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Subimos a la lanzadera y nos sentamos en tres asientos seguidos, al otro lado del estante de los equipajes. Summer se colocó en medio. Joe delante de ella y yo detrás. Eran asientos pequeños e incómodos, de plástico duro y sin espacio para las piernas. Joe llevaba las rodillas junto a las orejas, y su cabeza se bamboleaba con el movimiento. Estaba pálido. Seguramente meterlo en un autobús no fue la mejor forma de darle la bienvenida después de que cruzara el Atlántico en avión. Eso me remordió un poco. Pero bueno, yo era del mismo tamaño y tenía el mismo problema de acomodo. Y además no había dormido casi nada. Y estaba sin blanca. Y además pensé que a él le convenía más estar en movimiento que quedarse quieto en la parada de taxis.

Tras cruzar el Périphérique y entrar en el esplendor urbano de Haussmann, se animó un poco. Para entonces el sol ya alto bañaba la ciudad de oro y miel. Los cafés se veían llenos, y las aceras atestadas de personas que se desplazaban a un ritmo acompasado llevando periódicos y baguettes. Por ley, los parisinos tienen una jornada semanal de treinta y cinco horas, y pasan la mayor parte de las ciento treinta y tres restantes deleitándose en no hacer gran cosa. Sólo con mirarlos uno ya se relaja.

Bajamos en la consabida Place de l’Opéra y seguimos el mismo trayecto de la semana anterior, atravesando el río por el Pont de la Concorde, girando al oeste en el Quai d’Orsay, y luego al sur para tomar la Avenue Rapp. Llegamos a la Rue de l’Université, desde donde es visible la torre Eiffel, y entonces Summer se detuvo.

– Yo voy a ver la torre, chicos -dijo-. Vosotros seguid. A ver cómo está vuestra mamá.

Joe me miró. «¿Ella lo sabe?» Asentí. «Ella lo sabe.»

– Gracias, teniente -dijo él-. Iremos a ver cómo se encuentra. Si ella tiene ganas, quizá podamos almorzar todos juntos.

– Llamadme al hotel -dijo.

– ¿Sabes cómo encontrarlo? -pregunté.

Summer se volvió y señaló a lo largo de la avenida.

– Se cruza el puente, se sube la cuesta, se dobla a la izquierda y luego recto.

Sonreí. Summer tenía un buen sentido de la orientación. Joe parecía algo confuso. Había visto la dirección que había señalado ella y sabía qué había allí.

– ¿El George V? -dijo.

– ¿Por qué no? -repuse.

– ¿A cuenta del ejército?

– Más o menos.

– Vaya.

Summer se puso de puntillas, me dio un beso en la mejilla y estrechó la mano de Joe. Nos quedamos allí con el débil sol en los hombros, viéndola andar hacia la torre. Ya había un incipiente desfile de turistas con el mismo objetivo. Los vendedores de souvenirs sacaban su mercancía. Seguimos mirándola, viendo cómo se empequeñecía.

– Es muy bonita -dijo Joe-. ¿Dónde la conociste?

– Está en Fort Bird.

– ¿Aún no has averiguado qué está pasando allí?

– He dado algunos pasos -dije.

– Espero que así sea. Llevas allí casi dos semanas.

– ¿Recuerdas a Willard, aquel tío por quien preguntaste? Pasó un tiempo en Blindados, ¿verdad?

Joe asintió.

– Estoy seguro de que les informó directamente -dije-. Pasó la información a la oficina de sus ex colegas. ¿Recuerdas algún otro nombre?

– ¿De la División de Blindados? Pues no. Nunca presté mucha atención a Willard. La suya era una actividad más bien secundaria.

– ¿Has oído hablar de un tal Marshall?

– No me suena -contestó Joe, y se volvió para mirar avenida abajo. Se ciñó un poco el abrigo y levantó el rostro hacia el sol-. Vamos -dijo.

– ¿Cuándo la has llamado por última vez?

– Anteayer. Te tocaba a ti.

Nos pusimos en marcha, uno al lado del otro, ajustando el paso al caminar pausado de la gente a nuestro alrededor.

– ¿Quieres desayunar primero? -sugerí-. No estaría bien despertarla.

– Nos abrirá la enfermera.

