– Es monsieur Lamonnier -dijo Joe-. Amigo de la familia.
El anciano cogió los bastones e hizo ademán de levantarse para estrecharme la mano pero yo le indiqué que se sentara y me acerqué. Tendría unos setenta y cinco u ochenta años. Estaba muy delgado y para ser francés era relativamente alto.
– Usted es al que ella llamaba Reacher -dijo.
– Sí, soy yo -dije-. Perdone pero no le recuerdo.
– No nos hemos visto nunca. Pero yo conocía a su madre desde hacía mucho tiempo.
– Gracias por pasarse por aquí.
– Gracias a usted también -dijo.
Touché, pensé.
– ¿Qué hay en la caja? -inquirí.
– Cosas que ella no quería guardar aquí -explicó el viejo-. Pero que, en un momento como éste, creí que sus hijos debían tener.
Me entregó la caja como si fuera un objeto sagrado. La cogí y me la coloqué bajo el brazo. No pesaba ni mucho ni poco. Supuse que contendría un libro; quizás un viejo diario encuadernado en piel, y acaso también otras cosas.
– Joe -dije-. Vamos a desayunar.
Caminábamos deprisa y sin rumbo. Tomamos la rue Saint Dominique y en la parte alta de la Rue de l’Exposition pasamos frente a dos cafés sin detenernos. Cruzamos la Avenue Bosquet en rojo y luego giramos arbitrariamente hacia la Rue Jean Nicot. Joe se paró en un tabac y compró cigarrillos. Yo habría sonreído si hubiera sido capaz de ello. La calle llevaba el nombre del que descubrió la nicotina.
Encendimos sendos cigarrillos en la acera y a continuación nos metimos en el primer café que vimos. Ya estábamos cansados de andar. Estábamos listos para hablar.
– No deberías haberme esperado -dijo-. Podías haberla visto una última vez.
– Noté que ocurría -dije-. La medianoche pasada, sentí algo.
– Podías haber estado con ella.
– Ahora es demasiado tarde.
– A mí me habría parecido bien.
– A ella no -dije.
– Hace una semana teníamos que habernos quedado.
– Ella no quería que nos quedáramos, Joe. Su plan no era ése. Era una persona con derecho a su intimidad. También una madre, pero no sólo eso.
Se quedó callado. El camarero nos sirvió café y una cestita de paja llena de cruasanes. Pareció percibir nuestro estado de ánimo. Lo dejó todo con cuidado en la mesa y se alejó.
– ¿Te ocuparás del funeral? -pregunté.
Asintió.
– Tardará cuatro días. ¿Puedes quedarte?
– No -repuse-. Pero volveré.
– Muy bien -dijo-. Yo me quedaré una semana o así. Seguramente habrá que vender el piso. A menos que lo quieras tú.
– No lo quiero. ¿Y tú?
– No veo cómo podría utilizarlo.
– No habría estado bien que yo hubiera ido solo -dije.
Joe no replicó.
– La vimos la semana pasada -señalé-. Estuvimos juntos. Lo pasamos bien.
– ¿Tú crees?
– Fue entretenido. Es lo que ella quería. Por eso hizo el esfuerzo. Por eso propuso ir al Polidor, aunque sabía que no comería nada.
Joe se limitó a encogerse de hombros. Tomamos el café en silencio. Probé un cruasán. Estaba bueno, pero yo no tenía hambre. Lo dejé en la cesta.
– La vida -soltó Joe-. Qué cosa tan rara. Una persona vive sesenta años, hace montones de cosas, sabe montones de cosas, siente montones de cosas, y de pronto se acaba todo. Como si no hubiera pasado nada.
– La recordaremos siempre.
– No; recordaremos partes de ella. Las partes que ella decidió compartir. La punta del iceberg. El resto sólo lo conocía ella. Por tanto, el resto ya no existe.
Nos fumamos otro cigarrillo cada uno, en silencio. Luego regresamos, despacio, algo exhaustos, imbuidos de una especie de paz.
