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Tal vez.

La primera dificultad táctica era la posibilidad de un registro en el propio tren durante las primeras etapas del viaje. Ahí estaban esos chicarrones americanos rubios bien alimentados, o esos británicos pelirrojos de Escocia, o cualquier otro que no pareciera un francés moreno y con mala cara viviendo tiempos de guerra. No hablaban el idioma y recurrían a diversos subterfugios. Fingían estar dormidos o enfermos, o ser mudos o sordos. Los guías hablaban por ellos.

La segunda dificultad era cruzar París. La ciudad hervía de alemanes. Por todas partes había controles. A los extranjeros extraviados y torpes se les veía de lejos. Los coches particulares habían desaparecido casi por completo. Era difícil encontrar un taxi. Casi no había gasolina. Dos hombres que caminasen juntos se convertían en objetivos. Por tanto, se utilizaba a mujeres como guías. Y uno de los trucos que se le ocurrió a Lamonnier fue utilizar a una chica que él conocía. Ella se reunía con los aviadores en la Gare du Nord y los llevaba por las calles hasta la Gare du Lyon. Reía y saltaba y les cogía de la mano y los hacía pasar por hermanos mayores o tíos de visita. Su comportamiento era desenfadado y desarmaba a cualquiera. Conseguía que sus acompañantes cruzaran los controles tranquilamente. Tenía trece años.

En la cadena, todos tenían nombre de guerra. El de ella era Béatrice. El de Lamonnier, Pierre.

Saqué de la caja el joyero de cartón azul. Lo abrí. Contenía una medalla. La Medalla de la Resistencia. Tenía una vistosa cinta azul, blanca y roja, y la medalla era de oro. Le di la vuelta. En el reverso se leía un nombre cuidadosamente grabado: «Josephine Moutier.» Mi madre.

– ¿No te lo dijo nunca?

Negué con la cabeza.

– Ni una palabra. Jamás.

Volví a mirar la caja. ¿Para qué servía aquel cuchillo?

– Llama a Joe -dije-. Dile que vamos para allá. Y que Lamonnier esté allí con él.

Al cabo de quince minutos estábamos en el piso. Lamonnier ya había llegado. Tal vez ni siquiera se había marchado. Le di la caja a Joe y le dije que mirara dentro. Fue más rápido que yo porque comenzó por la medalla. El nombre del reverso le dio una pista. Echó un vistazo al libro y alzó la vista hacia Lamonnier al reconocerle en la foto. Luego leyó un poco por encima. Miró las imágenes. Me miró a mí.

– ¿Alguna vez te mencionó esto? -preguntó.

– Nunca. ¿Y a ti?

– Tampoco -repuso.

Observé a Lamonnier.

– ¿Para qué era este cuchillo?

Lamonnier no contestó.

– Cuéntenoslo -dije.

– La descubrieron -dijo él-. Un chico de su escuela, de su misma edad. Un joven antipático, hijo de colaboracionistas. La fastidiaba y la atormentaba diciéndole que la iba a denunciar.

– ¿Y qué hizo?

– Al principio nada. A vuestra madre aquello le causó un tremendo desasosiego. Después, el muchacho le exigió que se prestara a ciertas vejaciones como precio para seguir guardando silencio. Naturalmente, vuestra madre se negó. El muchacho le dijo que la denunciaría. Entonces ella fingió ceder. Quedaron en encontrarse bajo el Pont des Invalides a la una de la noche. Ella tenía que escabullirse de casa. Pero primero cogió de la cocina el cuchillo para cortar queso. Sustituyó el alambre por una cuerda del piano de su padre. Creo que era el sol de la octava más grave. Años después aún faltaba. Se reunió con el chico y lo estranguló.

– ¿Que ella qué? -soltó Joe.

– Lo estranguló.

– Pero tenía trece años…

Lamonnier asintió.

– A esa edad, las diferencias físicas entre chicos y chicas no constituyen un obstáculo significativo.

– ¿Con trece años mató a un hombre?

– Era una situación desesperada.

– ¿Qué pasó exactamente? -pregunté.