Pasamos frente a una oficina de correos. Había un coche abandonado medio subido en la acera, con un guardabarros abollado y un neumático reventado. Bajamos a la calzada para rodearlo. Delante, a cuarenta metros, vimos un gran vehículo negro aparcado en doble fila.

Lo miramos fijamente.

– Un corbillard -dijo Joe.

Un coche fúnebre.

Nos quedamos mirando. Traté de calcular delante de qué edificio estaba. Intenté medir la distancia. La perspectiva de frente no ayudaba. Alcé la vista hacia el perfil de los tejados. Primero había una fachada de piedra caliza belle époque de siete plantas. Luego un descenso hasta el de seis de mi madre. Bajé la mirada verticalmente por la pared. Hasta la calle. Hasta el coche fúnebre. Sí, estaba delante de la puerta del edificio de mi madre.

Echamos a correr.

En la acera había un hombre con una chistera negra. El portal estaba abierto. Echamos una mirada al de la chistera y entramos al patio central. La portera estaba en su umbral. Tenía un pañuelo en la mano y lágrimas en los ojos. No se fijó en nosotros. Nos dirigimos al ascensor. Subimos a la quinta planta. Era desesperante lo despacio que iba.

La puerta del piso estaba abierta. Dentro había tres hombres enfundados en abrigos negros. Entramos. Los hombres retrocedieron, en silencio. De la cocina salió la chica de los ojos luminosos. Estaba pálida. Al vernos se detuvo, y luego atravesó lentamente la habitación para recibirnos.

– ¿Qué? -dijo Joe.

Ella no contestó.

– ¿Cuándo? -pregunté.

– Anoche -repuso-. Fue todo muy tranquilo.

Los hombres de los abrigos repararon en quiénes éramos y salieron al pasillo con discreción. Muy callados. No hicieron ningún ruido. Joe dio un paso inseguro y se sentó en el sofá. Yo me quedé inmóvil.

– ¿Cuándo? -repetí.

– A medianoche -contestó la chica-. Mientras dormía.

Cerré los ojos. Volví a abrirlos al cabo de un minuto. La joven seguía allí. Sus ojos clavados en los míos.

– ¿Estuvo usted con ella? -pregunté.

Asintió con la cabeza.

– Todo el rato -precisó.

– ¿Había aquí algún médico?

– Ella lo despachó.

– ¿Qué pasó?

– Dijo que se encontraba bien. Se acostó a las once. Durmió una hora, y de pronto dejó de respirar.

Alcé los ojos al techo.

– ¿Tenía dolores?

– Al final no.

– Pero ella dijo que se encontraba bien.

– Había llegado su hora. Lo he visto otras veces.

La miré y acto seguido aparté la vista.

– ¿Quieren verla? -preguntó la chica.

– Joe -dije.

Él meneó la cabeza y no se movió del sofá. Yo me dirigí al dormitorio. Junto a la cama había un ataúd de caoba colocado sobre unos caballetes acolchados con terciopelo. Estaba forrado de seda blanca. Aún vacío. Mi madre seguía en la cama, tapada con las sábanas. La cabeza apoyada delicadamente en la almohada y los brazos cruzados sobre el pecho por encima de la colcha. Los ojos cerrados. Estaba casi irreconocible.

Summer me había preguntado si me afectaba ver gente muerta.

«No», había dicho yo. «¿Cómo es eso?», había dicho ella. «No lo sé», había dicho yo.

Nunca vi el cadáver de mi padre. Cuando murió yo estaba fuera. Había sido algo del corazón. En un hospital de veteranos hicieron lo que pudieron, pero estuvo desahuciado desde el principio. Fui en avión por la mañana al funeral y regresé la misma noche.

«Funeral», pensé.

Joe se encargaría de eso.

Permanecí cinco largos minutos junto a la cama de mi madre, los ojos abiertos, secos. Luego volví a la sala. Estaba nuevamente llena. Habían regresado los croques-morts, los portadores del féretro. Y en el sofá, al lado de mi hermano, había un hombre mayor. Sentado con fría formalidad. Junto a él, dos bastones apoyados. Tenía el pelo cano y llevaba un grueso traje oscuro con una medalla que colgaba de una cinta diminuta roja, blanca y azul en la solapa. Tal vez la Cruz de Guerra, o la Medalla de la Resistencia. Sobre sus huesudas rodillas sostenía una pequeña caja de cartón atada con un cordel rojo descolorido.