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– Elija usted -dije.

– Me quedo la del balcón -dijo ella.

Dejamos el equipaje, nos aseamos y nos reunimos en el vestíbulo al cabo de quince minutos. A mí me había entrado hambre, pero Summer tenía otros planes.

– Quiero comprarme ropa -dijo-. Los turistas no llevan uniforme de campaña.

– Tiene razón -repliqué.

– Pues a romper esquemas -soltó-. A vivir un poco. ¿Adónde vamos?

Me encogí de hombros. En París es imposible caminar veinte metros sin ver al menos tres tiendas de ropa. Aunque la mayoría de ellas piden un mes de paga por una sola prenda.

– Podríamos mirar en Bon Marché -sugerí.

– ¿Qué es eso?

– Unos grandes almacenes -repuse-. Significa literalmente «barato».

– ¿Unos grandes almacenes que se llaman Barato?

– Mi sitio preferido -precisé.

– ¿No hay nada más?

– Samaritaine -contesté-. En el río, junto al Pont Neuf. Arriba hay una terraza con una buena vista.

– Pues vamos.

Fue un largo paseo a lo largo del río, hasta el extremo de la Cité. Tardamos una hora porque nos parábamos todo el rato a mirar cosas. Pasamos frente al Louvre. Curioseamos en los puestecitos verdes instalados contra el murete del río.

– ¿Qué significa Pont Neuf? -me preguntó Summer.

– Puente Nuevo.

Miró al frente, a la antigua estructura de piedra.

– Es el puente más viejo de París -añadí.

– Entonces ¿por qué lo llaman nuevo?

– Porque hubo un tiempo en que fue nuevo.

Entramos en el calor de la tienda. Como ocurre en todos esos lugares, primero estaban los cosméticos, que llenaban el aire con su aroma. Summer me condujo a la primera planta, la de ropa de mujer. Me senté en una cómoda silla y dejé que ella fuera mirando. Estuvo por ahí una buena media hora. Regresó con un nuevo atuendo completo. Zapatos negros, falda negra de tubo, jersey Bretón gris y blanco, chaqueta de lana gris. Y una boina. Estaba guapísima. En la mano llevaba una bolsa con su uniforme de campaña y las botas.

– Ahora usted -dijo.

Me llevó a la sección de hombres. Los únicos pantalones de mi talla eran una imitación argelina de tejanos azules americanos. Elegí también una sudadera azul claro y una cazadora de aviador de algodón negro. No sustituí las botas militares. Hacían juego con los tejanos y la cazadora.

– Cómprese una boina -dijo Summer, y me compré una boina. Negra con un ribete de piel.

Pagué todo con dólares americanos a una buena tasa de cambio. Me puse la ropa en un probador. Metí el uniforme en la bolsa de plástico. Me miré en el espejo y me puse la boina ladeada para ofrecer un aire desenfadado y salí.

Summer no comentó nada.

– Ahora a comer -dije.

Subimos al café de la novena planta. Hacía demasiado frío para estar en la terraza, pero nos sentamos junto a una ventana que ofrecía más o menos la misma vista. Al este la catedral de Notre-Dame y al sur la torre de Montparnasse. Aún hacía sol. Era una ciudad fabulosa.

– ¿Cómo es que Willard encontró nuestro coche? -preguntó Summer-. ¿Cómo podía siquiera saber dónde buscar? Estados Unidos es un país grandecito.

– No lo encontró -señalé-. Al menos no hasta que alguien le dijo dónde estaba.

– ¿Quién?

– Vassell -contesté-. O Coomer. El sargento de Swan pronunció mi nombre al llamar por teléfono, allá en el XII Cuerpo. Así, al mismo tiempo que sacaban a Marshall de la base llamaban a Willard a Rock Creek y le decían que yo estaba en Alemania incordiándolos otra vez. Le preguntarían por qué demonios me había dejado emprender el viaje. Y le dirían que me hiciera volver.

– Ellos no pueden determinar adónde va un investigador de una unidad especial.