Cuando llegamos al edificio, el ataúd ya estaba en el corbillard. Probablemente lo habían bajado vertical en el ascensor. La portera se hallaba en la acera, de pie junto al anciano de la cinta y la medalla. El se apoyaba en los bastones. También estaba la enfermera, un poco aparte. Los portadores del féretro tenían las manos cogidas y la vista en el suelo.
– La van a llevar al dépôt mortuaire -dijo la enfermera.
– Muy bien -dijo Joe.
No me quedé. Me despedí de la enfermera y la portera y di la mano al viejo. Después hice a Joe un gesto con la cabeza y eché a andar por la avenida. No miré atrás. Crucé el Sena por el Pont de l’Alma y fui por la Avenue George V hasta el hotel. Subí en el ascensor y entré en mi habitación. Aún llevaba bajo el brazo la caja del anciano. La dejé sobre la cama y me quedé inmóvil, sin tener ni idea de qué hacer a continuación.
Me hallaba todavía allí al cabo de veinte minutos cuando sonó el teléfono. Era Calvin Franz, desde Fort Irwin (California). Tuvo que repetir su nombre. La primera vez no recordé quién era.
– He hablado con Marshall -anunció.
– ¿Quién?
– Tu hombre del XII Cuerpo.
No dije nada.
– ¿Estás bien?
– Perdona -dije-. Sí, estoy bien. Has hablado con Marshall.
– Fue al funeral de Kramer. Llevó allí a Vassell y Coomer y los trajo de vuelta. El resto del día no los llevó a ninguna otra parte porque él tuvo importantes reuniones en el Pentágono toda la tarde.
– ¿Pero?
– No le he creído. Es un recadero servil. Si Vassell y Coomer hubieran querido que les llevara, él lo habría hecho, con reuniones o sin ellas.
– ¿Y?
– Y como sabía que si no lo comprobaba me pegarías la bronca, lo he comprobado.
– ¿Y?
– Esas reuniones habrán sido consigo mismo en el retrete, porque nadie le vio por ninguna parte.
– Entonces ¿qué estuvo haciendo?
– Ni idea. Pero seguro que algo estuvo haciendo. Su modo de responder fue demasiado tranquilo. Porque a ver, esto sucedió hace seis días. ¿Quién demonios recuerda qué reuniones tuvo hace seis días? Pues este tío sí.
– ¿Le has dicho que yo estaba en Alemania?
– Parecía saberlo ya.
– ¿Le has dicho que me quedaba allí?
– Pareció dar por sentado que no aparecerías pronto por California.
– Estos tíos son viejos colegas de Willard -dije-. Les ha prometido mantenerme alejado de ellos. Está dirigiendo la 110 como si fuera su ejército privado de Blindados.
– Por cierto, como despertaste mi curiosidad he comprobado las historias de Vassell y Coomer por mi cuenta. Nada indica que alguno de ellos oyera hablar alguna vez de un lugar llamado Sperryville.
– ¿Estás seguro?
– Del todo. Vassell es de Misisipí y Coomer de Illinois. Ni uno ni otro ha vivido ni prestado servicio jamás en ningún sitio próximo a Sperryville.
Reflexioné.
– ¿Están casados? -pregunté.
– ¿Casados? Sí, también aparecían esposas y niños. Pero eran chicas de la zona. Nada de parientes políticos en Sperryville.
– Muy bien -dije.
– Entonces ¿qué vas a hacer?
– Voy a California.
Colgué y fui hasta la puerta de Summer. Llamé y esperé. Ya había regresado de hacer turismo.
– Murió anoche -dije.
– Ya lo sé -dijo ella-. Tu hermano acaba de llamar desde el piso. Quería asegurarse de que estabas bien.
– Estoy bien -confirmé.
– Lo siento mucho.
Me encogí de hombros.
– Desde un punto de vista conceptual, estas cosas no suceden por sorpresa.
– ¿Cuándo fue?
– A medianoche. Se marchó sin aspavientos.
– Me siento mal. Tenías que haber ido a verla ayer en vez de pasar el día conmigo. No teníamos que haber hecho aquellas ridículas compras.