Summer no respondió.
– Tranquilícese -aconsejé-. Estaremos fuera del mundo durante cuarenta y ocho horas. Disfrutemos. Preocuparnos no servirá de nada. Estamos en París.
Ella asintió. La miré a la cara. Vi cómo intentaba serenarse. A la luz de la vela, sus ojos eran expresivos. Era como si Summer tuviera una serie de problemas delante, quizás organizados en montones, como cajas de cartón apiladas. Y la vi abrirse paso a empujones, hasta el sitio tranquilo del fondo de su habitáculo.
– Bébase el vino -dije-. Diviértase.
Yo tenía la mano sobre la mesa. Ella alargó la suya, apretó la mía y cogió la copa.
– Siempre nos quedará Carolina del Norte -dijo.
Pedimos tres platos cada uno del menú de precio fijo. Luego tardamos tres horas en acabárnoslos. Conversamos sobre nuestro trabajo y de cosas personales. Ella me preguntó por mi familia. Yo le hablé un poco de Joe y no mucho de mi madre. Ella me habló de los suyos, de sus hermanos y hermanas, y de tantos primos que perdí la noción de quién era quién. Pero sobre todo contemplé su rostro a la luz de la vela. Tenía la piel de variados tonos cobrizos bajo una capa de ébano puro. Sus ojos eran como el carbón. La mandíbula delicada, como porcelana fina. Parecía extremadamente dulce y pequeña para ser militar. Pero luego recordé sus distintivos como tiradora. Tenía más que yo.
– ¿Voy a conocer a su mamá? -dijo.
– Si usted quiere. Pero está muy enferma.
– ¿No es sólo una pierna rota?
Negué con la cabeza.
– Tiene cáncer -precisé.
– ¿Malo?
– Peor imposible.
Summer asintió.
– Imaginé que tenía que ser algo así. Desde que vino aquí la otra vez se le ha visto a usted afectado.
– ¿Ah sí?
– Es normal que le preocupe.
Asentí a mi vez.
– Más de lo que yo creía.
– ¿No la quiere?
– Mucho. Pero bueno, nadie vive para siempre. Desde un punto de vista conceptual, estas cosas no suceden por sorpresa.
– Creo que debería quedarme al margen. No sería apropiado que fuera. Debe ir usted con Joe. Los dos solos.
– A ella le gusta conocer gente.
– Quizá no se encuentre bien.
– Deberíamos esperar a ver -dije-. Tal vez quiera salir a almorzar fuera.
– ¿Cuál es su aspecto?
– Fatal -contesté.
– Entonces no querrá conocer gente nueva.
Nos quedamos un rato en silencio. El camarero trajo la cuenta. Contamos nuestro efectivo, pagamos a medias y dejamos una propina generosa. Todo el camino de vuelta al hotel fuimos cogidos de la mano. Yo tenía ganas de hacer lo normal en un caso así. Estábamos juntos y solos en medio de un mar de dificultades, unas compartidas, otras personales. El tipo del sombrero de copa nos abrió la puerta y nos deseó bonne nuit. Subimos en el ascensor, sin tocarnos. Cuando llegamos a nuestra planta Summer tenía que ir a la izquierda y yo a la derecha. Fue un momento embarazoso. No hablamos. Percibí que ella quería venir conmigo y yo me moría de ganas de ir con ella. Me imaginé su habitación. Las paredes amarillas, el aire perfumado. La cama. Me imaginé quitándole el jersey por la cabeza. Bajarle la cremallera de la falda nueva y oírla caer al suelo. Imaginé que llevaba ropa interior de seda. Que hacía frufrú.
Yo sabía que no estaría bien. Pero ya nos encontrábamos en situación ASA, con la mierda hasta el cuello. Sería un modo de consolarnos, aparte de quién sabe qué más.
– ¿A qué hora por la mañana? -preguntó ella.
– Yo, temprano -contesté-. He de estar en el aeropuerto a las seis.
– Iré con usted. Le haré compañía.
– Gracias.
– No hay de qué -dijo.
Nos quedamos allí de pie.
– Tenemos que levantarnos a eso de las cuatro -dijo.
– Supongo -dije-. A eso de las cuatro.
Seguimos allí de pie.
– Entonces buenas noches, supongo -dijo.
– Que descanse -dije yo.
Giré a la derecha. No miré atrás. Oí su puerta abrirse y cerrarse un segundo después de la mía.