– Ahora sí, gracias a Willard. Son viejos camaradas. Lo he entendido hace poco. Swan prácticamente nos lo dijo, pero entonces no caí en la cuenta. Willard tiene lazos con Blindados desde la época que pasó en el servicio de información. ¿Con quién hablaba esos años sobre el rollazo del combustible soviético? Con Blindados, está claro. Ahí hay una conexión. Por eso se acaloró tanto con lo de Kramer. No estaba preocupado por el posible escándalo en general, sino por el escándalo para los de Blindados en particular.

– Porque es su gente.

– Exacto. Y por eso huyeron anoche Vassell y Coomer. No huyeron en el sentido estricto. Sólo dieron a Willard tiempo y espacio para ocuparse de nosotros.

– Willard sabe que no firmó los bonos de viaje.

Asentí.

– Eso seguro.

– Pues en menudo apuro estamos. ASA y viajando con bonos robados.

– Todo acabará bien.

– ¿Cuándo será eso exactamente?

– Cuando obtengamos algún resultado.

– ¿Lo obtendremos?

No contesté.

Después de comer cruzamos el río y de vuelta al hotel dimos un largo rodeo. Con nuestra ropa informal y las bolsas de Samaritaine parecíamos unos simples turistas. Sólo nos faltaba una cámara fotográfica. Miramos escaparates por el Boulevard Saint Germain y pasamos por los jardines de Luxemburgo. Vimos Les Invalides y la École Militaire. A continuación subimos por la Avenue Bosquet, con lo que estuvimos a menos de cincuenta metros de la parte trasera del bloque de pisos de mi madre. No se lo dije a Summer. Ella me habría hecho subir para así conocerla. Cruzamos nuevamente el Sena en el Pont de l’Alma y tomamos café en un bistro de la Avenue New-York. Luego subimos la cuesta hasta el hotel.

– Hora de la siesta -dijo Summer-. Y después a cenar.

Tenía ganas de echar un sueñecito. Estaba bastante cansado. Me tumbé en la cama de la habitación azul pálido y en cuestión de minutos me quedé dormido.

Summer me despertó dos horas después a través del teléfono de su habitación. Me preguntó si sabía de algún restaurante. París está lleno de restaurantes, pero yo iba vestido como un idiota y no tenía ni treinta pavos en el bolsillo. De modo que elegí un lugar que conocía de la Rue Vernet. Supuse que podría entrar con vaqueros y sudadera sin llamar la atención ni pagar una fortuna. Y como estaba cerca se podía ir andando. Nos ahorrábamos el taxi.

Nos reunimos en el vestíbulo. Summer seguía estupenda. La falda y la chaqueta parecían servir tanto para la tarde como para la noche. No se había puesto la gorra. Yo seguía con la mía encasquetada. Subimos hacia los Campos Elíseos. A mitad de camino, Summer hizo algo extraño. Me cogió de la mano. Anochecía y estábamos rodeados de parejas que paseaban, y presumí que para ella eso era natural. Para mí también lo era. Tardé un minuto en darme cuenta de lo que Summer había hecho. Mejor dicho, tardé un minuto en darme cuenta de sus implicaciones. Ella tardó el mismo minuto. Al final se puso nerviosa, alzó los ojos hacia mí y me soltó.

– Lo siento -dijo.

– No lo sienta -dije-. Ha estado muy bien.

– Ha pasado y ya está -dijo.

Seguimos andando y doblamos por la Rue Vernet. Llegamos al restaurante. Era primera hora de la noche de un día de enero, y el dueño nos encontró una mesa enseguida. En un rincón. Con flores y una vela encendida. Pedimos agua y una jarrita de vino tinto mientras decidíamos los platos.

– Ahora está usted en casa -me dijo Summer.

– No exactamente -repliqué-. Yo no estoy en casa en ninguna parte.

– Habla francés muy bien.

– Y también inglés. Y eso no significa que en Carolina del Norte me sienta en casa, por ejemplo.

– Pero algunos sitios le gustan más que otros.

Asentí.

– Éste está bien.

– ¿Ha pensado en algo a largo plazo?

– Se parece usted a mi hermano -dije-. Quiere que me trace planes.

– Todo va a cambiar.

– Siempre van a necesitar polis -observé.

– ¿Polis que se ausentan sin autorización?

– Sólo necesitamos un resultado. La señora Kramer o Carbone. O quizá Brubaker. Tenemos la manzana mordida por tres sitios. Tres posibilidades.