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Asentí. Recordé algo que había dicho el detective Clark días atrás. «He mandado algunos hombres calle arriba y abajo a sondear, había algunos coches.»

– Quizá -dije-. Quizá deberíamos comprobar lo de los taxis.

– La peor noche del año -observó Summer-. Ofrece las coartadas perfectas.

– Sería insólito, ¿verdad? -comenté-. Coger un taxi para hacer algo así.

– Nervios de acero.

– Si tienen nervios de acero, ¿por qué escaparon anoche?

Summer reflexionó.

– Realmente no tiene lógica -dijo-. Porque no pueden estar siempre huyendo. Eso han de saberlo. Han de saber que tarde o temprano tendrán que pararse.

– Exacto. Y deberían haberlo hecho aquí mismo. Ahora. Éste es su territorio. No entiendo su conducta.

– Pues si se paran se defenderán con uñas y dientes. La vida profesional de ambos corre peligro. Debería usted ir con cuidado.

– Usted también -dije.

– La mejor defensa es el ataque.

– Estoy de acuerdo -dije.

– Así pues, ¿vamos por ellos?

– Por supuesto.

– ¿Primero cuál?

– Marshall -contesté-. Ése es el que quiero yo.

– ¿Por qué?

– Es una regla empírica -expliqué-. Ir a la caza del que mandan más lejos porque lo consideran el eslabón más débil.

– ¿Ahora? -preguntó.

Negué con la cabeza.

– Ahora vamos a París -dije-. Tengo que ver a mi mamá.

19

Volvimos a hacer el equipaje, abandonamos nuestro alojamiento e hicimos una visita final de cortesía a Swan en su despacho. Tenía una noticia que darnos.

– Debería deteneros a los dos -dijo.

– ¿Por qué? -pregunté.

– Porque sois ASA. Willard ha transmitido una orden.

– ¿Adónde? ¿A todo el planeta?

Swan meneó la cabeza.

– Sólo a esta base. Encontraron vuestro coche en Andrews, y Willard habló con el Cuerpo de Transporte. Por tanto, supo que os dirigíais hacia aquí.

– ¿Cuándo has recibido el télex?

– Hace una hora.

– ¿Cuándo nos marchamos de aquí?

– Una hora antes.

– ¿Adónde fuimos?

– Ni idea. No dijisteis nada. Supuse que regresabais a casa.

– Gracias -dije.

– Prefiero no saber adónde vais.

– A París -dije-. Un asunto personal.

– ¿Qué está pasando?

– Ojalá lo supiera.

– ¿Llamo un taxi?

– Estupendo.

Al cabo de diez minutos nos hallábamos en otro Mercedes Benz, desandando el camino por el que habíamos llegado.

Para ir de Francfort del Main a París había dos alternativas: Lufthansa y Air France. Me decidí por ésta. Supuse que el café sería mejor, y también que si Willard indagaba en los aviones civiles miraría primero en Lufthansa. Me lo imaginé así de simplón.

Canjeamos otros dos vales falsificados por dos asientos en clase turista para el vuelo de las diez. Esperamos en la sala de embarque. Llevábamos uniforme de campaña, pero en realidad no destacábamos. Se veían uniformes americanos por todo el aeropuerto. Distinguí algunos PM del XII Cuerpo, rondando por parejas. Pero eso no me preocupaba. No era más que la rutinaria cooperación con la policía civil. No nos miraban. Tuve la sensación de que el télex de Willard iba a quedarse en la mesa de Swan una o dos horas.

Embarcamos puntualmente y guardamos las bolsas en los compartimientos encima del asiento. Nos abrochamos el cinturón y nos pusimos cómodos. En el avión iba una docena de militares. París era siempre un atractivo destino R &R, de relax y recuperación, para la gente estacionada en Alemania. Aún había niebla. Pero no tanta que justificara alguna demora. Despegamos a la hora señalada, ascendimos sobre la ciudad gris y pusimos rumbo al suroeste por encima de campos de tonos pastel y enormes extensiones de bosques. A continuación tomamos altura entre las nubes en dirección al sol y ya no vimos más tierra.