Eran las once. Me había acostado, pero no dormía. Tan sólo permanecí allí tumbado durante una hora mirando el techo. Por la ventana entraba luz de la ciudad. Fría, amarilla y neblinosa. Alcanzaba a ver las luces intermitentes de la torre Eiffel. Eran destellos dorados, entre rápidos, lentos e incesantes. Cada segundo alteraban el dibujo del yeso sobre mi cabeza. Oí el chirrido de unos frenos en una calle lejana, el ladrido de un perrito, unos pasos solitarios bajo mi ventana, el pitido de un claxon. De pronto la ciudad se calló y me envolvió el silencio, que aullaba a mi alrededor como una sirena. Levanté la muñeca. Miré la hora. Medianoche. Dejé caer de nuevo el brazo sobre la cama y me invadió una soledad tan abrumadora que se me cortó la respiración.
Encendí la luz y rodé hasta el teléfono. En una pequeña placa, bajo los botones de marcar, había unas instrucciones impresas. «Para llamar a otro huésped, pulse tres y luego el número de la habitación.» Pulsé tres y luego el número. Contestó ella al primer tono de la señal.
– ¿Estás despierta? -pregunté.
– Sí -contestó.
– ¿Quieres compañía?
– Sí -contestó.
Me puse los tejanos y la sudadera y salí al pasillo descalzo. Llamé a su puerta. Summer abrió, extendió la mano y me hizo entrar. Aún estaba vestida con la falda y el jersey. Me besó con ímpetu, y yo la besé a mi vez, con más ímpetu aún. La puerta se cerró a mi espalda. Oí el siseo del movimiento y el ruidito del picaporte. Nos dirigimos a la cama.
Ella llevaba ropa interior rojo oscuro. De seda, o satén. Olía su perfume por todas partes. En la habitación y en su cuerpo. Era menuda y delicada, y rápida y fuerte. Por la ventana entraban las mismas luces de la ciudad. Ahora me bañaban en calor. Me daban vigor. Veía las luces de la torre Eiffel en el techo. Acompasamos nuestro ritmo al de los destellos, lento, rápido, incesante. Después les dimos la espalda y nos tumbamos como dos cucharas encajadas, exhaustos y sin aliento, sin hablar, como si no estuviéramos muy seguros de lo que habíamos hecho.
Dormí una hora y me desperté en la misma posición, con una intensa sensación de algo perdido y algo conseguido, pero no fui capaz de explicarla. Summer seguía dormida, perfectamente acurrucada contra la curva de mi cuerpo. Olía bien. Estaba caliente. Se notaba flexible, fuerte y tranquila. Respiraba despacio. Yo tenía el brazo izquierdo bajo sus hombros y el derecho sobre su cintura. Ella tenía la mano ahuecada en la mía, medio abierta, los dedos medio doblados.
Volví la cabeza y observé el juego de luces en el techo. Oí el lejano ruido de una motocicleta, quizás al otro lado del Arco del Triunfo. Oí a un perro ladrar. Aparte de eso, la ciudad estaba en silencio. Dos millones de personas dormían. Joe estaba volando, describiendo un arco de círculo máximo, aproximándose quizás a Islandia. No pude imaginarme a mi madre. Cerré los ojos. Intenté dormirme otra vez.
Mi despertador mental sonó a las cuatro. Summer aún dormía. Saqué con cuidado el brazo de debajo de ella, me masajeé un poco el hombro para recuperar la circulación, me levanté de la cama y caminé por la moqueta hasta el baño sin hacer ruido. Después me puse los pantalones y la sudadera y desperté a Summer con un beso.
– En pie, teniente, paso ligero -dije.
Ella extendió los brazos hacia arriba y arqueó la espalda. La sábana le cayó por debajo de la cintura.
– Buenos días -dijo.
La besé otra vez.
– Me gusta París -dijo-. Me lo estoy pasando bien aquí.
– Yo también.
– Pero que muy bien.
– En el vestíbulo dentro de media hora.
Regresé a mi cuarto y llamé al servicio de habitaciones para que me trajeran café. Antes de que llegara ya me había duchado y afeitado. Cogí la bandeja en la puerta cubierto tan sólo con una toalla. Luego me puse un uniforme de campaña limpio, tomé mi primera taza de café y miré el reloj. Las 4.20 en París, o sea, las 22.20 en la costa Este, bastante después de la hora de cierre de los bancos. Y las 19.20 en la costa oeste, esto es, lo bastante temprano para que algún tipo trabajador estuviera todavía sentado a su escritorio. Miré otra vez las instrucciones del teléfono y pulsé el nueve para tener línea. Marqué el único número que había memorizado jamás, el de la centralita de Rock Creek, en Virginia. Respondió un telefonista al primer tono.