– Se valió del cuchillo, tal como había planeado. Es un instrumento fácil de utilizar. Sólo hace falta coraje y decisión. Luego ató un peso al cinturón del muchacho y lo arrojó al Sena. Él había desaparecido y ella estaba a salvo. La vía férrea humana estaba a salvo.

Joe lo miraba fijamente.

– ¿Usted permitió que ella lo hiciera?

Lamonnier se encogió de hombros. Un encogimiento de hombros muy francés, como los de mi madre.

– Yo no sabía nada -dijo-. Ella no me lo contó hasta que hubo pasado todo. Supongo que yo se lo habría prohibido por mero instinto. Sin embargo, no podía solucionar el asunto por mi cuenta. No tenía piernas. No habría podido ir bajo el puente y ocuparme del chico. Tenía a un hombre contratado para los trabajos sucios, pero estaba en Bélgica, me parece. Y no podía correr el riesgo de esperar a su regreso. Así que, bien mirado, creo que le habría dicho que adelante. Eran tiempos difíciles y estábamos haciendo una labor importante.

– ¿Sucedió así de veras? -dijo Joe, incrédulo.

– Me consta que sí -respondió Lamonnier-. Los peces se comieron el cinturón del chico. Al cabo de unos días, el cadáver apareció flotando río abajo. Pasamos una semana con temor. Pero al final todo quedó en nada.

– ¿Cuánto tiempo colaboró ella con ustedes? -inquirí.

– Durante todo 1943. Era muy eficiente. Pero acabaron conociéndola demasiado. Al principio su cara era su protección. Tan joven y tan inocente. ¿Cómo iba alguien a sospechar de una cara así? Pero con el tiempo se convirtió en un inconveniente. A les boches les acabó resultando familiar. ¿Cuántos hermanos, primos y tíos podía tener esa chica? Por tanto, tuve que retirarla.

– ¿Usted la reclutó?

– Ella se presentó voluntaria. Me importunó hasta que le permití colaborar.

– ¿A cuántas personas salvó?

– A ochenta hombres. Era mi mejor correo de París. Un fenómeno. Da miedo sólo de pensar en las consecuencias si la descubrían. Ella vivió durante un año con la peor clase de miedo, pero no me falló ni una sola vez.

Guardamos silencio.

– ¿Cómo empezó usted? -pregunté al cabo.

– Yo era un lisiado de guerra. Uno de tantos. Desde el punto de vista médico, para los alemanes éramos una carga y no nos querían ni como prisioneros. No servíamos para trabajos forzados. Así que nos dejaron en París. Pero yo quería hacer algo. No era físicamente capaz de combatir, pero podía organizar. Para eso no hacen falta aptitudes físicas. Yo sabía que los pilotos de los bombarderos valían su peso en oro. De modo que decidí devolverlos a casa.

– ¿Y por qué mi madre nunca contó nada?

Lamonnier volvió a encogerse de hombros. Cansado, inseguro, aún perplejo tantos años después.

– Supongo que por muchas razones -dijo-. En 1945 Francia era un país dividido. Muchos habían resistido, muchos habían colaborado, muchos no habían hecho nada. La mayoría se inclinó por hacer borrón y cuenta nueva. Y creo que ella se avergonzaba de haber matado a aquel muchacho. Sentía un gran cargo de conciencia. Le dije que no había tenido elección, que no había sido una acción gratuita. En fin, que había hecho lo que debía. Sin embargo, ella prefirió olvidarlo todo. Tuve que suplicarle que aceptara la medalla.

Joe, Summer y yo guardamos silencio.

– Pero yo quería que sus hijos lo supieran -añadió Lamonnier.

Summer y yo regresamos al hotel. Sin hablar. Yo me sentía como alguien que de pronto se entera de que es hijo adoptado. «No eres el hombre que creías ser.» Toda mi vida había dado por sentado que yo era lo que era gracias a mi padre, el marine de carrera. Ahora notaba que se rebullían genes distintos. Mi padre no había matado a un enemigo a los trece años, pero mi madre sí. Ella había vivido tiempos difíciles, se había esforzado y había hecho lo que era necesario. En ese momento empecé a echarla de menos más de lo que hubiera imaginado. En ese momento supe que siempre la echaría en falta. Me sentía vacío. Había perdido algo que jamás supe que tenía.