Fue un viaje corto. Iniciamos el descenso durante mi segunda taza de café. Summer bebía zumo. Parecía nerviosa, en parte excitada y en parte inquieta. Supuse que nunca había estado en París, y tampoco ausente sin autorización. Reparé en que esto la angustiaba. La verdad es que a mí también me angustiaba un poco. Era un factor que complicaba las cosas y podía habérmelas arreglado sin él. Pero no me sorprendía. Siempre había sido el previsible paso siguiente que daría Willard. Imaginé que ahora nos iban a perseguir por todo el mundo con mensajes de alerta. O bien un boletín dirigido al público en general hablaría pestes de nosotros.

Aterrizamos en el Roissy-Charles de Gaulle y a las once y media de la mañana ya habíamos abandonado el avión y cruzábamos la pista. El aeropuerto estaba abarrotado. La cola del taxi era un fárrago, igual que cuando llegamos Joe y yo. Así que desistimos y nos dirigimos a la parada de la navette. Nos pusimos en la fila y subimos al pequeño autobús. Iba lleno hasta los topes y se estaba incómodo, pero en París hacía mejor tiempo que en Francfort. Brillaba un sol tímido, y supe que la ciudad iba a tener un aspecto magnífico.

– ¿Había estado aquí antes? -pregunté.

– No.

– No mire las primeras veinte diapositivas -señalé-. Aguarde a que estemos dentro del Périphérique.

– ¿Y eso qué es?

– Una especie de carretera de circunvalación. Como la Beltway. Ahí empieza lo bueno.

– ¿Su mamá vive ahí?

Asentí.

– En una de las avenidas más bonitas de la ciudad. Donde están todas las embajadas. Cerca de la torre Eiffel.

– ¿Vamos hacia allí directamente?

– Mañana -dije-. Primero un poco de turismo.

– ¿Por qué?

– He de esperar a que llegue mi hermano. No puedo ir solo. Hemos de hacerlo juntos.

Summer no respondió. Sólo me echó una mirada. El autobús arrancó. Summer miró todo el rato por la ventanilla. Por el reflejo de su rostro en el cristal deduje que estaba de acuerdo conmigo. Las mejores vistas las ofrecía el Périphérique.

Bajamos en la Place de l’Opéra, permanecimos de pie en la acera y dejamos que los demás pasajeros se alejaran en masa. Pensé que antes de hacer nada debíamos buscar un hotel y dejar allí el equipaje.

Caminamos hacia el sur por la Rue de la Paix, cruzamos la Place Vendôme y seguimos hasta las Tullerías. Torcimos a la derecha y anduvimos por los Campos Elíseos. Seguramente había sitios mejores para pasear con una mujer bonita en un día perezoso bajo un desvaído sol de invierno, pero en ese instante no se me ocurrió ninguno. Giramos a la izquierda por la Rue Marbeuf y llegamos a la Avenue George V más o menos enfrente del hotel George V.

– ¿Le parece bien? -dije.

– ¿Nos dejarán entrar? -preguntó Summer.

– Sólo hay un modo de averiguarlo.

Cruzamos la avenida y un tipo con sombrero de copa nos abrió la puerta. La chica de recepción llevaba en la solapa un puñado de banderitas, una por cada idioma que hablaba. Utilicé el francés, cosa que le gustó. Le di dos vales y pedí dos habitaciones. La mujer no vaciló. Nos entregó inmediatamente las llaves como si yo hubiera pagado con oro en lingotes o con tarjeta de crédito. El George V era un sitio especial. No había nada que no hubieran visto ya. Y si lo había, no iban a reconocerlo delante de nadie.

Las habitaciones que nos dio la chica políglota estaban orientadas hacia el sur y ambas ofrecían una vista parcial de la torre Eiffel. Una estaba decorada con tonos azul pálido y tenía una sala de estar y un cuarto de baño del tamaño de una pista de tenis. La otra se hallaba tres puertas más allá. Estaba pintada de amarillo pergamino y tenía un balcón de hierro estilo Julieta.