior. Nos sentamos uno al lado del otro, de cara a la estancia.

– Muy bien -dije-. La oficina de Swan preguntó por el paradero de Marshall a las 18.10 y cincuenta minutos después éste recibió la orden de viajar a Fort Irwin. Una hora más tarde había salido de la base.

– Y Vassell se largó a Londres -añadió Summer-. Y Coomer se subió a un tren rumbo a Berlín.

– Un tren nocturno -señalé-. ¿A quién se le ocurre coger un tren nocturno sólo por gusto?

– Todo el mundo tiene algo que ocultar -observó ella.

– Menos yo y mi mono.

– ¿Qué?

– Los Beatles -precisé-. Uno de los sonidos del siglo.

Summer se quedó mirándome.

– ¿Qué están ocultando? -preguntó.

– Dígamelo usted.

Puso las manos sobre la mesa, las palmas hacia abajo. Tomó aire.

– Veo una parte -dijo.

– Yo también.

– El orden del día -prosiguió-. Es el otro lado de la moneda de lo que el coronel Simon decía anoche. Simon salivaba al afirmar que la Infantería les bajaría los humos a los de Blindados. Kramer seguramente lo vio venir. Los generales de dos estrellas no son estúpidos. Así que la reunión de Fort Irwin el día de Año Nuevo era para ver cómo defender lo suyo. No quieren renunciar a lo que tienen.

– Significaría renunciar a un montón de cosas -señalé.

– Ya lo creo -asintió ella-. Como antaño los comandantes de acorazados.

– Entonces ¿qué había en el orden del día?

– En parte defensa y en parte ataque -repuso-. Es la forma lógica de hacerlo. Argumentos contra las unidades integradas, burlas a los vehículos blindados ligeros, defensa de su propia pericia especializada.

– Coincido con usted. Pero eso no basta. A partir de ahora, el Pentágono va a acabar hasta el techo de informes como ése llenos de gilipolleces. A favor, en contra, sí, pero, no obstante… para aburrirse como una ostra. De todos modos, en el orden del día había algo más, lo que explicaría su apuro por recuperar la copia de Kramer. ¿Qué era?

– No lo sé.

– Yo tampoco -dije.

– ¿Y por qué huyeron anoche? -preguntó Summer-. Ahora ya habrán destruido la copia de Kramer y cualquier otra. Así que podían haber mentido descaradamente sobre su contenido, para que usted se quedara tranquilo. Incluso podían haberle dado un documento falso. Podían haber dicho «aquí tiene, era esto, compruébelo».

– Huyeron por lo de la señora Kramer -señalé.

Summer asintió.

– Yo aún creo que la mataron Vassell y Coomer. Kramer estira la pata, la pelota está en su tejado, dadas las circunstancias saben que es responsabilidad suya recuperar los papeles perdidos. La señora Kramer entra en la categoría de daños colaterales.

– Eso tiene mucho sentido -dije-. Sólo que ninguno de los dos me pareció especialmente alto y fuerte.

– Ambos son mucho más altos y fuertes de lo que era la señora Kramer. Además, ya sabe, en un momento de excitación, movidos por la urgencia, quizá valoramos resultados forenses ambiguos. Y en todo caso no sabemos hasta qué punto son competentes los de Green Valley. Tal vez había un médico de cabecera haciendo una práctica como forense de esos que establecen las causas de la defunción. ¿Qué demonios iba a saber entonces?

– Tal vez -dije-. Pero aún no entiendo cómo pudo suceder. Si resta el tiempo necesario para conducir desde D.C. y diez minutos para encontrar la tienda y robar la barra, habrían dispuesto sólo de diez minutos. Y no tenían coche ni pidieron ninguno.

– Quizá cogieron un taxi. O una limusina, directamente desde la puerta del hotel. Nunca lo encontraríamos. Nochevieja, la noche más ajetreada del año.

– Hubiera sido una carrera larga -dije-. Y cara. Al chófer no se le olvidaría.

– Nochevieja -repitió ella-. Los taxis y las limusinas de Washington D.C. van de un lado a otro por tres estados. Toda clase de destinos raros. Es una posibilidad.

– No lo creo -señalé-. Uno no coge un taxi para ir a robar a una ferretería y allanar una casa.

– El taxista no tenía por qué enterarse. Vassell o Coomer, o ambos, tal vez acudieron a la ferretería a pie. Y regresaron al cabo de cinco minutos con la barra oculta en el abrigo. Y en casa de la señora Kramer igual. El taxi pudo haberlos esperado en el camino de entrada. Toda la acción se produjo en la parte de atrás.

– Demasiado riesgo. Un taxista de D.C. lee los periódicos como todo el mundo. Con el tráfico que hay, acaso más. Si ve la historia de Green Valley, se acuerda de sus dos pasajeros.

– Ellos no lo consideraron un riesgo. Creían que la señora Kramer no se encontraría en casa, que estaría en el hospital. Y estimaron que un par de vulgares robos en Sperryville y Green Valley nunca saldrían en los periódicos de D.C.